Argos: Odiseo es un héroe oscuro, manchado de sangre y desgracia, y el primer signo de su estrella cuando ha regresado a Ítaca, es la muerte de Argos. Su mascota, gracias a un universo poético, creación de voz, ha envejecido sobrenaturalmente para morir a los pies de su dueño, el vagabundo de los dioses y las décadas. Es una muerte muy dolorosa, pero también breve. El propósito de vida de cualquier perro se reduce a una cosa: ser el compañero. Un perro vive tantas vidas como su dueño. Esto se ve interrumpido si son abandonados, o encerrados en una azotea. Argos perdió su propósito, lo menos que pudo hacer fue morir sobre las sandalias de su dueño (a quien reconoce a pesar de los andrajos. La nariz, a diferencia de los ojos y la voz, nunca engaña). Jamás sabremos si lo hizo como un último acto para darse un propósito o como un recordatorio de la naturaleza de Odiseo: el tramposo, el conman, el traidor.
Pitol: me cuesta recordar el nombre del perro de Sergio Pitol en El arte de la fuga; sé que me conmovió, porque mal recuerdo que narraba de la vejez y la inexorabilidad de su mascota y todavía tengo ese remanso de tristeza cuando pienso en él. La sinceridad de Pitol en El arte de la fuga es envidiable, no tiene miedo de ser vulnerable y hablar de sus relaciones con el arte, la traducción, la escritura y sus roces tan escabrosos con México y su política cultural. Pienso, hasta cierto punto, que se mostraba como un cobarde que se fugaba constantemente y en la huída encontraba su propia redención: un polaco nuevo qué traducir, por ejemplo, o un cuento qué escribir. El arte de la fuga es un elogio a la huída (y un testimonio al trabajo, pero eso es ocurrencia mía). No tiene caso quedarse a morir y practicar el oficio de mártir cuando en la desesperación o la lucha de la salvación propia, o al menos escapar de lo imaginado gracias a la neurosis propia del cobarde, puedes descubrir otros secretos del mundo.
Motita: un perro gordo y orejón sonríe a la cámara. Su voz lacónica, en contraste con su bailecito ridículo, expresa: “Soy feliz”.
Hachikō: todos saben la historia del perro leal, también encarnado en la memoria de Seymour (el perro de Futurama) y sabe cuántos perros más. La romantización de la lealtad, la exacerbación del martirio hasta convertirlo en legado y hasta en símbolo nacional. Prefiero pensar en Argos cuyo ladrido poético (guau) es lo suficientemente ambiguo para no aclarar si estaba esperando al maldito Odiseo. Argos se hubiera fugado o, si hubiera encontrado un compañero digno en el país de Ítaca, habría cambiado de giro: perro ovejero, de guardia y protección, de perrito cirquero para morir en la nevada o por proteger a su chamaquillo artisto ambulante de los lobos; pero es mala idea enojar a los dioses porque todos sufren, hasta los perros de uno. Hachi es otro tipo de perro (pero que también cumple su propósito: el compañero), uno entrenado para dar un largo de paseo rutinario, el cual también era un descubrimiento y una aventura. Hachi es la comprobación del tiempo herido, la memoria distorsionada de los animales. Un día desaparece un hecho vital de la rutina y te quiebras; qué otra, sigamos repitiendo hasta encontrar la huída de este mal sueño. Hachi murió de cáncer terminal y de un gusano en el corazón. No es broma. Argos, gracias a la piedad de la ficción, murió de viejo.
Droopy: nadie sabe qué le pasó a Motita, ahora abandonado en las estanterías de las caricaturas viejas. Pero, dicen, es feliz.
Fújur y Gmork: el dragón blanco no es un perro pero dile eso a la Warner Brothers. Hasta se rasca las orejas y pone los ojitos blancos como animal de contentillo y placeres. Un perro-dragón pulgoso, hay que pensar en ello cuando algún defensor de la fantasía se ponga pesado. Pero, pensándolo un poco, los ejecutivos de Hollywood crearon por accidente un contraste (o quizás solamente lo hicieron evidente) entre ambos animales fantásticos, guías del camino luminoso y oscuro. El dragón blanco y el perro negro. Uno es la suerte, guardián de fantasía, aura del deus ex machina y el otro es el behemoth de la desgracia, la ruina y la risa de garganta herida. Gmork, emisario de la mentira y la nada, es encadenado como Fenrir para recibir su castigo tan pronto ocurra la desaparición de Fantasía. Fújur, sin embargo, se ha convertido en el símbolo canino de La historia interminable en una que otra reedición del mismo libro… pero también está ahí para guiñarte el ojo, descubrirte una salida: la fuga.
Killer: tomo muy en serio mis sueños de perros. Todos los anoto porque pienso son un rompecabezas de un mapa más grande, la verdad que siempre he estado esperando. El perrito blanco, mi animal guardián, de vez en cuando regresa de su tumba y me descubre un agujero por el cuál podemos encontrar un camino imprevisto, un jardín de las delicias o un callejón con huellas de sangre que ha secado (décadas atrás, décadas). Ladra con su voz descompuesta, su boca chueca por los colmillos faltantes. Has envejecido perrito, le digo. Hemos envejecido. El animalito no entiende; se va corriendo, salta entre los matorrales como un conejo blanco, memoria de otro muerto, y yo lo sigo como puedo. Quién lleva a quien. No despierto, aún no.