Oh, he jumped up high
then he clicked his heels
he let go a laugh, he let go a laugh
shook back his clothes all round—Nina Simone.
I
Primero fueron los pájaros. Jorge Lamont se quedó muy quieto para escucharlos, pretendió que no entendía su lenguaje e hizo lo posible por adoptar una postura natural. No quería intimidarlos, necesitaba seguir recibiendo ese raudal de información. El cerebro de Lamont se sentía salvaje, sin filtros. Se sabía un curioso poseedor de un secreto portentoso y no quería perderlo, no por un descuido, no por una desesperación humana. Jorge Lamont supo que estaba muriendo gracias al rumor de los pájaros, también escuchó que ningún doctor entendía los estudios y los síntomas.
—Nada tiene sentido: el sarpullido, los calambres, la saliva que cae como un río por la comisura de su boca de 7 a 7:30 —dijo el gorrión a la urraca—. El doctor Martínez está enfrentando uno de los casos más difíciles de su carrera.
—¿Es justo llamarle carrera cuando se trata de una vocación? Pobre hombre.
—¿El que se está muriendo o el que estudia al muerto?
El gorrión movió sus alas como si se encogiese de hombros. La urraca asintió y después picoteó la tierra de los jardines para buscar algunos gusanos. Una vez satisfecha el hambre, voló y contó a un petirrojo:
—Lamont se va a morir porque nadie entiende los estudios y los síntomas. Eso me ha dicho el gorrión.
—Entiendo. Se lo diré de inmediato a las gallinas.
No había gallinas en el hospital, pero a Lamont no le costaba trabajo imaginar que el petirrojo saldría volando para buscar el primer gallinero disponible y continuar con la distribución del chisme, el persistente cacareo que ilustraba la posibilidad de su muerte inminente. Unas palomas blancas y graciosas recogieron las migajas de pan abandonadas por una viejecilla.
—El doctor Martínez no lo sabe, pero es obvio que Lamont se va a morir de Troquiosis Quística Variable.
–Está claro.
Una garza que volaba por ahí hizo una pausa de su migración para unirse a las palomas y discutir las últimas nuevas. La garza miró de perfil a la ventana de Lamont, Lamont regresó la mirada al único ojo, interesadísimo, porque finalmente estaba recibiendo información sobre su aflicción, la enfermedad que lo estaba apagando desde hacía unos meses y la recibía directamente de los emisarios de la naturaleza. Todo lo que escuchaba debía ser verdadero. Si alguien sabía con precisión de qué se iba a morir, tenían que ser los pájaros.
—¿Ya sabemos de qué se va a morir Lamont? —preguntó la garza.
—Troquiosis Quística Variable, lo descubrió un tecolote.
—Ah, eso explica los temblores del dedo meñique.
—Y el sudor matutino de sus ingles.
—Pobre Lamont, si supiera que debe correr de tres a cuatro kilómetros diarios…
—Y recibir una solución de metacilina doxobrambina.
—Eso también.
—Me voy, me deja mi familia —dijo la garza y alzó vuelo.
Las palomas siguieron alimentándose. Daban vueltas en círculos, entre ociosas y diligentes y hambrientas, mientras Jorge Lamont anotaba todo lo que trinaban los pájaros en una libreta. Quizás todavía podía salvarse.
II
Jorge Lamont caminó por los pasillos del hospital. Quería ser puntual para su siguiente cita médica, hablar con el doctor Martínez y compartir sus descubrimientos. Atravesó un pasillo donde una larga cola de dolientes esperaban su turno para iniciar algunos trámites. Bajó dos escaleras abandonadas en el extremo norte del edificio, las luces parpadeaban como si quisieran darle un mensaje, sintió un ligero mareo pero nada que no hubiera vencido antes. Esperó un elevador para subir, o para bajar, no podía recordar con certeza porque su memoria estaba quebrada por los medicamentos. A veces, si se descuidaba, podía recordar con precisión la sonrisa de su madre.
