El segundo, el minuto, la hora: en literatura, el segundo es la microficción; el cuento es el minuto y la hora es la novela. Suena como algo que diría un borracho de escritura, uno de esos enfadosos que ya se rasparon el coco de tanto escribir y no saben qué más decir. Entregaron sus mejores letras al tiempo, quí-hu-bo-le, arte desgraciado y noble, abusón y luchón, chacotero y desparpajuasero. Dígale a Proust que nomás es una hora de literatura, por ejemplo. Dígase que los conejos de Levrero son segunditos. ¿Dónde dejamos el poema? Ya casi puedo escuchar al poeta de caguama banquetera: es que la poesía es un momento, amigo (¿sabe qué es lo peor? que el momento sí es una medida de tiempo, chéquele en la wikipedia si no me cree). Úchale, no se diga más, porque ya se van a poner los escritores ociosos a disertar que si los narradores pueden ser poetas o que si los poetas pueden ser científicos o que si los científicos pueden jugar pokémon. Mejor no abra la puerta, porque alguien podría reiniciar la discusión bizantina de REALISMO VS. FANTASÍA. Dios Brausen se manotea la cara de vergüenza.

El tiempo que dura una mañanera: nuevos fetichistas cogen, felizmente, al ritmo en que nuestro presidente nos da las noticias. El nombre de su perversión aún está por determinarse, habrá aficionados a la política con chispazos muy ingeniosos para ello, yo prefiero todavía dejarlos así: innombrables; prefiero pensar en lo que hacen: sobre la mesa, ropas a medio vestir, interiores rotos o manipulados, bufidos que ayudarán a rellenar los silencios, rostros en dirección al televisor o el teléfono más grande donde quepa nuestro líder cabecita de algodón, magnánimo, a la sombra del tren maya y las refinerías; los cuerpos ocupados se moverán al ritmo de las barbaridades, los amantes indiscretos inventan sonidos mientras son atestiguados por un desayuno abandonado. Algún dios, o espíritu, fantasma o mirón en la otra habitación, se pregunta por qué tanto odio al amor. En unos años le dirán al niño cómo fue concebido y por qué aquella voz blanca y tartamuda le parece un refugio.

El tono de las preguntas: desayuné con un viejo amigo y platicándonos la chacota del reencuentro, caí en cuenta que desde casi dos años atrás, le he robado el tono para hacer preguntas. Es un tono suave, amistoso, muy diferente al tono incisivo, más agresivo, que me enseñó el trabajo de televisión. Menos voz de comando, César Millán, date cuenta que la gente no son perros, son gente. Me he animado a preguntar más cosas de lo habitual gracias a la suavidad de su voz: al tendero, al guardia, a la familia política. ¿Cuántas personas podemos ser en uno? ¿Por qué nos robamos estos fragmentos de otros y nos apropiamos de ellos? ¿Y ellos qué gestos se llevarán de nosotros? Ah, el hombre que puede ser todos los hombres. He descubierto que el tono de mi amigo es de amabilidad y curiosidad. Al usarlo, parece que invoco su espíritu y me acompaña.

La capitalización de los granos de arena: dicen que el tiempo es limitado, que es el recurso más valioso. Los padres dicen a sus hijos que desde ahorita, ya, deberían aprender a capitalizar su tiempo. Pero eventualmente uno atraviesa los niveles del mundo, y entre más arriba estés, más te das cuenta que la humanidad es esclava de sus horas, sus minutos y sus segundos. Nos ahogamos en nuestro propio juego. Por ejemplo, no puedes escaparte de tomar el camión que te llevará a la escuela o al trabajo. Ya en el trabajo, estarás sometido al tiempo de los jefes, de los compañeros, de los clientes y ellos, a su vez, están esperando a sus jefes, compañeros, y clientes. Aún cuando nos imaginamos los protagonistas, los héroes, indudablemente somos accidentes, somos enfado y estorbo, en las vidas ajenas. Pero también somos más libres de un tiempo para acá. No hay camión que se salve de un celular, de un libro, de dos o tres series bajadas en Netflix. La resistencia es cuando buscamos la manera de ser ociosos en los tiempos inevitables.

El movimiento de las nubes: los mundos virtuales se empeñan cada vez más en marcar las sombras de las nubes sobre los pixeles en la tierra; en los videojuegos, son las sombras del mundo las que ayudan a marcar el paso del tiempo, comúnmente acelerado, otras veces estático y dependiente de la distancia, en un mundo simulado. Cumulonimbus volumétricos, dicen los desarrolladores de mundos, los creadores arrogantes, como si hubieran confirmado el tedio de los filósofos: “esto es una construcción, y nuestra vida también”. Recuerdo, cuando era niño, la primera vez me quedé quieto para mirar el cielo y entonces aprecié la caminata lenta de las nubes. Caminaba junto a una tía, el cielo era rojo, estaba anocheciendo. Me es imposible olvidar ese día, muy probablemente, si soy afortunado, será lo que recuerde antes de morir. Quizás, por eso, Odiseo tardó tanto en regresar a casa. Como muchas veces, todavía he tenido estos mismos deslices de adulto, en ese instante estuve a punto de rendirme y creer en dios.

Publicado originalmente en LJA.