I

Mi sexta nariz huele el mar. El olor a sal afecta a una de mis dieciséis extremidades. El temblor del tentáculo es apenas controlable pero es mejor ignorarlo. Si trato de detenerlo entonces terminaré bañado en sudor, en mis propios flujos y el olor podría alertar a los otros. Odio el hedor de la costa, el calor es insoportable, pero siempre ha sido así. Nota mental: consigue un cuchillo para deshacerte de lo que sobra, lo inútil o peligroso del propio cuerpo. Qué mala suerte. Aquí un cuchillo seguramente vale una fortuna.

Pensar es estéril. Debo seguir. Mi única esperanza de regresar a mi palacio en el otro lado es comprar algún animal en la feria del cerdo.

La totalidad de mi cuerpo gira conmigo. Los pelos caen en el camino pero en unas horas crecerán nuevos y todo habrá mejorado. El pelo es muy importante porque detiene las frecuencias, eso se sabe, pero lo repito porque mi octavo ego necesita de repetición para no olvidar verdades esenciales. Eran tiempos maravillosos cuando se vivía con un sólo ego, pero pensar es estéril, ¿no lo había dicho ya? Pienso demasiado y corro el riesgo de dormir varias edades, quizás adelantar la hibernación.

El asfalto quema y me repele igual que el olor desagradable de la costa. Pero es mejor andar en carretera. Sabrá Dios qué animales están cazando esta tarde y soy algo vulnerable porque estoy mudando. El pelo es importante en estos días, vital para sobrevivir al tiempo y los depredadores. El cuchillo saldrá en una fortuna pero es una buena inversión, debo ahorrar para comprarlo, además lo voy a necesitar para el cerdo.

En el camino me encuentro con una muchacha. Tiene dos de las cinco piernas vestidas con medias de seda rojas y la simetría de sus muslos gordos es un deleite. Usa un labial oscuro sobre sus labios gruesos. Las tetas están cubiertas por telas y parches y piel vieja. Se ve bonita. Parece que carga a un bebé, pero no puedo verlo porque lo protege con sus protuberancias maternales en la espalda. Su crío huele a leche materna, y huele tierno y rico. Es su hijo o su cena.

–¿Sabes si ya comenzó la feria del cerdo?

La muchacha me dedica una larga mirada. Sus ojos la delatan. Evalúa si soy una amenaza pero al fin se decide por ser curiosa y no huye. Habrá escuchado decir que sólo los tontos y los desesperados van a la feria, pero ignora que también los reyes lo hacen, sí, maldita ignorante. Su boca muestra unos dientes afilados. La otra responde:

–Empezó hace diez días y no han dado fecha de cierre. ¿Te alcanza para comprar una pata? Con ese dinero te haces de un espacio en la costa. No se vive mal ahí. Hay turistas para comer todos los días, eso dicen.

–Qué va. Debo ir hacia allá. Necesito probar suerte aunque no tengo dónde caerme muerto. ¿Sabes? Vengo del otro lado.

–No se nota, extraño. No me gustan tus ojos. No te acerques a mi niño o te rajo los huevos. Veo que todavía los tienes.

Me río.

–Vete en paz. Mi hambre no es tanta y no quiero arriesgarme con tus colmillos. A mí no me sobran.

Cada quien agarra su camino, en este lado es muy común hablar y amenazar a los extraños. También es común comerse a los niños y después parir una camada de diez para que se lo coman a uno. Somos arañas, en nuestras patas están nuestros hijos, nuestro cerebro son nuestros padres. La telaraña son las hojas de un árbol genealógico compuesto de vísceras y deshechos. La biología es un libro que resguarda una memoria de sangre y de hambre. La miro irse. No sólo el niño olía rico, pero toda ella. El vaivén de su culo me recuerda tiempos mejores. El hambre es una cosa extraña: ya no acaba, jamás se acaba, y uno puede vivir décadas con el estómago vacío. La cantaleta del famélico. Una mosca interrumpe su vuelo y descansa sobre mi sexta nariz; la única que sirve.