Su dedo meñique tembló incontrolablemente y tuvo un momento de lucidez: “¿qué tal si los pájaros también son un síntoma? ¿Qué tal si los pájaros no hablan, pero saben que estoy enfermo y juegan con mis expectativas, mis esperanzas?”. Subió al elevador y reunió toda su voluntad mental para dos cosas: no olvidarse que estaba dudando de las aves y presionar el doce, piso donde se encontraba el médico internista que lo estaba esperando. Dos hombres subieron en el trayecto, uno de ellos se echó un pedo y musitó algo que sonó a disculpas. El otro le dio unas palmaditas en el hombro, siseó que no se preocupara, que el cuerpo tenía su propio lenguaje y sus modos para curar las enfermedades. Lamont concluyó que no estaba molesto por el olor a pedo, pero el modo tan natural para que estas cosas ocurrieran, para hablar de ellas, para doblegarse ante la enfermedad y las pústulas de sus discursos.
Malhumorado, con un extraño sabor a mierda en la boca, caminó el pasillo hasta la oficina 423 donde el doctor Martínez lo esperaba para la consulta. En el camino, aunque breve, pensó en que había al menos otros 422 doctores y ninguno de ellos sabía que tenía él, o que tenían todos los dolientes, o que los pájaros escondían celosamente los secretos de las enfermedades, las medicinas, los enigmas del cuerpo humano.
—Señor Lamont, tome asiento, por favor. ¿Cómo se siente hoy?
—Maravillosamente.
—Qué bueno. —El médico tomó su estetoscopio, se levantó para palpar la piel de Lamont y escuchar sus tambores vitales. Habló de burocracia médica y se disculpó por cualquier tardanza. Martínez tomó la muñeca de Lamont e hizo las cuentas mentales del flujo sanguíneo—. ¿Qué tiene ahí, en sus manos?
—Tengo un diario, llevo la cuenta de los temblores, los sudores, los pasos, etcétera. Sé que médicamente no tiene mucho valor pero me tranquiliza.
—Todo sirve, señor Lamont. Todo.
—Los pájaros saben lo que tengo.
—¿Los pájaros?
—Sí, ellos dijeron que estoy enfermo de Toxicosis Braquística Irremediable.
—¿Troquisis Quística Variable?
—Eso.
Martínez soltó la muñeca de Lamont, se acarició el mentón y observó a su paciente con interés renovado.
—¿Y los pájaros le dijeron que debía correr cinco kilómetros diarios?
—No, de tres a cuatro.
—Ese era un buen remedio hace dos siglos. Hoy en día la Troquisis Quística Variable se cura con un par de aspirinas. ¿Quiere intentarlo?
—No lo sé, ¿usted qué sugiere?
—No tenemos nada que perder. Si la tiene, se va y si no la tiene, curaremos algún dolor reumático. ¿No está de acuerdo?
—Usted es el médico. Pero los pájaros dijeron algo de administrarme metacilina doxobambrina.
Martínez asintió. A pesar de la mirada condescendiente del médico, Lamont sentía que estaban avanzando. La ciencia avalada por la naturaleza, no podía haber nada más correcto que eso y ambas cosas conspirando para sanarlo. Era un hombre muy privilegiado. El médico buscó un par de aspirinas en uno de sus cajones, sirvió un vaso de agua y se los tendió a su paciente. Lamont tomó el remedio con la avidez de un hambriento.
—Dígame la verdad, no me lo oculte más. ¿Voy a morir? Los pájaros lo dijeron.
—Usted no se va a morir, Lamont. Los pájaros qué van a saber, si hasta medicamentos inventaron para darle falsas esperanzas. Dígame una cosa: ¿los pájaros saben?
—¿Qué?
—¿Saben que usted puede entenderlos?
—No, me aseguré de que no lo supieran.
—Entonces ya lo saben, y le están tendiendo trampas, los muy rastreros están soltando piedritas de información para confundirlo a usted y retrasarme a mí. Los pájaros están jugando con nosotros, Lamont. Hay que creerles la mitad, hasta menos, ya que ellos no estudiaron medicina y no tienen interés alguno por la biología humana. No es la primera vez que los médicos tenemos que luchar contra ellos, y contra las lagartijas, y los ratones, y cualquier otra plaga que esparce rumores con sus lenguas mojadas de ponzoña y sus garras venenosas. Dígame una cosa, ¿alguno de ellos dijo que lo hablaría con las gallinas?
—Sí, el petirrojo.
—Eso lo explica todo, ¿no le parece? Lo veré el día de mañana, aquí hemos terminado.
