Hace unos días empecé a jugar un RPG un tanto extraño: Ciudadanos de la Tierra. Es extraño porque es una sátira política (muy sencilla), tiene un diseño urbano y sus personajes son habitantes comunes: el vicepresidente, la madre, el hermano, el paranoico, el panadero, la maestra de yoga (embarazada) o la niña en silla de ruedas. Al inicio peleas contra protestantes, burócratas y hipsters.
Normalmente este tipo de juegos usan motivos fantásticos, post apocalípticos o de ciencia ficción; alimentan el bestiario con mutantes, animales gigantes, demonios de otras dimensiones o resurrecciones de alguna deidad menor del medio oriente. El único RPG que ha conseguido cierto éxito en construir una fantasía a través de la urbanidad, lo recordarán algunos despistados, es Earthbound.
En el inicio, Earthbound es una ciudad y no sabes qué esperar de ella: los enemigos son los perros callejeros, los cuervos o los skatos. A veces me pregunto cómo lograron salirse con la suya. Claro, eventualmente el juego es una fantasía extraterrestre y el hombre de la conspiración tenía razón. Más o menos lo mismo sucede en Ciudadanos de la Tierra.
La literatura y pocas series de televisión son las únicas que me parecen capaces de crear un mundo alterno, con ganas de ser vivido y sostenible, a través de la urbanidad y lo cotidiano. Esto me parece más difícil en el cine porque no hay tiempo de crear una ciudad sin que esta se convierta en un bostezo, pero algunos lo intentan y algunos creerán. A través de la ironía y las desgracias del hombre común, el hombre trabajador o el eterno navegante del destino, “lo que yo deseo ser”, uno se involucra en estas vidas que se consideran paralelas.
Leonard Bloom es un caminante en una ciudad y es su cabeza la que convierte en ficción todo ese recorrido, eso estimula los sentidos y así el Ulysses, antes reservado sólo para el viajante, el asesino de bestias y engañador de reyes, también se hace medicina para el hombre común: las esquinas, los carteles, los ratones que se escurren por las alcantarillas, todos ellos tienen un motivo. Los muros, los bebedores de Dublín y Stephen Daedalus se convierten en la literatura de los días pasados. La literatura inunda el presente.
En la televisión, mientras tanto, Seinfeld y Constanza se alimentan mutuamente de las probabilidades, de contemplar caminos alternos a las fórmulas ya establecidas y buscan, súbitamente, riéndose de sí mismos, romper las reglas de convivencia. Pero la risa dura poco tiempo porque siguen dándose cuerda hasta las últimas consecuencias. Lo gracioso de lo inevitable. Se convencen mutuamente de que “tal vez ellos sí tienen el derecho de romperlas” y a través de su arrojo, su neurosis, hacen imaginar al espectador las diferencias en la fórmula, en los contratos sociales.
En Ciudadanos de la Tierra encontré una fantasía poco común pero sólida, interesante. Claro, igual que Earthbound, no resiste la tentación de convertir la urbanidad en otra cosa (poderes psíquicos, una conspiración extraterrestre), pero el inicio igual es increíble: ¿de verdad quieren que use al vicepresidente de la tierra para golpear protestantes y cazar ratas de un departamento? El juego tiene pensando en cómo usar los poderes de la profesora de yoga para mejorar las habilidades verbales del vendedor de autos usados y las burlas de la mascota del equipo. Jerry Seinfeld haría una de sus caras, es cierto, pero luego de reírse no hace daño recordar que una imaginación fértil puede transmutar incluso lo aburrido, las piedras, lo imposible.
La escuela de los opiliones. Publicado originalmente en La Jornada Aguascalientes.