Evito la tentación de estructurar el recuento del día a día. Creo que si estructuro las cosas (el diario, por ejemplo, aunque sea el diario), otra vez me voy a enojar, o me pondré obsesivo, o neurótico o querré controlar lo incontrolable o alguna taradez del estilo. De tiempo atrás quiero controlar cosas, estoy intentándolo, por nimias que sean, por sentir un pequeño triunfo al tener un falso sentido de poder, de pertenencia. Sí, estoy ciclado, el mismo loop, soy una canción (aunque no reconozco el artista o el género) que se repite, el animal enjaulado que da vueltas en su cárcel. Chale (digresión: soy eso pero también soy otras cosas. Tengo la capacidad de escoger quién soy. Eso, pues, es mi responsabilidad). Podría escribir líneas en el cuaderno pero la utilidad práctica de ello resultó pobrísima. Me daba ocio para instagram y ya.

Las líneas y los rostros. Esto era una costumbre mía cuando estaba en alguna clase tediosa e insoportable o alguna junta de comerciales de TV. Pasaba los trámites escribiendo tonterías o dibujando las caras de individuos inexistentes. Pienso que a esto debería llamarle recuperación (la recuperación es un trámite insoportable, este soy yo tratando de convertirlo en algo agradable). Planeaba poner una categoría por ahí para releerme con cierta constancia pero lo voy a dejar así. Para qué ciclarme más, dar vueltas sobre el mismo animal. Lo mejor que puedo hacer es escribir cartas para mí mismo. Escribirme aquí para que algún día pueda releerlo y sentir que lo he superado.

Encontrar una voz gentil me está costando mucho trabajo. Pero ahí está.

En la mañana pensé que debía escribir sobre mis rutinas como algo cotidiano, asirlas para darme cuenta que no estoy cogido y lo afortunado que soy de tenerlas. Aún cuando tengo un mandril interior que se está carcajeando, y está haciendo ruidos guturales para aventar mierda sobre los muros, tengo la fortuna de mis rutinas. Todos los días me levanto a las 7 de la mañana, a veces un poco antes, y recorro las notificaciones del teléfono. Me pongo al día con las conversaciones de los nakamas internacionales, tomo nota de los pendientes y después gasto un poco de ocio en revisar mis notificaciones personales. Puede que me bañe, o puede que no. Soy de los que se bañan cada tercer día. Escojo la playera del día o me pongo la del día de ayer. Desayuno dos frutas, un puñado de almendras y un pan tostado. Pongo café si es necesario o caliento leche y se la pongo al café del día anterior.

Una de las primeras cosas que hago casi todas las mañanas es sentir carne cruda. Carne en los dedos. Invariablemente pienso en mi abuela y divago, mentalmente la visualizo en la cocina: el que ella manipulara la comida, la transformara, me hacía verla como una especie de espíritu poderoso. Quiero ser ella, pienso brevemente, y quiero canalizarla y cuidar a mis amados toda la vida (nunca alcanzaré sus sabores perfectos, lo sé, estoy condenado a este fracaso pero es dulce y necesario). Res, pollo o cerdo, lo saco del refrigerador y si está descongelado (es decir, si no olvidé moverlo del congelador), lo pongo sobre un trasto y lo sazono para preparar la comida más tarde. A veces uso aceite de oliva, a veces uso cerveza, o vino rojo (si es cerdo o res y si he comprado vino) y siempre uso especias. Experimento poco porque he encontrado los sabores que más me gustan en cada carne. El proceso de encontrar los sabores satisfactorios me ha tomado varios años.

El primer café del día es también mi primer dulce y mi primera amargura. Suelo endulzarlo con una cucharada de miel. Cuando era niño, me gustaba tomar té con una cucharada de miel y leche caliente. Tomaba té casi todos los días antes de dormir. Pues he adaptado esa costumbre al café y he retorcido un pedazo bobo de mi infancia para la vida.