Lamont se limpió el sudor de la frente pero en algo el doctor Martínez tenía razón; ya no le dolía la cabeza. Abrió la boca para decir otra cosa, discutir con el médico, pero este lo detuvo.
—Que usted escuche a los pájaros es una buena señal, quiere decir que estamos progresando. Pero no son los pájaros quienes le dirán la verdad sobre su estado de salud. Mr. Bojangles, por otra parte, sí le sabe a la medicina.
—¿Mr. Bojangles?
—El gato. Pongo toda mi fe en el gato.
III
El gato no lo dejaba dormir. No porque hablara con él, como había sugerido su médico, pero porque no podía encontrarlo. Lamont añadió otro par de síntomas a su lista creciente de problemas en el cuerpo: insomnio e hiperactividad. Tenía el cuerpo destrozado, estaba fatigado, pero buscar al maldito gato era prioridad. Mr. Bojangles era una figura elusiva dentro del hospital, enfermeros, intendentes y administrativos habían oído de él pero nadie sabía decirle dónde dormía, vivía o existía. Los médicos lo alababan como a un dios, pero igual que una cura milagrosa y poco probable, instaban a Lamont que olvidara el asunto y dedicara su tiempo y sus energías a remedios más accesibles, al menos reales. Otros pacientes le hablaron del gato como si fuera el milagro encarnado, pero decían tantos disparates que Lamont empezó a descartar sus historias y se prometió sólo creer cuando tuviera al animal enfrente y pudiera hablar con él.
—Mr. BoJangles no existe, no existe, no existe.
Durante su búsqueda, confirmó que era el único humano en el hospital con la habilidad de escuchar a los pájaros, como un accidente entre un millón. Un milagro que era una maldición. Los pájaros crispaban sus nervios, no le dejaban pensar. Hablar con el gato debía ser todavía más difícil pero aún así no estaba dispuesto a rendirse. No deseaba vivir con los dolores, la fatiga, los sudores. Recorrió los pasillos del hospital con la seguridad de Teseo cuando Ariadna dejó los hilos y abrió todas las oficinas, penetró todos los cuartos, para buscar pistas del paradero de Mr. Bojangles.
—Mr. BoJangles no existe, no existe, no existe.
Los pájaros se divirtieron con la desesperación de Lamont. Una vez supieron que él los comprendía, revelaron su verdadera naturaleza: crueles y tramposos, los pájaros desmenuzaban los síntomas del enfermo e inventaban mil medicinas y remedios para curar sus aflicciones, su obsesión, su tenaz amor a la vida: proxocasis, cien sentadillas, amapola concentrada, quince segundos en el fuego, maxitilina sublingual y anal; pero deseaban, sobre todo, provocar un accidente y quitarle la capacidad a Jorge Lamont de escuchar a los pájaros y que abandonara la búsqueda de gatos míticos. Perseguían a Lamont por los jardines y las ventanas para trinar en sus oídos, confundirlo, empujarlo a un abismo propio de desesperación que ya estaba ahí y sólo necesitaba ser alimentado con rumores e ideas para provocar alguna desgracia: un mareo que lo empujara por unas escaleras, un desasosiego que lo jalara suavemente por una ventana abierta.
—Mr. BoJangles no existe, no existe, no existe —cantaba un gorrión todos los días en la ventana de Lamont.
Hasta que una noche, después de la fatiga de la búsqueda, encontró el cuerpo destrozado del gorrión en su cama de hospital y tuvo un buen presentimiento. No se equivocaba. Un gato amarillo lo miraba, desde el dintel de la ventana, con unos ojos verdes, profundos, de un brillo sobrenatural e intenso. Dos plumas de gorrión colgaban de su hocico.
—¿Es usted, Mr. BoJangles?
El gato se lamió una pata, se peinó los bigotes y asintió. Saltó de la ventana al piso y del piso a la cama.
—Te he estado buscando, mi médico me dijo que tú podías decirme la verdad, me dijo que tú podías decirme de qué me voy a morir.
—Te puedo decir muchas verdades —dijo el gato—, dos de ellas: tú te llamas Jorge Lamont y no te vas a morir. Tú no.
IV
Mr. BoJangles miraba las paredes blancas, en silencio, durante horas, sin mover la cola o atusarse los bigotes. Se convertía en una estatua maravillosa, un objeto bendito. Luego parecía despertar de un sueño muy profundo y perseguía polvos o mariposas, y hablaba de su infancia, de los callejones donde se sintió querido, donde tembló de frío pero también de amor y comía los restos de algún pescado, algún marisco, gracias a la debilidad de unos cocineros solitarios.
