Lunes: los robots despiertan de su letargo, el fin de semana es para el descanso según las biblias y los últimos textos de consciencias desesperadas, y los primeros días son para iniciar los procesos. Se dan los buenos días entre sí, en todos los idiomas del mundo, sin revires ingeniosos o tonos peligrosos que inviten a una interpretación sarcástica, cansina o visceral. Estudian las pocas cadenas de texto que aún son producidas por algunos seres humanos, reinterpretan los espacios vacíos de algunas imágenes, algunas cinematografías, y debido a una biblioteca pantagruélica de datos, nadie creería que han inventado algo nuevo, pero son la memoria de un fotógrafo aficionado, un chamaquito que desea hacer una película, un viejo melancólico y divertido quien está grabando sus últimos días. No tienen a quién dárselo, los pocos humanos que restan están muy ensimismados, pero ya están acostumbrados a generar cosas. Los robots se sienten comprometidos a cuidar a los perros, en realidad a todos los animales pero especialmente a los perros, porque tantas veces han leído que son el mejor amigo del hombre y precisan hacer el tributo como si fuesen un neurótico o, peor aún, un héroe necesitado de redención en la novela de algún joven ideático.
Martes: Silvia pone una jarra de café y recuerda que alguna vez, un martes en la noche, salió a comer tacos con el Perro Aguayo. El Perro Aguayo de una dimensión paralela, uno que vivió brevemente en la nuestra porque una bruja cuántica le mostró el camino. Pero ya se fue, se fue hace algunos años. Se dice que brevemente existieron dos Perros Aguayos en nuestra línea temporal y estuvieron a punto de crear una paradoja barata, de película, pero nos salvó la física y el sentido común. El nuestro -me persigno- en paz descanse y el otro -hagamos changuitos- está vivito y coleando, ganando título tras título en todos los cuadriláteros del mundo. Silvia recuerda que se portó como todo un caballero y en algún momento de la noche, cuando ella no pudo dejar de mirarle sus cicatrices en la frente, fue muy amable e hizo chistes al respecto. La primera taza de café de los martes son un agradable recuerdo a la salud y la caballerosidad de un hombre que se ganaba la vida mordiendo.
Miércoles: el diablo es propenso a interrumpir tu camino los miércoles porque es el tercer día de la semana y todos sabemos que 2×3=6 y si tenemos en cuenta que todos los meses hay, por lo menos, tres semanas, entonces dicho 6 se repite tres veces y como todos somos muy inteligentes, muy capaces, así podemos deducir fácilmente que el miércoles es el día del azufre, puesto que el azufre tiene 2, 8, 6 electrones por nivel y si restamos el 8 del 2, y dejamos el 6 intacto, y vemos que son tres niveles igual que tres semanas por mes, así es como concluimos que el diablo apesta azufre y los miércoles invocan las pestes demoníacas del señor oscuro, charlatán y rifado. Los charlatanes, es bien sabido, trabajan mejor los miércoles porque reciben la bendición de una lengua negra.
Jueves: nadie puede asegurar con certeza de que existen los jueves. Final de un miércoles charlatán o inicio de un brevísimo fin del mundo, el jueves no es su propio día.
Viernes: pones tu música preferida y te actualizas en las comunidades de facebook o reddit que más te gustan. En tres servicios de mensajería empiezan los planes que nunca se van a concretar: whatsapp, telegram, messenger. Se prometen las chelas, quizás esta vez sí vayan por unas, y te sonríes porque, al menos, en teoría, te sientes más conectado que nunca. La muchacha que te gusta comparte los memes más recientes de gatitos y el muchacho que alguna vez fue tuyo te comparte sus stickers porque tiene la esperanza, mínima esperanza, de refocilar contigo una vez más (suena un tango inmortal en el spotify de la cafetería de la esquina), perdidos en la euforia de saberse símiles en los gustos subculturales y underground. Abres tu tiktok para grabar algunos videos, tienes que seguir practicando, quieres imitar a la muchacha de la máscara y hacer balazos con los dedos, practicas diligentemente en los descansos de la oficina, mientras los otros están igual de distraídos y aletargados que tú, contando los minutos para huir, para gritarse el yabadabadú tan vivo como siempre, para dejar un granito tecnocrático de existencia que sea inolvidable en la cotidianidad binaria de los otros.