Una de las cosas que aprendí a anticipar con mi perra orejona, es que a mitad de alguno de nuestros paseos hay una buena posibilidad de que un extraño nos detenga y me pregunte si no la quiero cruzar. Lo que me extraña de estos encuentros es la disposición que tienen estas personas de mover sus caminos y sus agendas para hacerlo. Han detenido el tráfico, han cruzado avenidas y han brincado arbustos para perseguirnos y llegar a nosotros. Hacen su pregunta y viene la decepción. Lo siento mucho, así me disculpo, pero ya está operada. Entonces responden con una extraña resistencia a escuchar la verdad. Se quedan quietos ahí y no me dejan despedirme, a veces me dicen lo bonita que está y acarician sus orejas. Uno que otro pregunta, necio, pero bien esperanzado de ver a dos perritos gordos coger, si estoy seguro de que está operada.
Cuando trabajaba en los comerciales de TV, no faltaba uno que otro encuentro incómodo donde algún productor, director o actor me preguntaba si no me gustaría echarme un fifián y un poco de compañía. Uno, incluso, me buscó por Hi5 (ya llovió) y le gustaba tener frondosas pláticas acerca del acomodo de los lunares en mi rostro y los comparaba con una constelación; otro constantemente me abrazaba y me preguntaba si no tenía miedo de probarle, o qué, o si me daba miedo descubrir mi gozo por la putería hasta que un día le regresé el abrazo y le pasé las manos por encima, y el cabrón se quedó frío. Encuentros más, encuentros menos.
También, de las menos, una que otra mujer en situaciones de poder me ofrecía el gusto de una que otra noche cuando yo sólo quería dormir después de mucho tiempo despierto. No digo, ojo, pobrecito de mí. Para nada. Estar en un medio es adoptar las reglas de ese medio, y cuando el medio te da de comer, cierras los ojos y esperas, dentro de todo, tomar las mejores decisiones. A pesar de ello quién sabe cuántas veces no habré hecho lo mismo: abusar de mi situación para obtener una nadería a cambio, disminuir al otro, convertirlo en mercancía. Me ha costado mucho trabajo abandonar ese lugar y entender que es necesario pensar de otro modo. Es decir, mis pequeños ejemplos son el ladrillo sobre el cual tomo el aire. Son un inicio para entender y simpatizar, y hasta ahí, la realidad es que simplemente no se compara.
Una mujer caminando sola en la calle es abordada todos los días por hombres para, básicamente, preguntarle si no quiere cruzarse con él. Palabras no importan, a veces son chifliditos, el chiste es apropiarse del tiempo de un extraño para la eyaculación verbal. Igual que las pobres almas que todo el día están hacinados en una oficina de teléfonos que suenan y suenan para ofrecer tarjetas de crédito y seguros de vida; el gañán es tan despreciable como el marketer, pero al menos este último tiene que vivir de algo. Una mujer puede verse en esta situación una, dos, cinco veces al día. Toda la semana. Imaginen. Algunas veces son situaciones breves, amables, otras veces saltarán los arbustos y las perseguirán varias cuadras para extender el encuentro, hacerlo más siniestro.
Por si fuera poco, cuando las mujeres, por fin, abandonan las calles y los transportes públicos, llegan a sus casas, o sus oficinas y ven rostros familiares: el jefe, el primo, el tío, el compañero, el amigo y les toca tirar una moneda. ¿Alguno de estos no le preguntara si no quiere un poco de compañía? ¿Si no quiere descubrir su gozo por la putería? ¿Apostarán cuánto tiempo tomará que cambien la dinámica, que la rompan? Así, a perpetuidad, y en condiciones más o menos amables (donde no las secuestren y las maten, no mucho, por ejemplo), ellas negarán toda clase de encuentros y comentarios durante, al menos, dos tercios de su vida, día tras día, tratando de olvidar y de rechazar los momentos estúpidos a las que estamos dispuestos a someterlas para lograr quién sabe qué.
Lo más difícil, en mi caso, es entender que mis pequeñas historias apenas son un porcentaje de lo que ellas viven o han vivido. Son mi ladrillo. Más de una vez he creído que yo sí tengo una idea, y como yo tengo idea, creo que puedo jugar con los límites, transgredirlos quizás. Pero no, cada transgresión es regresar a cero y aprender de nuevo. Mi historia no se compara y el sistema está roto, quebrado. No sólo vivimos en un lugar donde las leyes son una ilusión, pero que tiene la constante de matarnos y desaparecernos; además nos enfrenta para distraernos. El género es una ventaja en nuestra selva. Y esa es la tentación más grande, el juego más difícil: aún tengo el privilegio, puedo abusar y joder, sigo viviendo en este sistema que me beneficia y solapa mis actitudes, ya sea triviales o definitivas, ¿por qué abandonarlo? ¿por qué habría de cambiar esta casa que me da los mejores beneficios por mi pito y dos bolas? Cada uno encontrará su propia respuesta, las situaciones para medirse y saber de qué están hechos, sobran. Yo, en lo personal, fracaso constantemente pero está claro y debo seguir intentando: para vencer al sistema, ganarle algo, tenemos que rechazar lo fácil y reclamar el derecho de formar nuestra propia humanidad.