II

El cerdo no es una solución mágica. El animal es un inicio para un largo proceso que quizás me regrese a mi trono. Es una apuesta porque de otro modo, la alternativa es el vagabundeo errante y perpetuo, el olor a sal y el calor del asfalto, y ya me cansé de estos olores. Comer los niños de muchachas con medias de seda rojas y labiales oscuros para sobrevivir eventualmente pudre el alma. Por qué rodar por el mundo un tiempo indeterminado, rasgando piel y reventando nuevas pústulas en la piel, cuando existen lugares donde se puede descansar sobre almohadas y pétalos de rosa y esperar una muerte final, mientras olvidas todos los dolores, sin atravesar más puertas o delirios metafísicos.

Un ego interviene y dice lo obvio y lo cruel: comprar un cerdo en la feria no garantiza nuestro regreso a vidas mejores. Allá era respetado como a un rey: tres esposas, veintidós hijos, cien propiedades y una respetable cantidad de subordinados. Sería una suerte que todo lo mío se haya mantenido intacto y no lo hayan robado, ejecutado, violado hasta quitarle persona o dignidad o peor aún, embargado para empaquetarlo y olvidarlo en una bodega. El gobierno es un animal eterno, el hambre de todos nosotros que todavía vive a pesar de las décadas, el hambre y las muertes. No lo dudo: algún diputado, analfabeta funcional, tira del pelo de uno de mis hijos mientras se lo coge como a un perro. Pobre de mi niño pero algún día debía de aprender. Culos y vergas, y las ganas de joder, todo eso también sobra en el otro lado pero al menos ostentamos los modos de gente civilizada.

Es una vida mejor, una vida mejor.

Mi padre fue quien dijo, hace muchos años, que buscara un cerdo si alguna vez era exiliado por mis crímenes. Aconsejó que consiguiera el más barato para engordarlo con la carne propia, según la historia siempre nos ha sobrado la carne, y luego sacrificarlo para freírlo y venderlo. Mi padre, un hombre sabio, me hizo memorizar todas sus recetas si alguna vez la desgracia caía sobre mí o mi familia. Ya estoy en camino, cumpliré con la memoria de nuestra familia. Imagino a los cientos que harán fila para comprar un poco de cerdo para sus tortillitas, bañado en la deliciosa receta familiar. Y cómo no. Es un animal muy noble y sabroso, reivindica a la humanidad cuando uno lo consume en tacos de maciza, tostadas de pata, pozole de cabeza y cachete.

Ya me dio hambre, pero es un hambre inocente, sincera, humana. El hijo de aquella extraña no olía nada mal, puedo saborear su pureza y si me apresuro, todavía puedo alcanzarlos.

III

Despierto sobre los restos de su ropa. Las medias de seda amarradas a mi muñeca. Me las llevaré como un recuerdo, quizás hasta me protejan un poco del sol. Hurgo entre sus cosas. Tiene dinero, no lo suficiente para comprar un cuchillo o una pata, pero es un comienzo. Ella tenía mejor sabor que el niño, maldito perro huesudo y enfermizo. Todavía tengo su mal sabor entre los dientes. La muchacha me arrancó la sexta nariz de una mordida y el chamaco orinó del susto sobre mi cara; pero pude someterlos a ambos.

Los extraños suelen subestimar la fuerza de mis ocho pares de tentáculos porque los ven flácidos, inútiles. En el otro lado son legendarios; me daban muchos regalos y elogios por ellos. La cacería ha calmado un poco mis necesidades pero retrasó mi viaje. No sé si ha valido la pena perder la nariz y la sangre y dormir no sé cuántos años. ¿Cuánto tiempo? La feria del cerdo tiene diez días abierta. Me levanto para mirar las nubes, hacer como que entiendo el clima, pero me detiene la mirada de un muchacho cabrón. Me estaba esperando.

