Los hornos son míos. Son mi designio, mi obra maestra. Los hornos son mi hogar. Mi nombre es Hefesto pero los jóvenes dioses ya no me reconocen, aunque algunos vienen y piden mi fuego, exigen mis piedras y la sustancia de mis armaduras. Codician mi conocimiento para fortalecer sus armas, buscan el secreto de mis aleaciones para sus artefactos y así su belleza atraiga el rezo de quienes me olvidan cada año, cada segundo. Aunque extraño el canto de los hombres y el respeto de los niñatos, suelo negarme. No tengo por qué construir bajezas y atender las propuestas de pelmazos sin imaginación, sin orgullo. Son mis hornos y el fuego es mi bestia, es la materia prima de mi voluntad. Mi nombre es Hefesto pero muchos hombres lo han olvidado y ahora camino solo, entre la herrumbre y el carbón, el calor desperdiciado por la necedad de recordar tiempos mejores; yo fui la chispa de la primera fogata y de la primera guerra.
Quién, en mi lugar, no haría lo mismo.
Un joven y hermoso espíritu de fuego viene cada siglo a pedir el favor de mis hornos. Lo niego con una carcajada aunque me gusta jugar con él. Es un dios taimado y diminuto, pero tiene una voz dulce. Dice llamarse de otra forma pero lo recuerdo; él era uno de mis sirvientes, atendía mi satisfacción y mis deseos; sí, antes, cuando mis caprichos eran su mayor satisfacción y no tenía imaginación para los suyos; uno de esos braseros que atizaban el carbón de mis hornos o limpiaban el sudor de mi piel con su cuerpo. Los hornos son míos pero su gente, estos pequeños idiotas que estuvieron a mi lado durante centurias, tiempo que ha superado a Cronos y el eterno sueño de su muerte, también son mi creación.
—Fósforo, mi querido Fósforo, ven, trae tu escoba y limpia el polvo de mis huellas como en los viejos tiempos. Ven y quizás te permita soplar mis hornos una vez más.
Miro sus patas de animal. En qué mundos vagará y cuánto habrá dado de su vida para obligarse a continuar en la memoria humana. Sonríe herido, siempre está sonriendo, incluso cuando el enojo lo carcome.
Sus visitas me hacen feliz.
—No me llames así. No sé quien es Fósforo.
—Claro que no, Fósforo.
Ofrece con torpeza un pergamino. Dice que es algo llamado contrato.
—Vengo, una vez más, a proponerte un trato. Te daré todo lo que desees a cambio del fuego de tus hornos. Una relación mutua nos beneficiaría a ambos: tu fuego permitiría extender mi territorio sobre el imaginario de los hombres y tú tendrías un hogar, escucharías el canto de los hombres, arderías de nuevo para alimentar la corrupción, el odio y la sangre…
Bostezo. Intenta apelar a la fama de mi cólera. Recuerdo cuando mis hornos hervían el argento para la guerra. De todos los espíritus que me visitan, aunque tiene la voz más dulce, es uno de los más ordinarios. Habla, habla, trata de convencerme que mi trabajo será puesto a buen uso, que la tristeza de mi olvido terminará si entrego mi espíritu y yo lo dejo hablar. Estoy aburrido y solo. Mis hermanos podían hacer bailar a una mosca con una sílaba, pero él intenta mover el orgullo de un dios.
—¿Recuerdas, Fósforo, cuando ocupaba la humedad de tu boca para apagar mi enojo?
Me odia tanto, puedo verlo en su sonrisa estática, pero regresará dentro de un siglo, otra vez, blandiendo su pergamino estúpido. Siempre lo hará. Fósforo mira mi pierna renga con desprecio, recorre con la mirada un espacio familiar de mi cuerpo. Mi carcajada hace eco. Como si él no tuviera las patas de un animal deleznable. Mis hornos estallan y una gota de sudor se desliza por su frente. Cómo espera este niño ocupar mi lugar si no puede tolerar el ardor de mis incendios más pequeños.
