Primos terceros: ¿te da cosquilla en la ingle cuando piensas en tu prima? Dos o tres pasos atrás. No te claves. No es tu prima en primer o segundo grado. Es tu prima… ¿en tercer grado? Tu abuela y su abuela son primas, vamos. Ya la sangre está bastante diluida pero se parecen un poquito. Tienen esos lunares en el ojo, o ese dedo medio chuequito, o ese tono particular para decir algunas cosas. Supongamos que se encuentran en una reunión familiar, una reunión masiva donde los 124 primos por fin comparten los alcoholes y las chelas y la carnita asada tira los humos como alguna fábrica local. Sacan los árboles genealógicos y pintan las rayas para verse en una constelación genética, el árbol divino. Bailan las cumbias (al despertar de Rayito Colombiano), algunos beben bacardí y otros el whisky de los perritos (bendito). Sale uno que otro rencor, un abuelo se robó el terreno del otro abuelo, jeje, pero dos miradas se encuentran por ahí, los Capuleto y los Montesco. Ahí vas Julieto, ahí vas Romea. Qué bien bailas las cumbias, Genaro. Tienes las caderas de la tía Cleotilde, María. Entonces, ¿te echas a tu primo? ¿Se vale mezclar atoles?
Sueño: cuando tengo algún sueño erótico con alguien, generalmente pienso que ya valió madre. Sueñas con el primo tercero, con la jefa, con el secretario, con el tendero o el muchacho que te vende los tacos de canasta. El sueño es potente: se mezclan los cuerpos, la realidad, imaginas vivamente los besos y las succiones, el eco de las pieles que chocan y cimbran aún después de abrir los ojos. Te haces el café, piensas con resignación que el veneno ya está inyectado. Lo único que puedes hacer es vivir y disminuir los efectos en tu cuerpo con distracciones sencillas: escuchas música, escribes el reporte que debes, bailas con Carmen. De cualquier modo, andas con una poderosísima erección mientras haces las tareas más comunes y cruzas los dedos, que ella no te vea así, que él no te descubra, que nadie sepa lo que has soñado y ha cambiado para siempre tu modo de vivir una rutina que tanto trabajo te costó aceptar.
Sonrisas generosas: quizás, el problema, es que un chilango no está acostumbrado a una sonrisa generosa y puede confundirla fácilmente con ganas de coger. Supongamos, chilango, que don Eulalio después de venderte una bolsita de cacahuates te sonríe generosamente y sientes que se rompieron los vidrios de tu corazón (sic). Piensas: “vaya, hace tanto nadie me sonreía así, tal vez esto era lo que me hacía falta”. Y por un impulso de sinceridad capitalina, por qué no, le preguntas a don Eulalio: “¿y si me hace una chaqueta?”. Don Eulalio sonríe generosamente -porque así es él-, y revira: “hijo, ¿todo bien en casita? le voy a regalar uno de estos sabrosísimos flanes que mi prima tercera me trae pa’ vender”, pero el mamón no te corre de su tienda, no te dice que no, al contrario, te ofrece más cosas aunque no sea lo que estás buscando, y además te las está regalando en un mundo que hoy, más que nunca, vive de la oferta y la demanda; tu cerebro está sumamente confundido, pisas los restos de tu corazón y crujen en el suelo. “¿Se la mamo, don Eulalio? No me diga que no, por favor, no sabría qué hacer, déjeme demostrarle mi amor”. Y don Eulalio se ríe cómplice, como si estuviera con un amigo, un compadre de añísimos, te pone una mano en el hombro. “Mijo, ¿quiere una cubita y jugar a las cartas conmigo?”. Pero te fijas, lo sabes pero no puedes explicártelo: el hijo de perra no te dice que no. Jamás dice que no.
Atoles: había olvidado, quizás porque estoy lejos de mis raíces, aquella hermosa expresión: “se están mezclando los atoles”. Lo cual, a su vez, por una asociación precaria, me recuerda cuando acompañé a un amigo por unos helados, sabe qué estaba pensando, y pidió el suyo de “arroz con popote”. Los heladeros por lángaras le corrigieron la frase: “se dice popote con arroz”. Entonces todos nos dimos palmadas en los hombros, nos reímos como cuervos que acaban de descubrir una de las múltiples trampas del mundo nuestro en el que vivimos, y de las que podemos abusar. Después pasamos toda la tarde tratando de olvidarnos de las imágenes que obligan los albures a los distraídos y los desahuciados.