Kayla Alvés ama los libros sobre todas las cosas, los ama tanto que es adicta a ellos. Se pone mal si no tiene uno en las manos, le empiezan a dar temblores en los brazos y le saliva la boca como a un basset hound, y si no ha leído al menos unas diez, o veinte, o treinta páginas de alguno, entonces difícilmente puede vivir con dignidad, o valentía, o una posible felicidad, lo que resta del día. No sólo lleva dos o tres libros impresos en su maleta, que suele cazar en las bibliotecas abandonadas o los súper mercados casi destruidos de su pequeño pueblito post apocalíptico en vías de recuperación, pero ha cargado su celular con unos diez gigas de libros para tener siempre disponible una buena dosis de lectura, esperando que ayuden a moverle la cabeza y aplaquen a los duendes de su imaginación que difícilmente pueden dejarla tranquila sin pelear cientos de guerras para exigir su atención, su curiosidad y su necesidad de conocimiento y de verdad.

Kayla es cazadora (aunque ella se define como una superviviente versátil) y vive con su abuelo, maestro cazador de huargos, en uno de los muchos pueblos controlados por el Ejército Violeta. Ella es muy hábil en su trabajo, tanto así que puede tener las narices metidas en cualquier novela mientras apunta su rifle a los ojos de una de esas bestias terribles y con un sólo disparo ya tiene para irse a su casa. Atrás de ella, puedes escuchar el tamborileo suavecito de cuatro patas, se trata de su fiel compañero de aventuras y perrito excepcional, el Cabezón. El Cabe, para los cuates, distrae a las bestias gigantes con sus ladridos supersónicos (es un decir, aunque sí hay perritos con ladridos supersónicos, el Cabe sólo es francamente molesto) mientras Kayla sigue leyendo y hace su chamba de cazar a los formidables lobos, nadie sabría decir si son mutantes radiactivos o nomás mágicos, que surgieron con la primera gran destrucción del mundo (porque dice el abuelo que ya van como en la tercera, pero el abuelo ya está senil y extraña muchas cosas, y uno de los problemas de extrañar tanto es que cualquier cambio significa destrucción y uno se aferra ciegamente a la memoria. Kayla, muchacha de cerebro privilegiado, sabe que la memoria es una mentira y sin un registro preciso de la historia, cada cabeza es un mundo y los viejos, aunque sean sus abuelos, se inventan muchos desarrollos muy falsos, mayormente falsos, pues qué importa la verdad y la mentira en estos mundos de inestabilidad y de ruinas).

Su abuelo se encabrona con Kayla cuando los dos salen a cazar bestias. Al abuelo cada vez le cuesta más trabajo, o le duelen las piernas, o un ojo se le pone virolo, o se muerde la lengua o tiene que correr porque lo agarran de sorpresa y suda, sufre, jadea, pero todavía es tiempo que una presa pueda ganarle a él, maestro cazador. Pero la otra ahí está, brincoteando y saltando por las copas de los árboles como ninja de caricatura. “Méndiga Kayla, deja de leer tu chingado libro o te van a comer un brazo”. Ella se acomoda los lentes, entrecierra los ojos y sus ojos suspicaces sonríen. “Viejito loco, ningún huargo me va a comer el brazo porque mi cerebro es privilegiado. Ay abuelito, mi cabeza sirve para muchas cosas como leer, correr y disparar al mismo tiempo. Mi cabeza siempre está gritando y necesito aplacarla de algún modo porque el mundo no me basta, no me es suficiente, ni siquiera los ladridos supersónicos del Cabe pueden aplacar todo el escándalo que escucho aquí adentro”. El abuelo lo sabía de sobra, quería quitarle los pinches libros de las manos y quemarlos, más que nada porque el Ejército Violeta podía hacerle algo a la muchacha por tener crimen en las manos. Pero no podía lastimar a su nieta, no podía quitarle más. Kayla no sólo usaba su cerebro para la cacería, pero también para construir máquinas, actualizar sus armas, arreglar autos abandonados y mejorar las vidas generales de los amigos en el pueblo. El abuelo de Kayla encendía un cigarrillo, miraba a su nieta, y pensaba tristemente que ella sólo podía ver el infinito, y que si él a veces pensaba que la vida era insoportable, no quería imaginar ponerse en los zapatos de la chamaca y darse cuenta que la realidad podía ser exponencialmente más insoportable de lo que jamás hubiera imaginado.

