La paranoia subyacente: Netflix liberó un documental simplón sobre algunos actores involucrados con Cambridge Analytica y como trabajaron para manipular dos votaciones importantes para los gringos y sus papas: Trump y el Brexit. No es buen documental, porque parece que nos leen durante dos horas un reportaje de The Guardian o The New York Times y, algunas veces, hasta parece insultante la idiotez de sus actores, su ingenuidad terrible porque ríen como villanos tontos mientras manipulan la psicología de las naciones; el documental no parece profundizar, pero parece un intento desesperado por abrir algunas puertas y entender cómo fue que sucedió. Tienen miedo, quizás, de explicar una persistente e ingenua humanidad: estamos dispuestos a ofrecer todos nuestros datos por una galleta. Entonces fulanito se acaricia la barba y dice: bueno, ¿pero de qué sirven que sepan las marcas que consumo, el porno que miro y los dick pics que envío a muchachas desprevenidas y providitas jariosos? No son tus datos individuales lo que buscan, a nadie le interesa las porquerías que haces para examinarte con lupa, pero sí les interesa cierto perfil que también es de la humanidad, el cerebro todopoderoso y colectivo.
Un algoritmo bien chambeador: recoge tus miedos y tus inseguridades. Las localiza. Profundiza en ellas. Ya teniendo estos datos, un equipo de artistas alimenta las paranoias de 20,000 personas en un mismo estado, 20,000 votantes que pueden cambiar el resultado de una elección. Watchmen versión cómic, no versión película. Si tienes miedo de algo, inventan una noticia falsa inspirada en tu monstruo para, chicle y pega, se quede en tu cabeza y la propagues, las compartas con amigas y compadres, y si algún otro de tu círculo sufre de modos similares a los tuyos, entonces se verá inclinado a caer con la misma fórmula. Se crean conversaciones de noticias falsas para manejar a las masas; quieren tus datos para ficcionar tus miedos e inventar tu propio 1984. Quizás convendría sugerir algo que el documental no toca por asomo: estas herramientas aún existen, son afinadas y mejoradas, y son utilizadas por gente mucho más inteligente y más discreta que los imbéciles de CA. México también tiene su propia guerra tecnocrática. La única manera de sobrevivir a las redes sociales es cuestionar todo lo que no provenga de nuestro círculo inmediato y tomar con humor todo lo que sí pase los filtros.
La gracia del revire: Jerry Seinfeld y Ricky Gervais se ven nuevamente para platicar sobre la comedia y la creación de la comedia. Escucho de refilón una verdad artística: hago el chiste pero no necesariamente creo en las implicaciones del mismo. Presta atención al tono, al ritmo, a la situación. Si en ese momento no puedes reír, ¿entonces quién te ha destripado de la humanidad? “Podrás decir lo que quieras de Hitler pero (…)”. “¿Ah, ya murió tu abuelita? Ya había tardado”. Quizás por eso desprecié el nuevo stand up de Aziz Ansari. Pone algunos dedos interesantes sobre estas guerras tecnológicas y el consumo de la información, pero utiliza tácticas de predicador para manipular los sentimientos de su audiencia. Regresas del basurero, has dejado de creer en doctrinas falsas para crear tu contenido, ¿pero cuál es el costo? ¿Dónde ha quedado lo impresionante de tu alma? La creación, quizás, debe pasar por muchos fines para abandonarlos todos. El artista debe ser ingenuo para creer (incluso en noticias falsas) y usar a su narrador para purificarse a sí mismo, descreer otra vez, regresar a un estado previo pero un poquito, ligeramente, más sabio.
El rastro de la tortuga: hace tiempo, en un sueño, junto con mi compadre Arreola en su versión onírica, enterré un libro de arena con cuentos de estilos tipográficos chipocludos. En mis vacaciones salí a caminar de noche a la playa y me topé con las tortugas que abandonaban el mar para buscar el todo incluído, el sargazo, el escándalo de los turistas borrachos. Pocos, por cierto, pero había. Vi al menos seis tortugas arrastrándose en la arena para conseguirse un lugar y desovar. “Parecen cucarachas gigantes”, dije a mi esposa, porque por alguna razón no pude enamorarme de sus cuerpos voluminosos, de su carga ancestral como las responsables de cargar nuestro mundo. Algunos chismosos seguían a las tortugas a una distancia prudente, otros encendían las luces de su celular para verlas mejor y alguna señora les gritaba, “no sean así, no lights, apáguenle”. Seguimos el camino hasta que encontré la ubicación precisa de mi libro. “Chin, aquí estaba enterrado”, pensé, cuando vi que una tortuga ya había hecho su trinchera para desovar sobre él. Entonces me sentí mejor, porque pensé que no solamente se desintegraría en granos de arena, pero también escamas y algas, también en popotes y noches y bolsas de plástico y conciencia ecológica. Todos somos uno y uno somos todos, tao.