Cicatriz: el médico preguntó si tenía problemas con que hubiera una cicatriz. Será visible, dijo. Legalmente, supuse, está obligado a hacer la pregunta. O quizás es una ceremonia, un rito de iniciación, un aviso para los cobardes y luego vienen los urgentes y largos convencimientos; es por tu bien, es necesario, es destino. Son esos genes chacales que tienes, los bárbaros teutones, pienso brevemente. Ningún problema con la marca, dije. #Dante2018, el aviso de la puerta en los infiernos y arden Ulises y Diomedes. Qué ridículo, cualquier pequeña tribulación y qué fácil la comparación con el infierno. Se abren los suelos o una raja expone los músculos cercanos al cuello. Los tumores, uvas que están creciendo dentro del cuerpo, un pequeño árbol de la fortuna; se requiere una cicatriz para que alguien más pueda comprender su gloria. No es nada.
Silbidito: en estas visitas a la CDMX, he tenido el placer de dormir al cobijo de los silbiditos cabrones, los tonos del barrio que llueven sobre la noche. Ya extrañaba los avisos de los animales nocturnos, las preguntas de los carnales lejanos que se hacen en dos o tres tonos, los insultos aventurados entre los vecinos y claro, el canto misterioso de las lechuzas que ponen sobre aviso a las buenas gentes de que ahí viene la tira, que es mejor esconder las cosas (la cámara, la pachita, la merca) antes de que lo desaparezcan a uno. Ojalá te encuentren, Marco Antonio, sólo un silbidito de tantos que hay bajo la tierra. La insoportable expectativa de las pequeñas esperanzas.
Quirón: por culpa de Dante y su persistente aparición en las redes sociales, tengo la impresión de que me encontré con Quirón, uno de mis centauros y médicos preferidos. Un hombre-animal sabio tocó mi cuello, miró mis pupilas y dio un largo discurso sobre la bondad de la fe y el cáncer. Cree en lo que debas creer. No es panacea, es placebo y Virgilio me jaló de las mangas para mirar por la ventana de un purgatorio alentador. Me gustaría decir que aprendí muchas cosas de aquel hombre y que he renovado mi fe, pero sospecho que soy el mismo de siempre, decidido a no tomar una actitud precisa y guardarme el estómago para otro mole. Aunque la suerte no está echada, la decisión sobre la propia vida, la piedad del ocio y de la prosperidad, es un capricho misterioso del cuerpo que se originó hace tantísimo tiempo, incluso antes del esperma y del óvulo. Quizás es momento de aceptarlo: el cuerpo ha decidido su inicio y su final antes de que tú lo sepas. Lo único que puedes hacer es navegar y Ulises, después de la ira de Poseidón, según Dante, está ardiendo. Grandes esperanzas: el regreso es posible, el pecado está en no hacer lo posible por regresar del viaje.
Jorobitas: recuerdo de mi madre; contaba a mi hermano historias de un muchacho cabrón para antes de dormir.
Jorobas: he visto dromedarios en la sala de espera, animales encerrados antes de regresar a sus rutinas domésticas. Tienen una o dos jorobas, el cuerpo ha calcificado las tragedias, o saltan como locos con una sola pierna y no puedo evitar un chiste de tullidos. Algunos compañeros de establo andan encorvados, estatuas de ruina y de un hospital cansado, mientras que otros tienen los ojos de un animal espantado; imaginan de antemano el impacto del vehículo que los va a matar, como si Satanás de verdad estuviera cazando sus almas buenas y nobles. Las enfermeras, alpacas felices, no pueden resistirlo y corren a ver a los bebitos extraviados en la sala y una de ellas llama a otra, y otra más, se llaman a silbiditos, y se reúne un bosque alrededor de un bebé para proteger la vida, la esperanza de la nación, el futuro de la patria antes de que le cuenten historias de fosos, de gobiernos corruptos, de aguas locas que curan el cáncer. No traigo libro, no voy a leer al mamón de Deleuze en el hospital, pero estoicamente sostengo mis papeles y admiro la puerta del consultorio como una antesala del humor, la resignación, la última verdad. Todavía no sé cuántas jorobas traigo pero también soy un animal: espero, rumiante, a que alguien indique cuál es la puerta de salida.