—Vendré otro día.
—Ven pronto. No me dejes solo.
—¿Y cómo está ella? ¿La encontraste?
Rujo de ira. Me levanto de mi trono de hierro para perseguir al imbécil pero él se desvanece. Trucos cobardes, los aprendió de las máquinas y los payasos que tanto le fascinaban. Sus piernas de animal fueron más rápidas que las mías. Taimado y diminuto, un alfiler en mi pulgar, nada más que eso. Humillarlo entre dientes no me sirve de consuelo. Mi hogar crepita por siglos y decido aprovecharlo: trabajo el oro, el cobre y el hierro. Mi taller ha reverdecido, como el árbol de otro dios, uno de madera y sangre. Durante siglos, quizás milenios, nadie se había atrevido a hablar de ella.
Mi nombre es Hefesto y yo soy el amo de los hornos. Mis manos pueden transmutar las placas de metal en joyas imposibles y convertir el polvo en piedras valiosas, pero siempre fui un guijarro para ella. Hace tiempo, a pesar de mi pierna renga y la volatilidad de mi carácter, poseí a una muchacha tan hermosa como el día. Me la dieron mis padres, pero ella se quedó conmigo. Fósforo supone que puede comprarme con la ira, pero si supiera cuánto tiempo pasé herrando las armaduras y las joyas para conseguir el brillo de su mirada, él entendería que nunca podría comprarme.
Creía amar a mi hermano pero no era verdad. Ella revelaba la verdad de su carácter en cuanto acariciaba alguna de mis armaduras o de mis filigranas y después contemplaba la complejidad de mis diseños. Yo, mientras tanto, trataba de comprenderla. ¿Por qué se quedaba tan callada cuando acariciaba alguno de mis artefactos?
Queríamos entender nuestras partes esenciales aunque fracasábamos. El reflejo de dos acertijos se paran uno frente a otro y ambos se resuelven al mismo tiempo, pero están demasiado ocupados con las posibilidades para sopesar las respuestas. Ella suponía que con suficiente tiempo podría encontrar metales equiparados a su hermosura; yo creía que ella aprendería a resolver los laberintos de mis diseños. Así, retorcidos, nos imaginábamos dentro de las partes esenciales del otro pero ello no bastaba.
Se largó cuando la humanidad empezó a olvidar nuestros nombres. Nunca pudimos concluir o solucionar nuestro encuentro. Mis hermanos y mis padres creían que la amaba. Sí, eso creían. Yo sólo quería emular su belleza. El fuego de mis hornos son creación y amor. La verdadera belleza es una mirada confundida cuando uno trata de ver al otro como lo que en verdad es.
Mi fuego airado tarda en consumirse setecientos años. Trato de esculpir su busto en bronce detalle a detalle.
La memoria no es suficiente.
Fósforo se ve satisfecho. Su comitiva de pequeñas criaturas oscuras empuja una jaula cubierta por una piel. Se detienen frente a mi trono de hierro, dejan la jaula y se echan para atrás. Presiento que algo respira adentro de ella, algo familiar. La sonrisa de Fósforo casi es la misma de siempre, casi, tiene un ligero toque de malicia y deleite. El pequeño imbécil ha crecido, pero sigue siendo mi obra, mi producto. Haría bien en no olvidarlo.
—Tu pequeño truco me da curiosidad, Fósforo. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Te ofrezco el mismo trato de siempre: sólo dame un poco de tu fuego, mantén rojo el calor de tus hornos para alimentar mis tierras y yo mantendré vivo el eco de tu nombre.
—Cantas lo mismo. Qué ordinario eres, no tienes imaginación y no tienes orgullo. —Volteo el rostro pero la jaula captura mi atención. Brilla de manera familiar—. ¿Qué guardas allí adentro?
