Hablemos de los números: un coctel de quimioterapia cuesta alrededor de unos 25,000 pesos (a veces puede ser más barato y en hospitales privados definitivamente son más caros). Son dos cocteles por ciclo: 50,000 pesos. El tratamiento del Hodgkin suelen ser seis ciclos y tres de consolidación. 450,000 pesos. Consulta con el especialista: 5,000 pesos. Dos consultas por ciclo, tenemos un total de 90,000 pesos. PET Scan: 23,000 pesos (dos o tres durante el tratamiento). TAC: 7,000 pesos (cuatro o cinco durante el tratamiento). Estudios de sangre: 500 pesos (dos por ciclo). Curarse de un Hodgkin amable, es decir, que no sale de la norma, puede salir entre unos 700,000 – 800,000 pesos. Una deuda locochona de 100 mil varitos al mes. Si sale de la norma o si eres un estado más avanzado, creo que el costo podría subir un 30% o 40%. Si te cayó el rayo, ojalá tengas seguro.

Yo, en otras circunstancias, si todavía trabajara en publicidad de freelancer, por ejemplo, tan pronto me hubiera enterado de mis tumores habría decidido curarme con aromaterapia de cigarrillo y bourbon. Sería ese nefastito que retrasa la vida de todos en metro Copilco porque se tiró.

Cuando supe del Hodkgin, calculé los costos y pensé: “esto es imposible”. Pensé: ¿por qué no hay un organismo para retirarse de esta vida con algo de dignidad? ¿Por qué uno debe considerar comprar un arma o tirarse del piso más alto para dibujarse en el pavimento? ¿Por qué no tengo opciones para abandonar bien la vida mientras estoy lúcido, sano? ¿Por qué para abandonar este mundo en mejores términos debo esperar hasta cumplir 120 años, me reciban en Suiza y me den una paz definitiva? Mis preguntas, quizás debo explicarme, son sólo una vertiente de las muchas que contemplé en el momento, la mayoría de ellas, sobra decirlo, con miras a sobrevivir y seguir perdiendo el tiempo en videojuegos, rompecabezas y libros. Cuando supe de la enfermedad y empecé a actuar para su resolución, me di cuenta de la cantidad de cosas que tenía a mi favor: no estoy solo, mi cuerpo está joven, mi cuerpo está sano, estoy asegurado. Bendito sea.

Sin embargo, mientras estoy en la sala de quimioterapia, es difícil no compararse con los otros pacientes y verles sus caritas contenidas, pero empapadas, de terror y tan similares a la mía. Ningún Netflix te salvará, mijo. Mi tratamiento es extra largo, suelo permanecer dos o tres horas más que otros y a veces me toca verle las caras a dos tandas de pacientes. Cinco, seis horas, que se me van en lectura o en verle las piernas a las morras de vestiditos cortos del Sabadazo (mi deseo todo flojo e inservible por culpa del tratamiento, además) o escuchar a la señora del reiki explicar a un pobre ingenuo que uno se muere y ya. Me chuté toda la boda real, cómo ven, comentario anexo de las enfermeras quienes sabían de pe a pa los meollos de la realeza. Ese día aprendí sobre la sucesión del trono y los dislates de Charles. Cómo no iba a escribir ciertas consideraciones sobre la muerte. Veo a los viejos siendo inyectados y me pregunto si debería quejarme, si realmente me está doliendo o debería cerrar la puta boca. Pienso: ¿por qué no iba a luchar si soy más joven que ellos? ¿Por qué no iba a poder, si tengo treinta o cuarenta años menos y toda esta gente no ha perdido la cordura?

Quizás porque los que enloquecieron se fueron a otra parte.

Los psicólogos guapachosos te abren las puertas a su consultorio y como enfermo de cáncer, eventualmente te dicen: “amigo, tú no eres el cáncer. El cáncer no te define”. Repite conmigo: tú no eres el cáncer, eres un guerrero luminoso, eres el brujo de los brujos, eres uno de los sabios promiscuos que poseen la séptima verdad del mundo, el avatar genéticamente corrompido de algún dios dormido. Cállate la boca y deja de musitar pavadas, balbaleón. El cáncer sí te define, arrasó contigo, eres cenizas y polvo y huesos triturados y dolidos y los tumores permanecerán sobre la tierra porque el tiempo no puede destruirlos con la velocidad que se ha llevado tu cuerpo.