–Transita, banda. ¿Te agarré muy ocupado?

–Algo.

El muchacho se ve extraño. Dos pares de piernas, de manos, de ojos, de nalgas. Todos los dientes y una sola nariz. No tiene cuernos, protuberancias o tentáculos. No le sobra nada. Su piel morena es un placer a la vista, se ve sana, tal vez demasiado, casi como un muñeco de plástico. Me acerco para tocarlo y él no se aleja.

–¿Estuvo rica tu comida? Híjole, hueles a pipí —el muchacho hace un gesto exagerado y simulado de asco.

–No estuvo mal. La comida dio pelea.

–Qué chido. Déjame ver, quedó un poquito por acá.

Mete sus manos en mi carne, busca sobras entre los pliegues de mis arrugas para comérselas y masticarlas con la boca abierta, después hace a un lado mi pelo para mirarme a los ojos. Su gentileza y desparpajo me excitan. Él mira mis erecciones sin vergüenza alguna, sin quitar su sonrisa de animal travieso.

–Eres un canalla adorable. Y muy raro. Todo está en su lugar. Pareces humano, uno muy antiguo. ¿Cogemos?

–Las apariencias engañan, hijín. –Sonrió franco, halagado–. En realidad no soy de aquí, pero aquí estoy y no sé qué hacer. No puedo coger. ¿Tienes plan?

–Mi padre me dio una misión. Dijo que debía comprar un cerdo si quiero regresar al otro lado después del exilio. Ven conmigo si quieres, te haré uno de los míos.

–Está bien. Pero ora, no me vayas a comer, y si me comes como a esta pobre mujer y su hijo, no me vayas a poner sal.

Pido su nombre pero él no responde, parece apagarse como un alma en un recuerdo extraño y moribundo. Empiezo a llamarlo Transita y él no me corrige, al contrario, me responde con un “hijín” o un “banda”. Yo le digo que a mí me llaman: Porco, Porco Rosso. Mi nombre no le importa, lo expresa sin remordimiento entre su sonrisa y su mirada amable. Es un nombre inventado porque mi nombre original es muy aburrido y este lo escuché en algún lugar, en los pasillos de mi palacio. En el otro lado no soy un rey (aunque tengo tanto como uno), pero si un hombre muy respetado y mi apellido tiene abolengo. Pregunto a Transita si viene de otro lado, si es un extranjero de tierras o tiempos muy lejanos.

–No te sé decir. Estaba en un toquín con mis cuates y ya sabes, se abrió la tierra y ahora aquí estoy. Creo que me transportó la música.

–Órale, qué grueso. ¿Allá todos los hombres son como tú? ¿Pero por qué tan jodido? Te faltan brazos, lenguas, colmillos, garras.

Transita se ríe.

–Ni se te ocurra, viejito perro. Tengo todo eso y más. Y no, allá todos los hombres son como tú.

Asiento. Esconde su fuerza así como yo escondo la fuerza de mis tentáculos. Su historia podía tener sentido. Las tierras que se abren son un accidente no muy común, pero posible, de nuestro mundo. Comes una quesadilla de sesos en el mercado de Coyo de lo más tranquilo y pum, tierra abierta, caes, acabas en Milwaukee con dos extremidades más y narices menos. Quizás eso le pasó al muchacho. El agujero lo arregló, lo dejó tan guapo como un he-man, y además lo despojó de todas sus defensas igual que a un animal carente e inservible. O quizás lo suyo era la proyección de un mal sueño, una mutación a punto de ocurrir, el eslabón perdido de la nueva humanidad. Que pesado.

Caminamos durante días sobre el asfalto de la carretera, el olor a puerco cada vez más cerca. No quería comerme a Transita, no en el sentido tradicional, así que hice varios intentos para cogérmelo. Él me negaba, a pesar de todo, con gentileza. Y poseía una extraña fuerza para rechazar al más necio de mis tentáculos.