—Un regalo de buena voluntad pero te advierto… no es lo que esperas. En este nuevo mundo, ¿para qué mentirte?, los humanos creen que soy el amo de las mentiras y los espejismos, y ni siquiera por el milagro de su fe he conseguido el conocimiento para entender lo que traigo ante tu presencia. ¿Deseas verlo?
—Imposible. No hay designio que supere los míos. ¿Estás seguro que es algo interesante? O tal vez vienes, como siempre, para encariñarte con mi desprecio. Nada de lo que traigas se compara a mi museo.
Extiendo los brazos y la sala se ilumina. Fósforo pierde el aliento cuando ve las armaduras, las máquinas, las joyas y las estatuas. Se reconoce en una de ellas y duda, por un momento, si todavía tiene su propio cuerpo. Soy el inicio de la guerra y la imaginación humana y él quiere presumirse como el dios de la mentira.
Pero la jaula… pienso en ella. No puede ser… adentro de una jaula de madera y huesos, oculta por la piel de un cerdo, ella, doblegada y humillada y…
No puede ser ella.
Fósforo tarda en recuperar el aliento. Su comitiva de demonios y criaturas, en cambio, no reaccionan. Pobres diablos.
—Ah, diablos. —Fósforo abandona su sonrisa, pero apenas es un instante, quizás me equivoco. Pronto lo veo sonriendo.
—Mi regalo no es tan bello, mi buen señor —dice Fósforo—, pero trae recuerdos. Recuerdos que comparto contigo. Te lo mostraré si…
—Puedes irte.
—Espera, no me has dejado terminar. Te lo mostraré si prometes decirme de qué se trata. Admito mi derrota. Necesito alguien con experiencia y con cabeza porque yo no puedo entenderlo. Está lejos de mis sueños, de mis manos y las torturas que he ideado para los desdichados que entran a mis dominios. No sé si es un arma o si es una escultura viva, tampoco sé si es un castigo o es una ilusión. Quizás un herrero, un creador, un espíritu de fuego con tu experiencia y tu tamaño pueda explicarme esto que encontré porque míralo bien, no estoy a la altura. Y no hablo por hablar. Tiene casi tu tamaño.
Fósforo se acerca a la jaula y alza la piel. Me levanto de mi asiento para verlo mejor. Ha picado mi curiosidad.
—No necesitas firmar ningún contrato, mi buen señor, pero quédate con esta criatura y luego vendré a visitarte. Hablaremos de otra cosa excepto de nuestro trato. ¿De acuerdo?
Asiento distraído. Ese maldito brillo. ¿Es ella? ¿Pero qué la convirtió en esa… criatura? ¿O sólo es un reflejo? ¿Es una memoria desprendida de su cuerpo? ¿Uno de sus hijos impuros, un bastardo con ínfulas de Olimpo? La criatura no muestra su rostro, siempre se mueve para darnos la espalda, como si sus ojos estuvieran prohibidos.
Parece un perro, o un león, o un tigre, o una quimera.
Bajo los escalones para acercarme pero se mueve más rápido de lo que nuestros ojos pueden seguirla. Es divina, de eso no hay duda. Su melena blonda desprende una estela de melancolía, de pasado. Es ella, no es ella. Mueve una larga cola, tan fuerte y mortífera como el hierro, se aleja de nosotros y se sienta sobre sus cuatro patas. Los músculos de su lomo morado pulsan armoniosamente, como la luz de un fuego fatuo.
—Quizás tú puedas hacer una cadena digna para aprisionarla… yo… intenté todo para verla a los ojos y fracasé.
Fósforo desaparece y la criatura entra a mis dominios, se pierde entre los hierros, los fuegos, el carbón y las rejillas de los hornos y aunque por el rabillo del ojo percibo la intensidad mordaz de su mirada, no consigo verla en mucho tiempo.
Nunca antes mis hornos habían sido ajenos como ahora. Mi nombre era Hefesto, sí, ese era mi nombre. Fósforo regresa, pero sólo viene a maravillarse de la extraña criatura y disfrutar mi fracaso. Presume que él si puede ver sus pasos, puede rastrear sus movimientos rápidos y borrosos y me lleva de la mano por el laberinto de hierro para contarme historias: dónde ha dormido, dónde ha comido y desde dónde me vigila mientras trabajo en mi taller y limpio el carbón de las rejillas.
