El perro, sabiéndose viejo y cansado, me sigue despacio a todas partes y ladra débilmente para que lo suba a mi regazo: en el sillón, en la silla de la oficina, en la cama donde finalmente duermo y me olvido de los días. Si lo ignoro, chilla y provoca la mirada dulce de las colegiales. A veces lo miro a los ojos, un poco grises por las cataratas, antes de subirlo y me pregunto si cuando yo me haga viejo, en unas cuantas décadas, chillaré igual para que alguien me haga caso. Ah, alguna vez les contaré de otros viejos más humanos. Después de subirlo, por una compulsión nerviosa o un recuerdo de los lejanos e infantiles días, el perro lame un poco los alrededores. A veces le digo que no lo haga y otras veces lo dejo hacer. Me pregunto, quizás, si yo también lameré todo cuando me haga viejo.
El otro perro, el más joven, ya cumplió cinco años y empecé a notar que ya tiene pelos blancos en las pestañas, en las mejillas, en las orejas. Si hacemos caso a eso de que los perros envejecen siete años en uno, entonces mi perro orejón ya me rebasó en edad. A veces acaricio su rostro porque anticipo su muerte y le canto, un poco triste, pero también jugando porque me gusta jugar con esas cosas, que ella morirá antes que yo. Los perros son una etapa de nuestras vidas. Son poco más de una década de nuestro tiempo. Nico abre el hocico, mueve las arrugas y se gira para agarrar su hueso y ladrarme. Parece decirme que deje de pensar en la crueldad y que lo nuestro, aunque temporal, es nuestro pequeño destino feliz, nuestra manera de sabernos vivos y que la inutilidad, aunque presente, también es algo pasajero, un espejismo para derrotar al melancólico oprimido.
Mis sobrinos vienen a menudo a mi casa para sonreír, llorar y gritar. Sonidos que creía lejos, perdidos, ajenos. Algunas veces me sobrepasan, otras veces los abrazo. Anticipo algunas lecturas de rimas y cuentos para transmitir un poco de lo que me ha hecho feliz cuando me he sentido perdido. Anticipo, también, el aburrimiento por las letras amables que me salvaron la vida o, sin exagerar, del tedio de una vida carente, depende de cuán fatalista me sienta en el día. Después de los libros aburridos y mi entusiasmo, imagino el fastidio en sus rostros futuros.
Ojalá ellos algún día jueguen pokemon para que tengamos algo de qué hablar. Savater dice que la lectura economiza nuestros fines de semana porque imagina, campechano, una ciudad lúdica de lectores parlanchines. Yo también imagino ese refugio, a veces, pero me gusta más la soledad y uno que otro vicio caro: unas trece temporadas de una serie vieja, un hueso nuevo para que el perro me haga olvidar la inminente muerte de todos los seres, un videojuego que me permita controlar el destino de los pixeles. Ojalá fumara, como antes, pues cinco pesos me ayudaban a ver por la ventana en silencio el flujo intermitente de la vida. Cualquiera de esas cosas, sin lugar a dudas, también me ayudan a olvidar toda felicidad y toda tristeza.