Luego viene el trabajo. Horas de trabajo. No siempre es complicado, pero también lo es. A veces me recuerdo a mí mismo que es tan cómodo que no conviene ser arrogante. Tengo dos años (quizás tres, no llevo la cuenta exacta) trabajando con una compañía europea de videojuegos. No hay grandes sorpresas o retos, tampoco es un gran salario (gano la mitad de lo que ganaba en publicidad pero duermo mis ocho horas diarias, no hay bomberazos, no tengo qué pretender ser un idiota), pero todas sus prestaciones humanas son insuperables: trabajo en casa, no tengo por qué desplazarme de un lado a otro, puedo usar mi equipo sin problemas y como a un criminal (jaja) me permiten una hora de ejercicio al día. Unos meses atrás, Sol trabaja conmigo en los mismos juegos.

Entre las 10 y 12 del día, busco a Nico y le digo que es hora de caminar. Sol nos acompaña. En el trayecto cazamos pokemones o los intercambiamos. Caminamos alrededor de 3-4 kilómetros y nos toma entre 45 minutos y una hora. En el camino veo a los estudiantes, jóvenes y bonitos, muchachas sabrosas y muchachos corpulentos. Jamás dejaré de ser un viejo cochino. Algunas veces me enfoco en Nico y miro lo que huele, lo que busca. Suelo imaginar la clase de aventuras o de historias que construye a través de los olores. Repaso la compleja relación con mi pueblo bicicletero y mi animal guardián. Se ilumina cierta ilusión de pertenencia y eso me relaja. En este momento miro a Nico y descubro que ella tiene rato mirándome desde la otra habitación. Sospecha, por la hora, que nuestra primera caminata del día se aproxima.

Algunas horas más de trabajo después, el asistente de Google habla: “Es hora de comer. Buen provecho”. Una rutina que he programado como un silbato de capitalismo y progreso tecnocrático (quíhubo). La bocina de Google Home pone música de mi biblioteca en modo aleatorio. Me gusta el algoritmo de Google porque suele escoger por género, artistas relacionados o algo que tenga sentido. Mi esposa y yo bajamos para empezar la cocina. Yo me encargo del plato principal (alambres de carne y muchas verduras), ella se encarga de la sopa y el agua de sabor. Lavamos platos (cuando yo no me hago güey), sacamos basura y hacemos una especie de coreografía, una rutina bien practicada, sobre el buen comer. Rituales que hemos forjado a través del tiempo y del amor. Miramos la tele mientras comemos, nos tiramos al sillón para terminar el capítulo, dormimos la primera siesta del día.

Depende si hay pendientes con el trabajo, regreso a finalizar o adelantar. Otras veces, me descubro dueño de tardes completas. Preparo el tercer o cuarto café. Hago un poco de ejercicio (muy poco), luego doy vueltas en mi oficina y planeo el resto de la tarde. En las horas que he ganado, suelo dar un vistazo que ya he publicado, arreglo mi biblioteca de medios o respondo correos personales que estén pendientes. Se van dos horas de mi vida sin ningún arrepentimiento en pequeñas cosas placenteras, en trabajos sencillos. Horas que eventualmente ocuparé para retornar a mis deberes literarios. Miro el atardecer Cholulteca. El sol baja detrás del Popo, apenas lo veo por los edificios que me pusieron algunos vecinos impertinentes. Abro la ventana para sentir el aire. Sopla mucho aquí, parece lleno de fantasmas.

Viene uno de mis momentos preferidos. Durante el ocaso, salgo a correr. Sol y Nico me acompañan caminando. Corro 3 kilómetros y camino uno o dos más. Entonces soy sumamente feliz porque, aun si algún mandril u otro animal mío necesita joder, redescubro la capacidad de mi cuerpo. Se lo dije a Sol hace unos días: es el turno de mi cuerpo demostrarme que podía ser algo mejor. Puedo dejar que la cabeza descanse.

Las noches son cualquier cosa: un poco más de televisión, una cena ligera, la lectura de los cuatro libros, transmitir algún videojuego para mis niños árbol (dejaré de llamarles rata) o me dedico a escrituras planeadas o relegadas. Las noches son peligrosas porque a veces se extienden, y miro a ningún lugar, y me pongo a pensar y pensar y pensar, como si hubiera desperdiciado el día, como si no hubiera vivido de verdad. Me cuesta trabajo hacer el recuento de mi día, cometo el error de despreciar mis rutinas, mis comodidades. O simplemente las repaso y me digo: ya fue suficiente, tienes que seguir, estás en un proceso, sé paciente.

Tardé en darme cuenta que también puedo dar las gracias.