Casi puedo verla mientras él gira su lengua de plata y endulza la verdad con su lenguaje nuevo, cada vez más intuitivo, más maduro. Fósforo pronto será un dios y yo su maldito empleado. Algunas veces, no puedo evitarlo, quiero acariciar su cabello y preguntarme si él… todavía es mío, el pequeño imbécil que barría mis huellas, pero me contengo. Debo ser cauteloso.
Lo único que me queda son mis hornos.
—Una quimera es una mentira en el nuevo mundo —dice Fósforo—, por eso mis ojos pueden seguirla, pero no son suficientes para ver su verdadero rostro.
Quiero golpearlo, quiero partirlo en dos porque él está más cerca de entender este misterio de lo que yo jamás podré, pero tampoco lo hago. ¿Así se sentían los humanos cuando pedían favores a mis padres?
Siento como su presencia ha ocupado parte de la mía y escucho el grito atormentado de las almas humanas con las que alimenta su ardor y su furia, pero aún no puedo deshacerme de él, negar su presencia que toma mis dominios.
Es el único que puede verla.
Forjo una cadena, como sugirió Fósforo, para atarla igual que a un perro. Intenté atraparla con las redes pero, de algún modo, ya sabe ese truco y eso me da esperanzas. Me pareció, incluso, escucharla reír. He ingeniado otras trampas y armas para herirla, detener sus pasos, pero nada ha funcionado. La criatura es ingeniosa. Es ella. Tiene que serlo.
¿Por qué no desea verme?
Forjo armaduras y joyas para atraerla. Algunas veces siento que se acerca, luego volteo y así, al menos, puedo mirarla. Está lejos, calculo en mi cabeza, pero mis piernas están quebradas y soy muy lento. Jamás podré alcanzarla. Sentada de espaldas a mí respira armoniosamente como si quisiera comunicarme la paz, la aceptación, o un enigma. Las ruinas que no sucedieron. De todos modos lo intento, extiendo mi brazo para tomar la cadena y tratar de capturarla, pero ella ha desaparecido, huye de mi presencia y los fuegos arden en distintos colores una eternidad.
Ojalá los dioses tuviéramos segundos para desperdiciarlos.
—Mi nombre es Lucifer. Dilo, dilo así: Lucifer. No es Fósforo pero Lucifer. No me confundas con aquel pequeño imbécil.
Quiero tomar su mano pero Fósforo da dos pasos atrás. Sigue sonriendo. ¿Por qué nunca se muestra como era? Me arroja el pergamino a la cara y yo me arrodillo frente a él. El papel está en blanco; no está escrito en ninguna lengua y ningún espíritu vigila las palabras de una promesa; el contrato es una falacia, una excusa para alimentar mi orgullo y mi cólera, un maldito papel en blanco.
Pero no puedo enojarme, no ahora. Necesito saber si la criatura es ella.
Mis manos acarician y frotan sus pezuñas.
—¡Dime, dime cómo capturaste a la quimera! Mi fuego es tuyo, sólo dime como pudiste…
—Nunca necesité el fuego de tus hornos, sólo venía porque deseaba ser compasivo contigo. Estabas solo, abandonado… tus hornos fueron mi origen, fueron mi hogar mucho tiempo, yo…
Se carcajea como una cabra. No puedo pensar con coherencia, no como antes. Los rojos estorban, los hilos negros y la niebla espesa del azufre. He perdido la imaginación pero he ganado la mentira. Los grabados de mis armaduras ahora son horribles, burdos, pero más complejos. Lucifer ha tomado gran parte de mi presencia. Quizás nuestro nombre está transmutando en una sola criatura. ¿Ese siempre fue su plan para mí? No, no, Fósforo nunca fue tan inteligente. Pobre niño. Si cuando huyó de aquí tenía miedo de los escalones, del mundo de los hombres, del sol y de las sombras. Era una ninfa nerviosa. No, él no fue. Ambos fuimos convertidos por alguna regla que se escapa de nuestro conocimiento. El amo de las mentiras no necesariamente es el amo de los misterios. Fósforo…
—No soy Fósforo, Lucifer. Di mi nombre: Lucifer.
