El optimista cauteloso: un hombre camina sonriente por la calle, pero no demasiado, no vaya a acercársele un accidente, o un indigente le pida unas monedas o gracias al viento del oeste y del este, no vaya a caer sobre sus palmas abiertas el boleto ganador de la lotería. Vive de esperanzas mediocres. Quiere abandonarse al sol sonriente, quiere tirarse al abismo de luz y bañarse de todas las bondades que imagina, abrazarse al amor infinito de los múltiples dioses esculpidos en su memoria, en la melancolía, en el futuro soñado; pero no puede hacerlo del todo porque una voz lo detiene, esa voz que siempre ha tenido a bien decirle cómo funciona la realidad, de qué trata la vida, la voz robada de los padres, de un amante inolvidable, de los hermanos o de un amigo de la infancia; el optimista cauteloso pone los frenos necesarios para conservarlo cuerdo y no quijotizar penosamente su vida. ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Presidente, militar, policía, vaquero, escritor. No seas un imbécil. Perteneces aquí, eres un engrane, no todo es tan dulce como lo imaginas y somos una perversión, un teatro. “Entonces”, piensa cuando se despierta, todavía vulnerable, “Dios mío, por lo menos déjame en paz”.
El risueño imbécil: de las numerosas bondades que he descubierto gracias al tumor instalado en mi pecho, una de ellas son los súbitos cambios en la voz y en la risa. Si el tumor gira y oprime un poco ciertos canales, mi voz se agrava y mi risa se torna inestable y porcina. Sí, río como un cerdo. Entonces escucho mi propia risa y pienso: “vaya, ahora río como un imbécil” y luego pienso: “me he convertido en uno de ellos”. Eso me da más risa y brevemente entro en un ciclo de felicidad. Soy mi propia trampa.
El loco sifilítico: el narrador sin nombre de Dear Esther sube las escaleras para verse con su destino y mientras lo hace, cambia su tono de voz. Ya no habla como un hombre tranquilo o nostálgico; se han terminado sus analgésicos, se ha sumergido en su propia locura y habla de Donnelly, de Esther, y del remordimiento, pero es uno especial, un remordimiento puro. No lamentamos, precisamente, lo que nunca pudimos hacer (viajar, leer, reír) pero lo que dejamos de ser (ya teníamos un viaje, ya teníamos nuestros libros, ya teníamos de qué reír (oink): el remordimiento es la imagen de nosotros, mientras leemos en un amplio jardín y nos cobija la sombra de un árbol, los dioses del tiempo y de la muerte están sentados a nuestro lado pero no hablan (el final se ve tan lejano). El narrador sin nombre promete reuniones en la fogata, alcohol, abandonarse al frío pero a los ojos de las personas amadas. Si ellos te abrazan en tus últimos días, si puedes imaginarte rodeado de aquellos lugares donde amaste la vida, entonces dejaste de ser un optimista cauteloso para simplemente ser un imbécil puro, pero uno feliz.
El astronauta desolado: Mayor Tom se abandona a su naufragio inevitable, pero sigue picando botoncitos para hablar a Control. Sigue hablando a Control.
El pragmático inmamable: la realidad es aplastante. No, me equivoco: la realidad no aplasta, simplemente se extiende, se abre y descubres la apertura del mundo. Tu propio cuerpo está limitado a sus reglas, pero el escenario donde se desenvuelve es interminable, vasto (quizás no es interminable pero, enfermo o no, nadie tiene vida para explorar todas las variantes de vida posibles. No te sientas mal). El cuerpo está comprimido y de eso el mundo no tiene la culpa. Camino por el mercado y los verdes de las hierbas trozadas abordan la nariz, las marchantas se ríen como puerquitos y los diablos chiflan para no atropellar a nadie. No hay nada más amable que la verdad: todo continúa, la normalidad es asible y dios te ha dejado en paz, porque en realidad nunca ha estado con nadie. Al menos no el día de hoy.