Miré un largo rato al viejo antes de concluir que ya se quería ir, ¿sí saben? Cruzar al otro lado, como las gallinas, o sea, saber lo que hay detrás de las cortinas, echarse una platicadita con un ser celestial o dos, o reiniciar el sistema para empezar como otra cosa: fragmentado, reciclado; pixeles reorganizados para jugar la siguiente vida, iniciar otra historia en otro mundo, con el alma traspapelada en una variante más, una variante nueva y mejor. Cuando alguien se sienta como aquel hombre, abandonado al bastón y la cabeza gacha para ya no mirar, supongo que sólo resta contar el tiempo y esperar, por favor, que todo termine ya, y ni siquiera los queridos, los jóvenes amores, los niños escandalosos y la risa campechana de los jóvenes viejos adultos a su alrededor, que siguen viviendo y bebiendo, pueden ser un buen consuelo para tanto dolor, tanto sueño, tanto maldito cansancio. Se me ocurre. No lo sé. Quizás es el viejo más feliz del mundo, un viejo rumiante cualquiera, y yo sencillamente estoy soñando.
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