El novio de mi vecina, la que coge recio, está llorando como si fuera un perro cuando truenan los cohetes pero oyéndolos bien, en realidad, uno notará que su estallido es un poco más seco, menos infantil, tal vez definitivo. Quizás son balazos al aire porque, sin importar cuán civilizado aparente ser un hombre, siempre querrá disparar a un manto azul y celeste para ver si puede herir a Dios. O tirar a un ángel. El novio de mi vecina se burla de la mascota de su dulce polli, un pekinés que he visto paseando en la entrada de mi casa de vez en cuando. Se burla de él porque el pobre animal apenas puede tolerar los estallidos. Eso lo infiero con la débil conversación que puede escucharse de una ventana a otra. Tal vez escucho más de lo que debería mientras escribo esto. Otra revelación: si así puedo oírla yo, mi vecina puede escucharme más de lo que imagino y ella, a su vez, quién sabe cuántos secretos sabe de mi rutina, mi tedio, mis perpetuos aburrimientos en este baldío de ceniza.

(Ahora, sin embargo, me doy el gusto de recordar un escenario que se repitió demasiadas veces. Hace muchos años, en otro lado, cuando vivía otra vida: algunos días y tardes salía a fumar a mi reja, y en ocasiones solía encontrar a mi vecina del departamento de enfrente. Salía con sus faldas, sus escotes, su cabello amarrado y se iba a trabajar. Nunca volteaba a mirarme. Y yo desviaba la mirada pronto, miraba mi cigarrillo con cierta intensidad artificial y vergonzosa. Un día, de madrugada, ella regresaba alegre de algún lugar, se acercó a mi reja y compartimos un cigarrillo. Platicamos un rato para después, bueno, nunca volvernos a ver porque yo me mudaría a Puebla en unos días. Pretendemos estar solos pero cuando alguien se acerca qué rápido nos asimos a la compañía de un extraño).

Quizás mi excesiva atención a los vecinos y sus ruidos tienen sus orígenes en el chilango. La mayoría de mis mudanzas me empujaron a edificios de departamentos. Todavía puedo escuchar el eco de algunas discusiones, algunos gritos. Escenas vergonzosas y familiares que ocurrían en ese espacio ambiguo entre el exterior y el hogar: las escaleras, los pisos, los pasillos de un vecindario. Antes de saber el nombre de los extraños, supe de sus adicciones, sus tristezas y sus posibles pecados. También mi familia, por qué no, hizo esas escenitas alcohólicas o desesperadas que nos mostraban como, bueno, gente frente a la demás gente. Supongo que entre más compacto es un espacio de concreto, más difícil es mantener el control de uno. Aún con esos accidentes, personalmente, nunca me enseñé a superar más allá de los saludos ocasionales y construir una familiaridad con las personas que vivían junto a mí. Y estas personas tampoco lo hicieron conmigo. Por qué deberían. Una soledad comunitaria, amable y discreta. Es mejor escuchar los ruidos e imaginar historias.

(Hace muchos años, cuando vivía en la Narvarte/Buenos Aires, un niño salió con un balón y me invitó a jugar a la calle. Nos unimos a otros niños y jugamos un rato. El futbol callejero es la creación de otra historia, una historia alterna más placentera donde cada gol podría alejarnos de la pobreza y donde otros niños, perpetuos niños, nos buscarán en pequeñas estampitas y querrán vernos elegidos en alguna selección. A los pocos días me mudé otra vez porque… bueno, éramos pobres, errábamos, eran los noventa, la devaluación nos quebró a todos y quizás, llegué a pensar, así estaba escrito en mi destino: nunca tendría un hogar. Siempre estaría caminando, tambaleante y vagabundo y parte de mi programación consistiría en hacer una mueca asquerosa con esas canciones cursis de viajeros románticos y jodidos que tienen una baratija filosófica que escupir después de cada paso).

El muchacho sigue haciendo los ruidos del perro y sugiere a la muchacha que vayan a comprar unas quesadillas. Si fuera valiente, menos chilango, cerraría la ventana para no escuchar pero me es imposible. Me gustan las ventanas abiertas. Recuerdo, cuando era niño, hace muchos años en mi primera prisión-departamento, que me asomé por la ventana de la cocina y frente a mí, por otra ventana, vi a una muchacha de cabello amarrado (parece que tengo un fetiche con las mujeres de cabello atado, porque las recuerdo siempre, sin importar lo que haga y aún si los recuerdos son una ficción, así las prefiero). Ella me sonrió. Me preguntó cómo me llamaba, cuántos años tenía y qué me gustaba hacer. Pensando hoy en ello eso de la ventana a ventana, eso se parecía mucho a chatear y ahora, siempre, estamos buscando en Facebook, en Twitter, en el mundo el consuelo de las palabras de un extraño. Verificar si podemos hacer amigos con esa gente ideal y ajena. Pero bueno, en aquel entonces, en la Jardín Balbuena (uno siempre volverá a los lugares viejos donde amó la vida, dicen), detrás de la ventana, mientras la muchacha me miraba sonriente, yo respondí con la verdad: cinco años, me llamo Agustín, me gusta jugar con dinosaurios y escribir historias. Los dinosaurios ya los dejé hace mucho tiempo y si me preguntan los nombres científicos de algunos, seguramente erraré para que digan soy un mentiroso. Vaya… qué necesidad hay de buscar baratijas filosóficas en otras canciones si nomás rascándole tantito uno las puede encontrar en su propia historia.