La amaba y la respetaba como a nadie porque no lloraba, resolvía problemas. Ni él se había aguantado las lágrimas cuando juntos enterraron a los padres, y a otros cuatro familiares, y decenas de amigos. “Lloro un chingueral, mi niña, perdóname”, pero Kayla ni se inmutaba, seguía atada a sus libros, resolviendo problemas en su mundo interno. Ese era el destino de Kayla. Era la estrella bajo la cual había nacido.

Una noche, el cerebro privilegiado de Kayla se encontró con un rompecabezas un poco más difícil de lo habitual. Regresaba a su cabaña después de una difícil caza: un macho alfa, dos betas, una hembra con unas ganas fulgurantes de vivir, seis cachorros tan altos como ella. Apenas podía caminar, rezaba a los dioses (irónicamente, pues no creía en dioses) que le dieran descanso porque si algún huargo estaba siguiendo su rastro, y decidía atacarla, su cerebro le decía que las probabilidades de morir por seguir los patrones del sacrificio para salvar al perro y al abuelo eran muy altas. Trataba de no pensar más, pero no podía apagarlo, no podía cerrar su alma. Empezó a calcular las distancias, el peso de su machete, la velocidad con la que llegaría a las armas ocultas, qué gritarle al abuelo para que hiciera lo apropiado en caso de conflicto. Cargaba al Cabezón porque estaba medio muerto de cansancio y definitivamente mudo, ningún ladrido súpersonico iba a salvarlos de improviso. Le sangraba un brazo, no por mordido, pero por el zarpazo de uno de los infelices. Perdió el rifle en el camino, mañana regresaría a buscarlo, cuando estuviera descansada y leída. Ah, su libro, manchas de sangre en las hojas. Aún podía leer perfectamente, terminaba un poemario de Phillip Larkin, un señor que Kayla pensaba era tan amargado como su abuelo.

Cuando empujó la puerta, miró el desastre: platos rotos, sillas volteadas, camas deshechas, gotas de sangre. No gritó el nombre de su abuelo, sabía que no estaba pero aún no deducía por qué. Kayla depositó suavemente al Cabe sobre uno de los cojines rotos, dejó el libro y su maleta en el piso y empezó a asimilar toda la información a su alcance. Ángulos, telas, sombras, proyecciones hemáticas, olores a estiércol y tabaco, no del que fumaba su abuelo habitualmente, pero este tabaco venía de otra parte. “Así que te alcanza para tus Camel, bastardito”. Las marcas de dos pares de botas; dos hombres discutieron aquí mientras los otros destruían su hogar. El camino de la sangre indicaba un golpe con un objeto pesado. Marcas de arrastre hasta la entrada de la casa. Su vista se posó sobre un punto de conflicto especialmente difícil: aerosol violeta sobre su tesoro, sus libros. Lo único que la mantenía ocupada, lo único que le daba una posibilidad de paz para callar todo el ruido. El Ejército Violeta se llevó a su abuelo por los libros, por unos putos libros. Se acomodó los lentes, se mordió un labio y empezó a trazar maneras para resolver el problema. Su cerebro hizo corto circuito, se apagó. Necesitaba dormir.

Unas horas más tarde, el Cabe la despertó lamiéndole las mejillas. Su abuelo se llamaba Jonás. Jonás Alvés. Y ella iba a recuperarlo.

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