Quizás soy yo y mis hermosos mecanismos de defensa, pero pienso que es más sano darse cuenta que la enfermedad te ha tomado y eso apresura los engranes metafísicos de la mollera y el espíritu para dejarla atrás y mantenerla a raya cuando, ups, se te olvida que está ahí. Ni me he curado, pero aquí estoy ya, aceptándola por el bienestar de mis hijos (cuáles, por cierto, el tratamiento muy probablemente me ha dejado estéril, ni semilla tengo para repartir al mundo la potencialidad de mi guapura y mis piensos). Por eso he escrito esto y por eso escribí las entradas pasadas. Sería ingenuo e irresponsable cegarse a cierto punto de tu vida que te puso a hacer cuentas, no sólo monetarias, pero también metafísicas. Cuánto debo y a quién. Quién me quiere y a quién rompí. Cuántos dolores más debo soportar en estos brazos antes que me den permiso de salir a dar una vuelta e ir por los cigarrillos.

Escribo esto a unos días del suicidio de Anthony Bourdain, un hombre que siempre me pareció lúcido, crítico sobre su situación y su entorno. Así se vendía, así lo he comprado. He leído una tremenda cantidad de artículos que se referían a su depresión. ¿Será? El suicidio de Bourdain, supongo, dice más de nosotros que de él. No hay nota, no hay explicación satisfactoria, Bourdain es la cara de un intelectual escogiendo la salida fácil. Es fácil suponerlo, convertirlo en nuestro héroe roto: debió suicidarse porque se deprimió. ¿Será o nos da miedo verlo?

No tengo 61 años, tengo 36 y una esposa, y un perro, y un proyecto de lectura demasiado grande, y por eso siento una gran responsabilidad para salir de este embrollo (quién diría, no se quiere morir porque no ha leído todos sus libros, chamaco). Si tuviera la edad de Bourdain, sin embargo, y me hubieran descubierto que tengo Hodgkin, o algún otro cáncer, entonces habría sopesado seriamente la opción b: me voy por los cigarros al monte, a buscar el fuego de mi carnal, el tlacuache. Si me lo hubieran dicho a mis 70, ni siquiera estaría a consideración: suicidio seguro sin eufemismos bonitos. Me duelen las manos mientras escribo esto, así como me han dolido toda la semana, pero considero justo escribirlo porque no todo son buenos deseos y el you-have-cancer-but-feel-good, también tengo una esperanza genuina de que en un futuro, veinte o treinta años, existan mecanismos que ayuden al alivio de los enfermos que no desean pasar por todo tipo de dolores y angustias que cubren un amplio espectro de escenarios vitales que pueden ser económicos o físicos. Aceptar que una finalidad es posible. Pero, quizás, pido demasiado: el cáncer es la humanidad vacunándose, el cuerpo contra el cuerpo, y, a su vez, la humanidad espera tanto de sí misma que es impensable que un miembro de la especie la abandone sin delirios dramáticos y narcisistas. La vacuna de la tristeza, el abandono como una viabilidad.

Vivo porque anhelo la amplitud de la vida y sus posibilidades. Desde aquí, 36 años, todavía me creo la ficción de que puede extenderse, puede ser el boleto en blanco a un país luminoso. Sí, claro, la rolita de Telcel puede ser interrumpida por una infección fulminante o por una trombosis sorpresiva gracias a la muerte roja pero oiga, tampoco voy a preocuparme de lo que no puedo manejar. Si esa posibilidad estuviera reducida y la esperanza fueran unos pocos años para rumiar cuánto me dolió y cuánto recuerdo que me duele, con su permiso, también me gustaría decir adiós de la mejor manera posible. Despedirme en términos más dulces. Después de todo, y eso puedo decirlo desde ahora, he destrozado cuanto quise e hice lo mejor que pude. Sea cual sea la resolución, el destino; el trayecto no estuvo nada mal. ¿No lo ven? Hasta me las ingenié para poner un punto y coma y ciérrele ahí.