–Ah, pero qué necio y enfadoso eres. Mira. No es que me sobre, es que me falta. Mírame bien. Tócame si quieres.

Paso los tentáculos entre sus muslos. Cuando subo y los meto entre sus nalgas, encuentro el motivo: no tiene ano. Entonces agarro su miembro y percibo su artificialidad. No hay uretra. Intento meterle mis dedos en la boca pero el frenillo no me permite pasar. Una especie de membrana muy fuerte no me deja empujar y penetrar. Qué desconsuelo.

—Qué lástima, Transita. Tu cuerpo está hecho para los placeres y no se puede hacer nada con él.

—Lo mismo dijo mi padre.

—¿Así naciste?

—Sí.

IV

Transita me aburre pero es un buen perro de compañía. Juntos somos imparables en este mundo cruel. Tan pronto supe que era incogible, abandoné mi obsesión por hacerlo mío, aunque a veces tengo sueños donde rompo sus membranas impenetrables y lo convierto en un hombre. No puedo negarlo, amo la compañía de su sonrisa franca y enorme.

Caminamos juntos mucho tiempo, quizás años, quizás días. Atravesamos los bosques muertos y las carreteras abandonadas sin contar los números, los kilómetros, las estrellas. Bailamos en la soledad de los puestos de fritangas rotos y bailamos sobre las cajas oxidadas de los trailers, aquí antes había altares a los dioses cerdo que nos hacían felices. Cazamos juntos, él sirve de señuelo mientras mis tentáculos quiebran huesos y arrancan extremidades.

Pero Transita no es un señuelo indefenso. En más de una ocasión demostró que tenía una especie de raja con unos dientes muy afilados que cerraba su vientre. Podía abrirla tanto que su cuerpo se partía en dos, su cabeza y sus talones se unían y parecía convertirse en una enorme cabeza.

—Cabroncito engañoso.

Él se ríe.

—Nunca he usado está forma para los placeres, ¿quieres intentar, viejito perro?

—Nada, qué. Eres formidable.

—Ven. Te arranco una. La que se te pare al último.

Nos acariciamos como familia. Nos abrazamos y juntamos nuestros cachetes y carcajeamos juntos. Empiezo a llorar porque recuerdo a mis propios hijos. Invariablemente me pone sentimental, y le cuento de mi vida en el otro lado: hablo de mi familia, mis jardines y mis sirvientes. Me querían como a un rey, era respetado, era considerado uno de los hombres más sabios. Tengo erecciones y eyaculaciones incontrolables cuando hablo de mi pasado y Transita me abraza, pobre Rosso, me dice al oído, pobrecito. Ya casi llegamos a la feria del cerdo y tendrás tu merecido, aquello que siempre estuviste buscando. Mi nariz fantasma, la sexta, huele la carne. El humo está cada vez más cerca.

Transita y yo hemos matado a veintidós hombres, seis mujeres y siete niños durante nuestro viaje. Nos hemos alimentado de su carne y nos hemos vestido con sus ropas para protegernos de la peste de la costa y el granizo. Hemos conseguido más de quince mil pesos. Suficiente para un lechón. Uno enfermito. Transita me quiere mucho. Ha prometido que vendrá conmigo. Juntos sobreviviremos la feria del cerdo.

V

El lugar es tal como lo imaginamos: cabezas de cerdo estacadas adornan el camino a la entrada, un paso de ladrillo y de sangre escarlata. Los gruñidos hacen eco desde kilómetros atrás y adelante. El olor de los animales cubre agradablemente cualquier vestigio de mar y de costa. Hombres vestidos con las pieles de jabalíes gritan felices y constantes los precios del kilo según el tipo de cerdo. Hombres y mujeres bailan con cuchillos y machetes y hacen filete a cientos de animales.

