Mi vecino, el pollero: me agrada el pollero, o el señor de los pollos (me pregunto cuándo le daremos un nombre más largo, aparentemente correcto, como “intendente general de las vísceras y los pollos”), de mi mercado local porque sus historias son rurales y me recuerdan otros tiempos de mi vida (de gente que me contaba cosas, mis manos están limpias), historias lejanas a la neurosis del citadino y su ensimismamiento por las comodidades. Sus preocupaciones tienen formas animales y sus caminos duran horas, atraviesan árboles, abren tierras para buscar toros, gallinas negras y rocas iridiscentes. Claro, lo hacen con torpeza, pero quién es realmente competente en esta vida que cada vez nos pide más. Alguna vez, se le escapó que solía vivir en Hidalgo pero tuvo que dejar su hogar “por cuestiones”. Se le puso la voz grave. Hubo un silencio casi imperceptible. Y después, medio chascarrillo y feliz, empezó a hablar de muchas otras cosas. Pensé que debía indagar, hacer una que otra pregunta para sacarle un pedacito de la verdad, pero no ser frontal, sino diagonal, como un maldito alfil rastrero porque olí, además de la sangre, las posibilidades de una historia. Pero algo me detuvo, una especie de presentimiento sobrenatural. Sus tijeras cortaban alas y pescuezos como si tuviesen vida propia. Tuve una revelación, una que compartí mientras salía con mi esposa del mercado, “creo que mató a un hombre”. Prefiero dejarlo así, porque es un hombre gracioso. Qué le voy a sacar yo las vísceras.

Mi perseguidor, el agente: este año, tuve tres incidentes curiosos que prendieron los foquitos de mis someras nociones de ciberseguridad. En el primero, me anexaron a una conversación grupal donde se me prometía un video donde vería los tratos de un gobernador veracruzano con un grupo criminal. Como no soy reportero, y tampoco iluso, lo dejé pasar pero me quedé pensando en ello. Tenía un poco de ingeniería social el mensaje. Estudié los elementos antes de eliminarlo: participantes, hipervínculos, todo indicaba que alguien quería poner algún troyano en mi teléfono, quizás un pegasus. Lo dejé ir, hasta que dos días distintos, cazando pokemones, un fantasma tecnocrático quiso forzar su entrada a mi teléfono a través de bluetooth usando directamente la mac address. La primera vez deseché la pantalla casi de inmediato, pero el siguiente fin de semana reapareció la ventana, en otro lugar de la ciudad, y me resultó difícil no asociar los tres elementos a algún tipo de espionaje por parte del mismo personaje. Fue muy paranoico de mi parte, porque también podía tratarse de tres elementos aislados, por tres motivos muy distintos, que van desde el ocio hasta una sutil vigilancia. Moraleja: no acepten mensajes de nadie que no conozcan y mantengan el bluetooth apagado. Han pasado algunos meses, no han sucedido más eventos extraños. Tres posible conclusiones: lograron forzar la entrada (y yo lo ignoro), ya se rindieron o están evaluando cambiar su estrategia. Opción oculta: todo está en mi imaginación y hogaño, el perseguidor (o los tres perseguidores) yace enterrado en alguna fosa onírica.

Mi némesis, la muchacha: cuando adquirí a mi perro orejón, además de enamorarme de sus ojos tristes y sus arrugas prematuras, estaba consciente de que sus largas orejas, tan largas como el sol, eran su principal vulnerabilidad. Casi once años después, sus orejas se mantuvieron intactas, bien cuidadas, hasta que unos paseos atrás, una muchacha paseando a su husky siberiano no pudo controlar a su perro y mordió al mío. (Esa ansiedad aspiracional por hacerse de razas hermosas de invierno en países tropicales). El joven husky clavó el colmillo en la oreja de mi basset, la muchacha en vez de detener a su perro tiró de la correa, entonces rasgó la piel y la sangre salió a borbotones. Un desastre. Mi esposa se llevó al perro al veterinario más cercano, mientras yo me hacía de palabras con la muchacha: “aprende a caminar a tu perro”, le dije. Ella simplemente respondió: “usted no me va a decir cómo manejar a mi perro. Son animales y pues las cosas pasan cuando son animales”. El ingenio de la escalera, o esas cosas que me hubiera gustado responder: “no estás paseando a un tigre, un dientes de sable o una mancuspia. Por algo se llaman animales domésticos”. Pero no pude, porque estaba más preocupado por el caminito de sangre. Ahorraré los detalles del calvario de mi perro como los chillidos, el agua oxigenada, los químicos amarillos y sus pesadillas. Pero me he encontrado a la muchacha en paseos subsecuentes. Nos miramos, yo la veo como se mira a un imbécil, ella me regresa la mirada con una juvenil ansiedad. Viéndola mejor, creo que no tiene siquiera dieciocho años. Pobre. Es necesario enterrar estas historias que nunca tendrán un final satisfactorio, que siempre serán un enigma o estuvieron condenadas al fracaso desde el origen.

Publicado originalmente en LJA.