Cuando era un muchacho odiaba correr, pero de todos modos lo hacía porque terminaba practicando deportes que lo exigían como parte de la rutina o el entrenamiento. Futbol americano, remo. Además, como era muy gordo, algunos profesores de deportes disfrutaban ver al muchacho blanco y enorme asarse como un cerdo bajo el sol. Me hacían trotar media hora, o cuarenta minutos, o una hora dando vueltas sobre una cancha pequeña, mediocre, mirando en un loop infinito los mismos muros grises y las mala hierbas tristonas. No les tengo un rencor decente (apenas puedo recordar sus rostros, mucho menos sus nombres).
Después de un episodio particularmente intenso de BoJack Horseman, decidí apropiarme de ello para mi rutina. Mi primera motivación para correr y el mantra de ocasión, por alguna extraña razón, era: “no puedo acabar igual de triste que un caballo”. Es la primera vez, creo, que un personaje de ficción televisivo influye en alguna conducta mía. Sé que la ficción escrita ha logrado uno que otro desastre en mi personalidad, pero vamos, ¿un caballo que habla? Lo anotaré en mi lista de primeras veces.
Últimamente correr permite limpiar algunos pensamientos, énfasis en “algunos”. La producción de endorfinas no es suficiente para alcanzar la paz que necesito aunque ayuda y todo en esta vida ya es un progreso de pequeñas cosas, igual que tomarse una pastilla en algún momento del día. Dejarlo sería peor. Mientras corro busco una puerta de salida, evalúo todos esos pendientes y todos esos planes, los reorganizo esperando que la estructura me permita salir del agujero. Sin embargo también me olvido el agujero, olvido esa tristeza casi artificial y algunas ocasiones creo que me he superado. Correr, en ese sentido, es una acumulación o una progresión. Una sección del videojuego que debo repetir una y otra vez para subir de nivel, para superar el escenario perrón. Es muy sencillo: correr me permite hacer trampa para subir de nivel más rápido.
Me gusta correr cuando cae el sol porque cambian los colores (invento mi propio paraíso neón, corro hacia un sol pixélico de penumbras fractálicas, ya sé cómo quiero mi purgatorio cuando muera) y en esos cálculos “rápidos” que uno hace para evaluar las rutas y la mejor manera de quitarse del paso de la gente, siento que puedo encontrar un portal secreto, el inicio de una aventura que me ha despojado de mis pecados y mi cobardía (quizás hablar de la clásica culpa católica es un indicio de normalidad), y que ha perdonado mi pasado y me regala un presente vivo y constante. Me duele el pecho, pienso en el corazón que late y late pero agradezco la recuperación de los pulmones y del sudor como un mecanismo básico del cuerpo. Difícilmente puedo evitarlo pero también pienso: “¿sólo así sabré si he enfermado de nuevo?”, y entonces correr se convierte en una manera de llegar a un diagnóstico propio.
Qué tontería pero por qué le dan herramientas al hipocondríaco y al paranoico.
Escribir nuevamente en el blog es como correr. Mi cuerpo tiene límites, acabo cansado, y supongo que mi cabeza también. Creo que si distraigo a mi cabeza con escritura de lo agradable, podré distraerla de lo que no es, o al menos podré sugerirle, de algún modo, que tome la decisión correcta al momento de abordar algún tema, abordar mis múltiples enojos y los sacos que tengo puestos. Es decir, tengo qué darle a mi cabeza algo qué hacer en lo que termina de recuperarse.
Dejaré de mover el río a donde no debe pasar.