No sé a cuántos escritores les gustará decir que “escuchan voces”. Sueltan esta afirmación como un descuido, un jueguito de asociar la narrativa y la esquizofrenia o algún otro padecimiento mental. Alguna vez se lo oí decir a Castle, un escritor ficticio, y me dio gracia y tirria, porque pensé: “ay, qué gracioso Castle, como usted ha vendido millones de libros, está guapo y abunda de privilegio wonder bread, puede decir cosas trilladas y todo mundo se lo perdona”. Sí, todo eso pensé porque en la cabeza uno puede regañar como quiera a los personajes ficticios, el twitter interno está cabrón, pero también le di una mordida a mi concha y después se me olvidó.

Pero hoy, mientras caminaba, me lo dije como si apenas empezara a escribir de nuevo, como si fuera joven otra vez y pudiera perdonarse a Castle, y a muchos otros, y quizás también a mí. Escucho voces, y hablo voces, y manejo voces. De eso, más o menos, se trata la escritura, o al menos de eso se trata uno de los aspectos más seductores y menos intelectuales de la misma: voces poéticas, voces narrativas, voces solemnes o chascarrillas como las de un ensayista. Navegas entre los sonidos, las entonaciones, los orígenes de tu narrador dependiendo del proyecto, de lo que quieres contarle al otro, del círculo en que vas a abandonar tu texto. Incluso en algo tan trivial como las redes sociales, con un poco de atención, descubres que te ayudan a construir una voz, todos los días la alimentas con sus pequeños detalles, y así generas una persona para encantar a tus amigos y familiares, una para mantenerlos sosegados o que no sospechen tu “verdadera naturaleza”, un tono para educar a otros o hacerlos entender que tú tienes la razón.

Entre todas mis voces, ya que me subí al tren de llamarlo así, hay una que reconozco muy bien: el morrito del blog y es una voz que abandoné durante un tiempo, o la relegué para otros divertimentos, porque este espacio, en muchas de sus versiones, inició como la aventura de un muchacho que trataba de entender, sin maestros, talleres o manuales —más que sus libros preferidos y una fascinación por los juegos narrativos—, cómo funciona la escritura y cómo pueden contarse historias. A lo largo de los años, ese muchacho se ha visto recompensado con publicaciones, premios, cheques de honorarios y becas. Tuvo que hacerse a un lado para dejar que otras voces actúen pero ahí estaba, de mirón satisfecho. Admito que era una voz que tenía un exceso de vida: los complejísimos problemas familiares, un trabajo castigador, la insuficiencia económica que a veces lo dirigía a una o dos semanas de ruido mental con el “qué comeré mañana”, los desvaríos del amor y del placer, reitero: mucho placer pero también mucho amor, las caminatas con el perro, la exacerbada tranquilidad, la negación de los libros por los videojuegos y viceversa.

Hablo de ella en pasado porque es difícil regresar, es una reversión de papeles bien curiosa y rara: como un padre que busca al hijo pródigo para tirarse de rodillas frente a él, abrazarlo y pedirle que vuelva, o que lo deje volver y le permita ser su padre. A veces parece que lo tiré por un pozo o que le di con una pala en la cabeza y lo enterré bajo una ceiba. No era una persona desagradable, pero era sumamente complicado convivir con él (el infierno son los otros, pero uno mismo no es un paraíso). Hay características que extraño, como su arrogancia y su constancia, pero todo lo demás está guardado o ha sido reemplazado al llevarme esos pedacitos para completar otros proyectos, empezar otros vicios o explorar nuevas posibilidades. En fin. Cuando uno maneja voces no es sencillo explicarlas.

Durante el cáncer y ahora en el encierro por la cuarentena y por una enfermedad que estoy un 70% seguro que me podría matar, he querido recuperarla para redimirla o redimirme frente a ella. Quizás darle las gracias, no al pasado, pero al narrador de aquel pasado (dirán algunos que están agradecidos con su pasado lleno de cicatrices y de sangre, creo que mienten para tener por qué despertarse el día de mañana). Era una voz que, sea como sea, sabía enfrentar las dificultades con buen humor y, algunos días, hasta con entusiasmo. No sólo era la energía de la juventud, pero el gusto de distorsionar las cosas para verles un punto amable, una pequeña ganancia o un trofeo falso y asumirlo como una victoria. Año tras año, me han ocurrido cosas que obligan las mismas, enfadosas y trilladas preguntas: qué vale la pena, por qué haces esto, por qué haces aquello, dónde está tu tiempo, de qué sirvió haberlo consumido, qué quedará de ti para mañana. Todas esas preguntas sé que son engaños, espejismos, pero también sirven como una buena excusa para levantarse, ponerse a trabajar, aprender algo y dominar mecanismos que nos harán felices, productivos o contentos. Be your own drone. La voz de aquél morrito estaría de acuerdo, pero también se estaría cagando de la risa por semejantes afirmaciones tan gruesas, tan pesadas, tan fantoches.

Mucho tiempo no he tenido la necesidad de escribir las historias que quiero escribir porque desde hace un par de años, igual que al cuerpo, parece que inyectaron con algo a mi espíritu y lo dejaron todo lelo y todo baboso. No me voy a molestar en limpiar eso, ya lo intenté de muchas maneras, pero voy a hablarle a este chamaco cabrón y me sentaré a escribir con él. Escribir entradas de un blog que tenga diez verdades y una mentira, nomás para confundir o maravillar. Le hablaré a Timmy en el pozo y veremos qué responde, si me cuenta algo, si podemos hacer de estos 300 metros de calle algo más agradable ya que el mundo allá afuera ha dejado de existir tal como lo percibíamos, tal como era nuestro. Sí, pues, me pondré a contar cosas, pero dejaré que otros se preocupen. Esos son mis buenos deseos para mí, el día de hoy.