Leo otro viejo best-seller que se llama Hombre rico, hombre pobre el cual no está nada mal. En esta ocasión, estoy navegando en los pobres Estados Unidos antes de la segunda guerra mundial. Tres hermanos, colmados de una vida miserable con sus padres, buscan individualmente la manera de huir al destino de odio e indiferencia. Lo escribió un hombre llamado Irvin Shaw, del cual nunca había oído hablar, y tengo el presentimiento de que es una novela que se perderá como muchas otras se han perdido. Quizás, al final, ni siquiera el mercado puede controlar las joyas de la memoria humana.

Creo posible que dentro de nuestra breve vida en esta tierra, ya entendimos (ah, la humanidad, oh, la humanidad) que no tenemos cabeza para recordar tanto e incluso obras que creíamos los pilares de nuestro espíritu, las venas que transportan nuestra sangre y nuestro pasado, también se harán polvo. El tiempo es una palabra creada y necesaria para darle un nombre a un dios cruel. Lo cierto es que si sucediera una catástrofe, ahora mismo, aun cuando somos muchos, realmente estamos solos y nadie nos va a salvar de ser un fertilizante para las especies que nos sobrevivan. El tiempo dejará de existir porque no habrá nadie que pronuncie su nombre, ni insista en inventarle una utilidad, hasta que el cerebro de algún otro primate, o reptil, se infle y se dé unas ínfulas filosóficas de que la vida pasa, y los segundos también, y las nachitas de la cuñada.

Al final, apreciando ese panorama tan bonito, terminé decidiendo que los únicos libros leídos en mi tiempo de vida son los únicos que tendré posibilidad de leer y no me lamentaré ya más por las páginas que nunca conseguiré abrir ni deglutir. Lo mismo con la música, los videojuegos, las series de televisión y las películas. Cuesta trabajo pero es posible aceptar que la búsqueda por el ocio es una tarea profundamente innecesaria cuando ya todo está a nuestro alcance e incluso atender a los caprichos de los amigos sólo nos quita la oportunidad de que ellos nos muestren un mundo secreto. Para qué buscar lo mismo que leen ellos, y ver lo mismo que ellos, y escuchar lo mismo que ellos, si al final nos vamos a contar las mismas cosas.

Hace unas semanas también leí La bomba de San José de Ana García Bergua. No recuerdo si les hablé de ello pero, quizás, mi desviación con la novela de Shaw me hace pensar en los países de otros tiempos y ahora, este domingo, mientras bebo mi agua de jamaica, me cuesta trabajo separarlos. No quiero usar el horrible término de “novela de época” porque siento se me puede caer la mandíbula pero… bueno, como ya soy un adulto y cada vez concedo más cosas, quizás debería intentarlo. Ambas son novelas de época. Bergua retrata la Ciudad de México en 1960 y a través de sus personajes, construye inconformidades chuscas y sus buenos deseos de romper los papeles a los que están destinados, y ello los lleva por caminos personalísimos y extremos pero plausibles. Actúan sobre un escenario bellísimo, detallado a través de sutilezas y de pequeñas pistas en el lenguaje. Es una novela graciosa, humorística y elocuente. Muy distinta a los Estados Unidos de Irvin Shaw, en los cuarenta, donde todos sus personajes parecen determinados a romper a alguien, destruirlo para poder sobrevivir, incluso destruirse a sí mismos.

Otra pequeña desviación: Proust, al final, en los últimos capítulos de En busca (A-la-recherche-me-gustaría-escribir-para-parecer-más-acá), descubre al dios del tiempo detrás de las máscaras de los ancianos, de los viejos. Aquella escena, como la recuerdo, parece la puesta de un teatro donde estos enmascarados son su propia obra y su propio espectador y entonces se revela, realmente, el esfuerzo inútil del narrador por tratar de recordarlo todo y la futilidad de escribir una gran obra cuando el tiempo se ha ido (¿sí se dan cuenta?, es hermoso). Otro paréntesis: (quizás es como la humanidad cuando consiga desaparecer del mundo), una fábula de Esopo habla de la zorra que entra, por error, a un armario de un teatro y tiembla de terror cuando descubre un rostro que la observa. Me da gracia pensar que es la máscara de un viejo, o la máscara del dios del tiempo, o la máscara de la exesposa de algún presidente (Nunca te voy a dejar en paz, Martita). Al final, la zorra descubre de lo que se trata y escupe al piso encolerizada, mira el rostro sin vida con desdén y dice: “Lástima que detrás de ti no hay un cerebro”. Me despido con ese enigma. Algunas fábulas de Esopo tienen moralejas demasiado listas para su propio bien. Luego por eso un puñado de bobos creemos que todos los avaros, los codiciosos, los mentirosos y los aprovechados recibirán su justo castigo por parte de… no sé, la vida.