Cuando se retiran las máscaras, descubren los estragos del tiempo

En los días de la facultad, escucho a uno de mis profesores, Argel, hablar de Onetti. No puedo entender su entusiasmo, todavía no. Leemos algunos cuentos y me enamoro de una prosa fascinante y personajes decadentes, hay una obsesión de trasladar el cine noir y las novelas policíacas a una jungla latinoamericana. Doctores ingenuos que inyectan la morfina a los adictos y emprendedores lúdicos y erotómanos que abandonan su pasado para redimirse en la soledad de un astillero. En otro lado, Proust escribe los recuerdos que surgen a través de una mordida. Si has visto algún programa de chefs, puedes imaginarte la magdalena: suave, esponjosa y recién salida del horno. No recuerdo si fue Nabokov o si fue Beckett, pero alguno de los dos dijo que le gustaba la primera mitad del cuento de hadas de Proust. Quizás se refiere a En busca como un cuento de hadas porque culmina en un carnaval y el Narrador sabe que los presentes esconden su vejez y su patetismo detrás de algunas máscaras, pero no sólo eso, empieza a ver sus rostros viejos como máscaras de los personajes jóvenes, actores de una novela que nunca escribirá. Onetti, su primera novela, La vida breve, termina también con un baile de máscaras. Mi basset hound interior movió contento la cola: probablemente no es casualidad. Esopo, hace muchos años, nos mostró el camino con la fábula del zorro y la máscara. El arte: literatura, música, teatro, nos ayuda a vivir porque nos transforma en otros. Al ser otros, nos apropiamos del aprendizaje de los personajes o, por lo menos, olvidamos la realidad que puede ser aplastante. La ficción, las novelas, quizás los cuentos que culminan en estos carnavales pueden ser una desgracia: no solamente el lector está despertando de un largo sueño donde cae en cuenta que la ficción, aun con capas, es ficción y además aprendemos que los personajes desean huir de su mundo de papel para estar en otra parte. Entidades de ficción que asumen la irrealidad de su mundo, ¿cómo deja eso al lector cuando cierra el libro?

Un baile para despedirnos

La semana pasada pregunté en Twitter cuántas películas cerraban con un baile de máscaras. Recibí muchas respuestas, pero ninguna termina exactamente así. Lo que más se ajusta a mi búsqueda son dos bailes: la despedida de Zatoichi y el homenaje bollywoodense al final de Slumdog Millionaire. A través de estas escenas, cierran tragedias en una nota feliz. Es una bonita manera, no sólo de presentar a los actores, máscaras de carne y hueso, pero de recordarle al espectador que vio una ficción, que ya puede tomar aire y despedirse de lo que acaba de ver. Bailamos para decirnos adiós. Pero en Twitter, los resultados de mi pequeña encuesta fueron curiosos: no había caído en cuenta de la gran cantidad de películas animadas que cierran con un baile (todas las de Shrek, las cuales, diría Nabokov, también son un cuento de hadas cuya primera mitad es amable). Esta despedida no funciona del mismo modo en películas animadas, no se revela la máscara de la ficción, porque los actores no son de carne y hueso. Desde el inicio, nos preparamos para ver una ficción obvia, no hay gente con la que podamos relacionarnos y los personajes son muñecos interpretando una historia. No hay matices que nos puedan convencer de lo contrario. Sí, quizás pueden convertirse en un valle de lágrimas (Pixar), y alimentar el engaño de que pueden acercarse a nuestra realidad, pero aparece algún amigo imaginario, algún hado mágico, algún coche que habla, algún juguete que revive y esos elementos fantásticos, de algún modo, nos protegen. Un caso aparte, y curioso, que me provocó una sensación de extrañeza: los créditos de La bella y la bestia, la versión con humanos; los actores/personajes hacen reverencias a la cámara, tal cual estuvieran despidiéndose de la gente en algún teatro y eso me hizo dudar por un momento: ¿caí en una trampa? ¿Atravesé a otro mundo y no lo supe hasta que empecé a despedirme, así como uno se encuentra en el baile de máscaras de Proust y Onetti? Disney y sus artificios malignos para secuestrar la imaginación.

El poder de ser otro

Las máscaras son un objeto muy codiciado. Todos los que hemos usado una, intuimos el poder transformativo de las mismas: en un baile de máscaras podríamos alocarnos y besar a la prima, a la tía, al padrino, al perro, a quien se deje. El placer fácil de portarse mal siendo un desconocido. Los criminales, los torturadores y los verdugos se ponen un pasamontañas para ocultar su humanidad a las víctimas, y una humanidad oculta, hace sentir al otro la amenaza de que pueden atravesarse líneas: insultos, golpes, violación, asesinatos. Los mercenarios ocultan su rostro para proteger su normalidad y no puedan reconocerlos en un Walmart, en un museo, o paseando al perro. Las máscaras nos ayudan a atravesar mundos de ficción, impulsan a nuestro cuerpo a romper los pergaminos de todas las reglas: morales, religiosas, legales, familiares. Máscaras para atraer a los espíritus, los ancestros, los tlacuaches, los zorros y estos tomarán al huésped para pasar a saludar, hacerlo bailar y carcajearse hasta que duela la panza. Máscaras como uniforme: en el hockey, en el futbol americano (es un casco, pero, ¿no parece una máscara también?), para que impulses al cuerpo a sus límites y a la agresión necesaria para ganar. Supongo que no usamos máscaras a menudo porque siempre estamos pensando en posibilidades tentadoras, exageradas, rompedoras, quizás. La mayoría de los súper héroes usan algún tipo de máscara: una ficción se pone encima otra ficción, y nosotros así lo aceptamos, de ese tamaño es la complejidad de la imaginación humana.

Publicado originalmente en SomosLJA.