He comprado unos guantes térmicos porque no soporto el frío. Una sorpresa más; no estoy dispuesto a soportarlo, no tengo energías para ignorar el clima y ceder la molestia a los genes bárbaros que tengo (no quisiera echarles la culpa, después de todo, fueron demasiado amables conmigo durante 35 años). Normalmente me calentaría las manos soplando o frotando, escribiendo como si fuese un ejercicio one-two-three, pero no quiero pelear. La secuencia determinó que tendría un tumor en el pecho y mi voluntad está enfocada en deshacerme de él, solucionarlo si es que tiene solución.

Escribí hace poco sobre el cuerpo y llegué a una de esas verdades obvias pero que solamente son claras cuando las pones en secuencia: el cuerpo ha determinado su propio final desde el nacimiento mismo; las hormonas, el cerebro, las proteínas harán lo suyo y eso es inexorable, ya está programado; la aceptación es vital para seguir adelante. He comprado unos guantes porque puedo detener el frío de las manos. Lo demás, el resto de la vida, depende de procedimientos médicos y una voluntad necia, de una biología traicionera, de misterios que ignoro por completo, de una tenacidad enfocada en hacer lo posible para retorcer o enderezar el destino manifiesto del cuerpo.

Biopsia

Tengo una cicatriz en el cuello. No soy vanidoso (no de ese modo), incluso me daría gracia en circunstancias normales, pero estoy muy cansado. Me abrieron el cuerpo y después de eso, ya curado de los analgésicos y la anestesia, no dejo de pensar en la comida, en el cansancio, en mantenerme lo más funcional posible mientras trato de entenderme otra vez. No sólo físicamente, pero hay nuevos ruidos en mi cabeza. Paso momentos donde tengo que suspender mi vida y traducir un ruido blanco que escucho constantemente: cuánto duele, cuánto frío hace, de qué sirve. La primera noche, en casa, tuve una pesadilla y no pude dormir en el resto del día. Después empecé a dormir en los sillones con una facilidad envidiable, como un muñeco abandonado, y cuando despierto, me convenzo de que estoy tratando de recuperarme y que puedo “poner-en-orden-las-cosas”. Suspendo la vida unos minutos porque escucho el ruido y tengo que traducirme: cuál dolor es verdadero, por qué ya no me entiendo, qué sigue. La perpetuidad de arreglarse a sí mismo. Pronto me doy cuenta que no estoy luchando contra enfermedad alguna, sino su diagnóstico.

La risa del cerdo

Escribo una nota en algún lado: no te haría mal ver a un psicólogo, pero después, después. Subrayo: confío en los médicos y en la ciencia, confío en los procedimientos y la paciencia, confío en las estadísticas y los accidentes, confío en los caprichos naturales del cuerpo. Procuro no escribir de esto porque no quiero sumergirme en ello, pero a veces es inevitable y prefiero hacerlo para no dejar que el ruido se distribuya. Ojalá pudiera comprar unos guantes para ello. Nadie escribe como terapia, yo nunca lo haría. La escritura durante la enfermedad es un infierno. Pero qué se le va a hacer, confío en que mi cabeza está haciendo todo lo posible por salirse con la suya.