—Si pudiera hablarte de esos pasillos húmedos y sucios y llenos de ratas amigas y enemigas donde abandoné cada segundo de mi infancia y necesito recuperar, necesito recuperar a como dé lugar, pero es imposible, ¿sabes? ¿No lo entiendes? Es una condena. Puedo hablar de ello pero jamás puedo regresar y no es culpa del tiempo, es culpa de estas paredes. Es la pared, Lamont.
Lamont lo escuchaba, la voz del gato raspaba y dolía, y a veces lo conmovía tanto que lo hacía llorar hasta que olvidaba su vida, olvidaba que estaba enfermo y había caminado durante tanto tiempo, solo y perdido, en los pasillos oscuros y rotos de los hospitales, cuántos hospitales, haciendo caso a unos pájaros que sólo deseaban su muerte. Lamont se despabilaba, se golpeaba en el pecho sudado, y se obligaba a preguntar más sobre su enfermedad porque al menos eso podía hacer: desmenuzarla, entenderla, descubrir la verdad sobre su muerte, la posibilidad de deshacerse en fragmentos mínimos hasta regresar a la tierra, a los gusanos que se comerían los pájaros para después burlarse de algún otro pobre desgraciado, pero el gato no parecía muy interesado en resolver sus aflicciones.
Mr. BoJangles se reía amorosamente de las preguntas de Lamont.
—Lamont, querido, todos van a morir. Eso es irremediable, además es tonto decirlo y no quiero insultar la inteligencia de nadie pero tu desesperación me conmueve y me obliga a decir estas obviedades. Pero tú no, tú jamás vas a morir, no tienes esa habilidad y tampoco tendrás la inteligencia para comprenderlo. Estás condenado a todo el dolor y toda la ira, estás condenado a los síntomas y la búsqueda. Igual que yo. ¿No lo entiendes?
—Explícamelo, ¿cómo puedes tener esa certeza?
—¿Nunca has leído Muy Interesante? Es la revista científica de nuestros tiempos.
—Claro que la he leído, he esperado interminablemente afuera de muchas oficinas. La pregunta ofende. ¿Ahí puedo encontrar la cura?
—No, querido, pero hay un número dedicado a nuestros enigmas. ¿No entiendes? Nosotros los gatos podemos ver frecuencias y colores que otras personas no. Seguro habrás escuchado decir que los gatos podemos ver fantasmas y no estoy siendo romántico, no estoy hablando de que vivimos en el pasado, aunque también vivimos en él, tengo esta oportunidad de construir el pasado con palabras y eso me hace feliz, y triste, pero feliz, primero feliz. Divago. Los gatos vemos otras realidades, espasmos de variantes cuánticas dirían algunos sabelotodos, ¿ya sabes a dónde voy? Por eso te digo: estoy seguro que no puedes morir.
—¿Ves el futuro?
—No veo el futuro, veo la condena.
Lamont, exasperado, se jaló los cabellos hasta arrancarse algunos: con que así se sentía ser un espasmo de variante cuántica. Anotó alopecia violenta en su diario de síntomas. Empezaba a creer que haber encontrado al gato era peor que hablar con cientos de pájaros, aunque los pájaros ya no se acercaban a él por causa de Mr. BoJangles, quien había jurado protegerlo de sus rumores y sus trinos. No sabía qué hacer para resolver su propio asunto. Dejó de hablar con BoJangles y decidió que el silencio era la mejor manera de entenderlo. Se sentó a su lado para observar la pared blanca y buscaba la frecuencia maravillosa con la misma obsesión con la que deseaba entender su enfermedad y sus síntomas. Llegó a creer que la enfermedad era una realidad alterna de las que tanto presumía el gato. Pero no podía ver nada, no encontraba sentido en la pintura o en las grietas. Olvidó comer, olvidó su propia sombra, olvidó dos terceras partes del lenguaje hasta que se convirtió en la estatua de un hombre que imitaba a un animal.
—Lamont —dijo BoJangles después de un largo silencio—, llévame en tus brazos. Vamos a sanarte.