Patea mis manos. Corre como un animal enloquecido de un lado a otro. ¿Cuánto entregaste para sobrevivir en el imaginario de los hombres? ¿Cuánto sacrificaste, dios taimado y diminuto?
—¡Dime cómo capturar a la quimera, Lucifer!
Lucifer se detiene frente a mí. Toma mi rostro con ambas manos y me ayuda a levantarme.
—Yo no la capturé. La quimera quiso venir aquí.
Si tan sólo pudiera recordar mi nombre. Recuerdo, sin embargo, que este es mi hogar y que sólo yo puedo destruirlo, apagar sus fuegos y hundir al mundo en un frío milenario. ¿Por qué no hacerlo? ¿Qué me detenía? Me he consumido. Puedo sentir que me he consumido y ya nadie sabe mi nombre. Camino abandonado en este laberinto de herrumbre y óxido. Persigo la estela de un cabello rubio, la risa de una diosa cruel y hermosa. No puedo pensar correctamente.
Cuando era joven, creo, mis padres me dieron a un muchacho tan hermoso como el día. Se llamaba Fósforo. No. No es así. Fósforo sólo era un sirviente. Ella se llamaba Lucifer. Una muchacha tan hermosa como el día, la primera estrella de la mañana. No, no puedo pensar. Idiota, idiota. ¿Pero a quién amaba tanto? En mis hornos vive una criatura.
Si tan sólo pudiera mirar un fragmento de su rostro…
Trueno los dedos y el más grande de los hornos se rompe, se hace polvo, tiza. Todo tiene que caer. Todo. Mi primer pensamiento fue una caída. Mis hornos se derrumban como se quebraron los colosos cuando uno de mis hermanos no pudo contener su ira. Sonrío. Eso casi es un recuerdo. Una verdad adornada con la lengua de plata. Afuera gritan las almas atormentadas. La cabra se carcajea y mira mi caída, mi segunda caída. ¿Es verdad que no necesitas mi fuego? ¿O mentías? Quizás siempre he sido yo el brasero.
Aplaudo y las armaduras se rompen, el trono de hierro se deshace, las cuevas se fragmentan. El museo del rengo ha caído. Los fuegos milenarios se apagan absurdamente rápido, nadie lo hubiera creído. No tengo nombre pero el eco de mi destrucción será el frío perpetuo del mundo. No habrá velas ni carbón, no habrá espíritus ardiendo en las llamas crepitantes de dioses taimados y diminutos, no habrá suficiente argento para detener el hambre incesante de la nieve. Mi pasado se derrumba. Me arrodillo frente a las ruinas. Mis piernas, ¿qué les ha pasado? Mi segunda caída. Mi tercera caída. Mi última caída.
Cierro los ojos. Respiro. Pronto me haré piedra, me convertiré en polvo como todo lo demás. Transmutaba el polvo en rocas preciosas con mis manos porque codiciaba su belleza, la quería para mí, así nunca me hubieran abandonado. ¿He dicho la verdad? La criatura se acerca, escucho su respiración y sus pasos, suaves, muy suaves. Su hocico empuja mi mano, su nariz humedece mis dedos y mi mano pasea suavemente entre sus cabellos. Eres algo horrible. Mi belleza está en la ruina. Entonces recuerdo las miradas, los engaños, los juegos para soportar el hastío de nuestra supuesta eternidad. Una llamarada, pero así está bien, como la chispa del primer fósforo que habrá de apagarse. No abro los ojos. Ya no puedo hacerlo o perderé lo último que tengo.
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