La segunda vez que me intenté suicidar a los doce años fracasé miserablemente (hola). Este es uno de los pocos temas que tenían un límite en mi vida al momento de escribir alguna nota del blog, algún ensayo o incluso alguna ficción. No creo tener cuentos de suicidas y si parecen serlo, creo que será mejor decir la verdad: en realidad fueron asesinados por una fuerza sobrenatural. No hablaba del suicidio no sólo porque vivo mejor con mis reservas, mis prudencias y mis secretos; pero también porque me gustaba tener ese control. Guardarse algunas cosas en la caja no hace mal. Por lo mismo, sólo les contaré que alguna vez lo intenté sin dar muchos detalles. Nadie tiene por qué conocerlos y si alguna vez preguntan, diré alguna mentira. No es en vano que en Panteón de plumas negras haya un capítulo llamado Los suicidios imposibles de Cuervo.

Pero tengo cáncer (o lo tuve, todavía es pronto para decirlo, pero me gusta pensar en esta enfermedad como cosa del pasado) y una experiencia así reordena todo tipo de cosas en la cabeza, y también en el corazón, y quizás en aquello llamado alma, esa hermosa y última posibilidad para perpetuar una vida con sólo el pensamiento, y la felicidad, y nuestros deleites preferidos (mira, un cielo de donitas). También es pronto para hablar del resultado, no tengo un mapa preciso de la ciudad homúnculo que está formándose después de un largo viaje (alzo la copa a Auden cuando habla de Yeates), pero qué otra. No es como que me falte el buen humor para verme los dientes caídos, el cabello perdido y la verga flácida. El resultado también es irremediable y lo único que puede hacerse con ello es reírse y tomarse otra y una más.

Si debo ser este monstruo, está bien.

Mis genes son un juicio y el testamento. Todo este viaje malsano derivó y conjuntó una progresión de desgracias, viejas y nuevas, las cuales también tuve tiempo de procesar y rumiar mientras esperaba las horas en algún reposet a la transferencia de los químicos. Algunos se aprenden los nombres de los mismos y los recitan a la menor oportunidad porque son raros, pegajosos y no tienes otra que hacer. Te retan a morir cuando estás ahí sentado, pero no cuentan con que algunos viajes internos están llenos de libros, y de melancolía, y de ira. Apreté los dientes, no lo duden, todo el tiempo apreté los dientes y me imaginaba como un viejo cascarrabias tomando muy serias decisiones sobre qué hacer con la vida cuando saliera a flote o fracasara definitivamente. Viví mi propia película de Terry Gilliam mientras miraba las gotas caer en la intravenosa. Era un hombre muy escandaloso por dentro.

Pero divago: si algo pensé durante todo ese tiempo sentado, y en este viaje extraño, es en aquel mocoso de doce años y la extrañeza de su decisión. Ahora tenía en mis manos lo que quise alguna vez, algún dios me hizo caso —veinticuatro años tarde, pero oye— y me dio la oportunidad de dejarme ir.

Por alguna razón estaba convencido de que al menos tenía que intentar “no irme”. Hacer la chambita de la supervivencia.

No diré que me mantuvo cuerdo y decidido, animado y echándole ganitas, el amor a la vida (que me ha dado tanto, me ha dado estas flores y me ha dado este llanto, y las ganas de comerme ese rabo porque también soy un marrano), eso sería una mentira. Quizás estaba enojado. Estaba enojado con mi familia, estaba furioso con el asesino del mocoso al que mataron en mi casa, estaba enfadado de cierta acumulación de errores, fracasos y pérdidas en asuntos que me eran ajenos pero me tocaban porque fui una excelente escupidera. Obviamente también estaba enfadado con dios, con el Quijote y con una larga lista de enemigos personales, invisibles y tangibles por igual cuya —sí, adivinaron— enemistad podría remontarse a mis doce años.