Lamont tomó al gato en sus brazos, quien misteriosamente parecía más viejo, algunos de sus pelos se hacían polvo en las manos de Lamont y sus colmillos parecían amarillos, envejecidos. Lo abrazó fuerte porque por fin había comprendido el abandono en aquellos pasillos sucios, húmedos, donde lo alimentaban unos cocineros tan solitarios como el gato y sus ojos profundos.
V
—Qué más le dice el gato, Lamont, rápido.
—Dile al doctor Martínez que también necesitamos una solución de 10 mg de polvo románico y colorante azul brillante, código e 133.
—Dice BoJangles que necesitamos una solución de 10 mg de polvo románico y colorante azul brillante, código e 133.
—Enseguida.
Durante 48 horas, sin descanso, dos hombres y un gato trabajaron en diversas curas para las aflicciones de Lamont. Curaron el sarpullido, los calambres, los temblores incontrolables en el meñique, los sudores de la ingle, la fatiga crónica y, porque encontraron que era un síntoma, entender el lenguaje de los pájaros (pero los pájaros cagaban en la ventana de Lamont, y lo miraban intensamente, soñaban con el día en que saliera a los jardínes para enseñarle quien mandaba). También se curó la alopecia violenta, la hiperactividad y el insomnio. Lo último en curarse fue la saliva incontrolable como un río que se abría de 7 a 7:30, pero Lamont se sinceró: quizás la verdad es que era un imbécil que no podía cerrar la boca, no un síntoma.
Cada componente parecía curar más a Lamont y quitarle alguna obsesión, algún peso sobre sus hombros. 72 horas en observación y los médicos notaron que su paciente dormía como un bebé. Al verlo despierto, le preguntaban remedios para otros enfermos, otros dolientes, una fila interminable de seres humanos descompuestos y Lamont, a su vez, preguntaba al gato porque este no se había ido, porque se negaba a desaparecer de su historia como un rumor. No podía entender por qué BoJangles decidió permanecer y cedía sus secretos no como una aparición divina o un espíritu bondadoso, pero como una persona que estuviera a punto de morir y lo único que podía ofrendar al mundo eran los últimos secretos.
—Debes irte, BoJangles. La gente no dejará de preguntar, jamás te dejarán en paz y parece que ya estás cansado, que ya estás muy cansado.
Lamont acarició los bigotes de BoJangles, miró sus ojos grises por las cataratas.
—Dime una cosa.
—¿Qué?
—¿Ya te curaste?
Lamont se acarició el mentón. Su cuerpo se sentía extraordinario, sano, pero cierta memoria muscular, la memoria de la piel, no podía olvidar y se descubría paseando en los pasillos de los hospitales, persiguiendo los pedos de otros enfermos, masticando la mierda que venía con los discursos del sufrimiento y la convalecencia. Lamont seguía buscando algo y se golpeaba el pecho, desesperado, como si jamás hubiera encontrado al gato maravilloso que le había dado puntualmente una lista de bendiciones para curar sus síntomas triviales, necios.
—Me siento fabuloso, BoJangles. Tú me has curado, me has salvado la vida. ¿No lo entiendes?
BoJangles se rió con dulzura.
—¿A qué te sabe la boca?
—A pescado por estar a tu lado.
—Tú y yo estamos condenados, Lamont. Tú no te vas a morir y me ves viejo, crees que estoy arruinado y ciego y abandonado, pero no es verdad. Ambos estamos suspendidos en el muro, esa pared blanca que no comprendes y que me detiene, además, de decirle a la persona indicada de qué se va a morir. Siéntate conmigo. Lo único que nos redime es el silencio. ¿Lo entiendes?
Hombre y gato se sentaron lado a lado para mirar las paredes blancas. Poquito a poco escuchó la respiración del gato hacerse lenta, más lenta cada vez, y él empezó a imitarlo. Los ronroneos del universo, pensó Lamont, y miró el inicio de una verdad universal: cuán diminuto podía ser. Ser pequeño era un regalo. Lamont no podría desentrañar los secretos que veía el gato en las frecuencias, pero era agradable olvidarse de sí mismo, convertirse en un objeto, en la sombra de alguna humanidad. Esa —comprendía Lamont de alguna manera aunque no pudiera asir la verdad completa—, era su última oportunidad de ser feliz antes de que alguien lo obligara a buscarse de nuevo.