Llévele, llévele, chicharrón y pata en escabeche, panza-cabeza-y-cacheteee. Fenómenos vestidos de bufones bailan y sirven cerveza clara y al tiempo para los clientes acalorados y evidentemente sobrados de dinero. Transita y yo somos ignorados, aun cuando hemos robado dinero y ropas más allá de mis expectativas no poseemos suficiente presencia para llamar la atención de los vendedores. Transita saliva cuando ve todo lo que hay de comer.

—En la feria del cerdo aún existe el fuego —le explico—, por eso todo huele tan rico. ¿Alguna vez has leído cuento de hadas? Pues este es uno de sus reinos benditos.

Transita no responde y se deja llevar por los olores de las tortillas tostadas, el chicharrón y las salsas. Un vendedor piadoso (o distraído) nos ofrece unos tacos de cortesía y a la primera mordida, escucho los gemidos de placer de mi amigo.

—Es el sabor de la vida que te espera. Vamos a comprar un cerdito, ven.

Transita me sigue tambaleante mientras mastica su taco. Pierde el enfoque, su cabeza abandona cualquier ingenio y sus ojos deliran de sabores y de hambre ignorada por quién sabe cuánto tiempo. Ya sólo sabe del sabor a la carne más deliciosa que ha probado. Yo pongo mi brazo sobre el suyo y lo jalo conmigo, como compadres embriagados que persiguen el mezcal y la música. Transita se tira al piso para recoger las sobras que escurren de algún sope y yo debo jalarlo para que continúe a mi lado. Empujamos a la gente numerosa que nos embarra sus pieles, sus extremidades, sus risas de felicidad y de éxtasis. En la feria no existe el hambre, no existen los dientes puros o las manos limpias de sangre. Entre las multitudes vemos a los vendedores alzar a los cerdos con sus brazos, sus tentáculos y sus picas y gritar el precio de a kilo.

Un ranchero de cuernos peligrosos nos empuja, me toma del brazo y nos mira a los ojos.

—¿En cuánto vende a su cerdo?

Me alejo de él.

—Se equivoca, yo no vengo a vender un cerdo, vengo a comprarlo. ¿No se ve todo lo que tengo?

El ranchero se echa una carcajada. Pide a sus hombres que nos lacen los cuellos y nos arrastran a su establecimiento. Trato de resistirme pero son muy hábiles, acabo con las manos y los tentáculos atados. Saben exactamente dónde se encuentran mis dientes. Ninguna de mis narices puede sacarme de este problema y pienso, mientras veo cómo arrastran a Transita por los caminos sucios y enlodados, que debí haber comprado ese cuchillo. Transita, le grito, Transita, hazme caso que nos van a matar y despierta de tu sueño, pero él sigue con la mirada perdida y la boca ensalivada. Quiere más carne. Cuando veo su mirada perdida y nublada en su trance me pregunto si así me vería yo cuando hablaba de mi pasado. Es posible, la metáfora fácil de que todos somos cerdos es inevitable.

—Usted, mi amigo, no tiene para comprar un cerdo. Pero tiene uno para venderlo —dice el ranchero.

Nos empuja a una piara improvisada. El olor es inconfundible. Los cerdos me hacen sonreír. Transita pierde la cordura, se mueve como un gusano enloquecido, saca la lengua para tratar de comerse una patita o una nariz, lo que se deje. Siento pena por él. Me recuerda a los embrujos que practicaba una dama de la corte, muy antigua y muy respetada. Los hombres nos empujan a unas sillas para que veamos a su jefe. El hombre pone un cuchillo frente a nosotros.

—Ningún criador de cerdos respetable anda por esta vida sin un cuchillo. ¿Quién es usted? Me pareció reconocerlo.

—No soy nadie, apenas estoy buscando mi lugar en el mundo. Yo y mi amigo. Estamos aquí para hacernos de un cerdito y ganar algo de dinero, comenzar una vida digna.

—¿Eso que lleva usted ahí es su amigo y no un cerdo?

