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Una muchacha de playera verde y nalgas firmes me abrió la puerta. Recuerdo la forma ridículamente joven, tímida: piernas largas y el pequeño y redondo bulto de las nalguitas. Demasiada juventud y perfección (para mi gusto. Las nalgas perfectas, sin importar el género, creo, son como un animal mitológico, reservado sólo para algunos videos con mucha postproducción o para ciertos gifs pixelados en tumblr). Me dio gracia. Parecía una letra, una P. Había muchas como ella, distribuidas estratégicamente por todo el lugar, atendiendo a los niños y a los padres por igual. Entonces me pregunté (por qué no, ya estoy aquí), cuántas de ellas no serían abordadas por los padres miserables, los tíos aburridos, los adolescentes que crecen.

Una mujer leía un libro gordo, de pastas delgadas y baratas, en una de las mesas; era un libro gordo, gordísimo, ella apenas levantó la mirada y entendí una verdad: “Este es tu momento de paz, alrededor de todo este ruido, alrededor de todos estos gritos”. Niños gordos y abultados pasaron corriendo, en su estómago una combinación de dos litros de coca cola y hamburguesas chafas, y ella ni se inmutó, apenas alzó la mirada unos segundos. “”Cuál de todas esas bestias será la tuya”, pensé, y luego miré un rato a todos los adultos. Cada uno parecía luchar silenciosamente entre el amor y el hastío, entre la rutina y, precisamente, esos segundos de distracción, de paz, de no responder invariablemente las mismas preguntas día tras día que agotaron sus ganas de imaginar, de inventar mejores respuestas. Pero ellos no tienen la culpa. Están cansados.

(O, bueno, como el turista accidental, el padrino de la niña que cumplía un año, proyectaba mis piensos y mi ligero aburrimiento. Pero también me preguntaba si alguna vez me esperaba esa felicidad, ese hastío, esa superficialidad liviana de los padres rotos, aburridos, cogidos por los gastos y la energía de una criatura treinta años más joven que ellos. Abandoné un momento la fiesta infantil y le pregunté a una de las muchachas si los adultos y los niños compartían baños. Ella me dijo que sí con una naturalidad escalofriante y yo, bueno, me sentí un poco incómodo de parecer extranjero en uno de esos lugares que están en cada esquina, en cada domingo, en cada respiro de la tranquilidad obligatoria de estos días, estos tiempos de hoy).

Alguien metió a mi sobrina en la piscina de las pelotas. Ella seguía los colores con su mirada, los absorbía todos, mientras hundía las manos y agarraba una, agarraba otra, y las aventaba, las chocaba, manipulaba el mundo de maneras inimaginables y definitivas. Quién sabe a dónde nos estaba llevando. Nuestro destino estaba en sus manos. Qué amable soy con mis pensamientos, pienso que es capaz de todas esas cosas porque la amo, pero cada uno de estas estatuas, de estas primeras arrugas y canas, piensa lo mismo de sus genes rumiantes y malcriados. Yo también estoy aquí. Yo también soy un ciudadano de Pompeya. Saqué el celular para grabarla mientras jugaba, y trataba de pensar en otras verdades, otros días. ¿Cuánto de tu destino está condenado a esta estructura, cuánta de tu infancia será construida a través de cursos de verano y actividades para niños-kid-energy-jazz-nahuales-pum? ¿Cuántas vueltas darás en esta tirolesa triste y pequeña, mientras tus padres discuten de las colegiaturas, de la línea de gastos que a partir de hoy sube hasta el infinito, hasta que cumplas los cincuenta y abandones un hogar, u otro, u otro más? Nadie lo sabe, el destino de cada uno de nosotros es incierto y solitario, y la única posible salvación y consuelo, es que podemos abandonar el ruido, tomarnos de la mano y caminar hacia otra parte.