En La larga marcha hay dos personajes, uno de ellos se llama Peter McVries, quien promete sentarse cuando esté finalmente cansado y el otro, quien empecé a recordar con una insistencia casi animal y obsesiva cuando antes me parecía idiota, se llama Gary Barkovich. Los otros personajes susurran a espaldas de este último, dicen que ganará la carrera porque el odio es su combustible, el odio lo mantendrá andando incluso después de muerto. Lamentablemente debo confesar que ambos caminos fueron un consuelo: uno, la oportunidad de abandonarse y dos, seguir de pie por puro odio. Así que empecé a odiar cosas por diversión, empecé a rumiar e insultar porque no quería sentarme, como McVries, y tampoco creí que el amor a la vida y vagabundear me fueran a llevar a la meta, como a Garrity. Me resigné: en este momento de mi vida debía ser el imbécil de Gary Barkovich.

La primera vez que intenté escribir esto lo hice en la sala de espera de radiología. Era mi tercera consideración sobre la muerte, pero después lo taché y lo llamé primera consideración sobre la vida, y después me reí de todos esos sentimientos artificiales e impuros. En realidad era mi mate del bufón. Empezaba el texto platicando de una campana para anunciar la última sesión de radioterapia la cual está en el hospital. Al sujeto que toca la campana le ponen una corona dorada de cartón y se siente obligado a dar un discurso mientras su familia reparte dulces como especie de agradecimiento y compañerismo. Falsos reyes por un día. Hablan de dios, de la fortaleza, del guerrerismo luminoso y sí, al final, todos se quiebran y dicen: “hay que echarle ganas”. El chiste de ocasión se convierte en un bastión para la vida. El horror.

Tampoco es terrible o inexcusable. Después de todo es el momento preciso de tu posible regreso triunfal a la civilización y hay naves que no se queman incluso después de ciertas desgracias. Sientes pena, quieres decir algo bonito porque aprendes a reconocer a la gente de ahí, se hacen tus carnalitos de tumores.

Siento un poco de tristeza y un extraño alivio: si yo hubiera tocado la campana, además de regalar mazapanes porque son el mejor dulce del mundo, quizás habría dicho amablemente a todos los presentes que los odiaba. Qué magnífica oportunidad: todos quebrados por excesos de piel, de biología, doblegados por una misma enfermedad. Cuánta sabrosura. Pero no pude hacerlo; no sólo fue la cobardía pero también el enfado. Qué haces después de un desplante así, imaginar las excusas y luego las caritas de conmiseración de un conjunto de rostros cenizos, en las puertas del inframundo: “este tipo ya lo perdió, se había tardado. ¿Por qué no te quebraste antes hijo de perra?”.

Sí, aprendí cosas de esta experiencia. No vayan a creer que no. Uno está obligado a aprender y darse de lecciones morales cual topes en la cara contra el muro. Es igual de fácil decir que uno sobrevivió por el amor a la vida que por odio a la humanidad (y malagradecido: sobreviví por quién me quiere, por quién me quiso y por el hospital y por los químicos). Estas cosas suelen terminar con una larga lista de recomendaciones para quien no ha vivido algo similar y digan: “órale, qué chipocles, hay una lección, esto sí lo voy a entender”. Pues ahí les va: no pierdan el tiempo en lo que no les gusta, lean porque esta actividad continúa siendo uno de los alimentos intelectuales más económicos y hermosos que existen y si sobreviven, aprendan cosas, sean furiosamente curiosos y reconozcan cuán diminutos son; es el solaz perfecto que nos ayuda a sobrevivir no sólo al tedio pero también a las desgracias que empiezan desde los doce, o desde los quince, o desde los veinte y perpetúan sus estragos hasta hoy, hasta mañana, hasta el día en que estás sentado y sopesando lo bueno y lo malo.

Por cierto, aquella campana donde los festejados tocan para anunciar su última sesión, la que posiblemente salvará su vida, tiene en su tope un tecolote. Quien la puso no es nada supersticioso u odia tanto a la humanidad que ya sabe expresarlo con sutileza e inteligencia. Admirable.