—Se lo juro por esta.

El hombre mira a Transita incrédulo. Se acerca a él. Lo manosea para tratar de entenderlo, como si no supiera cómo funciona la gente. No me extrañan sus modos bruscos. Todos somos incorrectos en este lado, somos un misterio biológico de extremidades y fluidos que necesitan su propia enciclopedia para ser manejados. Yo, a la fecha, aún me descubro nuevas caras, nuevos egos y nuevos dientes que están escondidos entre los pliegues de mi piel. No sé cuántos años llevo aquí, en la feria del cerdo, esperando a que me vendan uno pero tampoco estoy tan dañado como para ignorar que a mi lado estaba mi amigo, casi un hijo, no mi primera venta.

—¿Y para qué quieres un cerdo, tú?

—Para hacer unos tacos con la receta de mi padre.

—A ver, echa la receta.

—Libérame y yo te los hago.

—Primero comemos.

El ranchero nos trae una orden de tacos de cabeza a cada quien. Transita gime hambriento a la primera mordida y ese sonido gutural, inolvidable, que no sabía podría producir por boca propia, lo perseguirá durante el resto de su vida. Yo, por primera vez en mucho tiempo, siento las primeras lágrimas de felicidad. He colmado un poco de mi hambre, pero no olvido: mi padre hubiera ordenado cien azotes.

VI

Transita ha recuperado un poco del brillo de su mirada, de aquello que lo hacía un hombre violento y sonriente. El pobre no sabía cuánta hambre tenía, cuánto necesitaba para ser feliz hasta su primera mordida. Eso lo quebró por mucho tiempo y ha tomado algunos años, pero por fin puedo ver algo de paz en sus ojos. Brillan un poco. Trabajando duro y con buena comida todo se puede. Hablamos poco porque el escándalo de la piara, del fuego y del aceite apenas nos permite compartir palabra, pero estamos hombro a hombro, abriendo el camino para llegar al otro lado, para recuperar la vida que tenía en el pasado. Chicharrón, criadillas y rabo, todo lo suple en abundancia nuestro socio para hacer comida como la que me enseñó mi padre.

Empezamos a las cinco de la mañana, cerramos a las doce del día. Invariablemente todo se acaba. Ya la gente dice: “vamos al puesto del Rosso” en vez de irse a otro lugar. Durante estas horas, la feria nos pertenece, somos el lugar más lleno. Cada noche beso la receta familiar y doy gracias a mi línea ancestral por haber compartido el secreto. El ranchero quiere quitármelo, pero sabe que no puede. Entiende que algunos ingredientes, así como la propia biología del cuerpo que cada uno de nosotros tiene en este lado, sólo están a la mano de quienes pueden verlos y tiene miedo; no quiere ver su negocio, antes poco menos que miserable y ahora próspero, fracasar por una ambición desmedida.

Limpio el sudor de mi frente, el cebo se escurren entre los pliegues de mi piel y los tentáculos. Raras veces duermo porque pronto quiero llegar ahí, a mi vida de sandalias doradas, de batas sedosas y cálidas, de esclavos que me daban de comer en los labios. Todavía, de vez en cuando, abandono el negocio para buscar a un muchacho, o una muchacha, o un niño, y alimentarme de muchas maneras, así como lo hacía antes. No sólo de cerdo puede vivir el hombre. Dicen que eso en la feria está prohibido pero yo no lo creo, en pocos años seré un dios, nadie podrá tocarme, nadie querrá quedarse sin el sabor de lo que yo preparo.

—¿Todavía me deseas un poco, banda? —pregunta Transita.

Pero se le ve desesperado, infeliz. Todo el progreso que habíamos hecho y de algún modo misterioso, pero inexorable, se perdió en un instante. Tomo mi cuchillo, es hora de rebanar más carne, es hora de abrir el lugar otra vez.

—Nunca, querido. Nunca te he deseado.