Dragon Ball Super: robé la cuenta de Crunchy Roll de mi esposa para ver la siguiente entrega de la saga de Dragon Ball. Los fanáticos ya somos treintones, y calvos, y panzocheleros. También somos gente sin remedio, hedonistas en el consumo del entretenimiento breve y barato. Veo el anime a la hora de la comida (me parece gracioso como es importante sentar la diferencia entre serie y anime) y disfruto de las aventuritas de Gokú como quien regresa al viejo barrio para saludar al Chicarcas, al Mike y al Krilin. Ya me sé buena parte de la serie, a través de sus memes y los comentarios de redes sociales en el 2015 y 2016. Spoilers everywhere, qué remedio, pero aún así tomaba nota de las diferencias entre GT, la serie declarada apócrifa, y los nombres de guerreros pasados que aparecían en esta nueva. Recuerdo haber visto las películas cuando salieron y me hicieron feliz no sólo por el viaje nostálgico, pero también porque les sobraba el buen humor (Vegeta, príncipe de los saiyajin, cocinero del dios de la destrucción), una sana disposición a burlarse del material original además de emocionar a los fanáticos cual si fuera una pelea de box. Lo que más he disfrutado de esta nueva entrega, es como Toriyama ha separado paulatinamente a Gokú de Superman. No más peleas del dios de occidente contra el de oriente. Me da gracia como Gokú se ha convertido en un psicópata, casi un villano, un hedonista de las peleas, un dios que busca a oponentes cada vez más fuertes porque tiene hambre de seguir luchando. El arquetipo del luchador insaciable es un clásico de la mitología en las artes marciales y Toriyama lo lleva a los extremos. Otra cosa, si mal no recuerdo, en sus tiempos Dragon Ball me daba una sensación de parajes rupestres, a veces post apocalípticos, la aventura de descubrir las ruinas y atravesar las junglas. En Super hemos abandonado la exploración del mundo para convertirla en viajes espaciales, viajes metafísicos; me permito una falacia: la última curiosidad verdadera del hombre.

Kakegurui: en una preparatoria elitista (cuántos animes no se desarrollan en una preparatoria, la infantilización perpetua), en vez de estudiar, apuestan. Se apuestan miles de millones de pesitos japoneses o contratos de vida para ser esclavo unas cuantas horas, o unos cuantos años. Me fascinan las expresiones exageradas y detalladas de los personajes. Los muchachos hermosos quiebran sus rostros cuando están perdiendo o cuando se ponen a chillar porque no pueden manejar el estrés de posiblemente perder un dedo en sus apuestas sádicas. Yumeko Jabami, la heroína, una muchacha hermosa, se torna en demonio extático cuando apuesta (y siempre apuesta la vida entera), sin importar si está ganando o perdiendo. El trabajo de voz japonés es precioso. Hay una versión de actores, live action le llaman los japoneses, pero es aburrida y sobreactuada. Algunas historias se crearon solamente para ser leídas o dibujadas. Ojo: la belleza de la serie no sólo radica en el arte, pero también que explica algunos trucos y vicisitudes de la teoría de juegos; se puede ver para entender uno que otro término, ya que vivimos un tiempo de jueguificación y no hace mal descubrir dónde están las trampas y por qué dicen que la casa siempre gana. Puede verse en Netflix.

Neo Genesis Evangelion: fue el último anime que vi antes de ser un adulto, cuando me empujaron a mi primera época de incertidumbre y caos. Me trae nostalgia de tiempos mejores; pero es un anime doloroso y confuso, uno que sentaría las bases para historias caóticas, crueles, de sexualidades rotas, frustrantes y de padres ausentes. Ahora que Netflix la compró, la veo en una calidad bastante respetable muy lejos de aquellas descargas de 70 megas que se veían en un cuadrito del monitor y con unas traducciones pinchísimas. También de fanáticos treintones, muchos de ellos se están quejando de que falta “Fly Me to the Moon” en el ending así como algunos pedazos de la traducción (Kaworu le dice a Shinji que le gusta en vez de que lo ama), pero creo que en esencia es lo mismo y no se ha perdido el tema de la frustración y la tristeza (si acaso, perdón el chiste, pero la traducción contribuye). Me gusta la neurosis de sus multitudes animadas: tienen el rostro alzado en vez de esclavizado a las pantallas, escuchan cassettes (digitales) en vez de ipods y hablan por teléfonos comunitarios para saber dónde se encuentra el otro. De algún modo extraño, esta serie que ahonda en la frustración de no poder tener contacto con el otro, presenta personajes que parecen más conectados que nosotros en el presente con nuestros amigos, nuestros seres amados. A saber. Quizás la juventud la vea sosa, y aburrida. Esto último no me sorprendería.

Publicado originalmente en LJA.