¿Trabajar en casa es suficiente?
Tengo algunos años trabajando en casa, quizás demasiados. No tengo qué ver gente si no quiero. Como unos cuatro o cinco, además antes hacía freelanceo, pero no mucho. Hace tiempo no tengo por qué salir a tomar un camión o chiflarle a un microbús para que me espere. Apenas puedo recordar cuando estaba hacinado en el metro, junto a mi raza, cocinándome lentamente entre bacterias y humores de madrugada. Me pregunto si aquella bestia me extrañará, también me pregunto cuánto me dolería volver. Antes de la pandemia, estaba seguro de que trabajar en casa era lo mejor del mundo. Hoy lo dudo porque en redes sociales constantemente veo gente deprimida, simulando el contacto humano a través de reuniones de zoom, lamentándose de sus ojeras en selfies que muestran una extraña decadencia, un espíritu que está rompiéndose continuamente. Me hacen dudar. Pero, bueno, supón que trabajas en casa, desde antes que todo esto comenzara, y adaptas poco a poco tu oficina, compras un monitor más amable a la vista y una silla que pueda sostener tus carnes más de ocho horas diarias. En una esquinita, no más 200 pixeles de largo, pones a la muchacha que se encuera por moneda virtual de algún sitio o pones alguna película de Netflix que medio vas a ver. Medio escuchas de qué trata, abres el whatsapp y platicas con los carnales, las conversaciones nunca terminan. No hay capataz que examine tus cuentas telefónicas, tus distracciones. Pero también trabajas: revisas los números, entras al jira, hablas con otros prisioneros del hogar (jaja) en el Teams sobre los errores de los usuarios, sus sentimientos, sus opiniones. Creas un lenguaje en común para hacer como que existe una camaradería, como que has visto esos rostros durante años cuando nunca los has visto y no pasará nada cuando se vayan, pero simplemente se irán. Como nadie te cuida y a nadie le importas, como nadie ve que te estás haciendo viejo, es importante levantarse de vez en cuando y hacer aeróbicos de oficina, o darle una vuelta a la cuadra. Sales por café (eso dices), y por cigarros, y primero te da gracia la idea de ya no regresar a tu casa, a tu trabajo, a la silla y al monitor. Sí, primero te da gracia, y piensas en ello. Piensas.
Hacer el pan
Todos tenemos un capricho pandémico; el laberinto del hogar, cuando puedes ser prisionero de casa, nomás no es suficiente. El mío es hacer pan, pan campesino. Mi objetivo es hacer uno que se vea de fotografía, pero sin comprar todas las porquerías que usan los youtubers para hacer su pan: que las telas de lino, las paneras, los mason jars. Son insoportables: “quiero enseñarles lo fácil y saludable que es hacer su propio pan, vamos a arruinar a Bimbo, ya verán” y sacan un robot que mide temperaturas y hace las cuentas, y platican con el robot de cómo los abandonó su padre (feliz día del padre), y el robot tiene bigotito y monóculo como ellos, hato de hipsters imbéciles, y el robot les hace el pinche pan mientras ellos explican lo fácil que es. Estoy negado a comprar más herramientas, vamos, ni un termómetro de horno tengo qué usar si se supone en mis genes está escondido el instinto de las temperaturas y la supervivencia. Uso únicamente lo que tengo en casa, cada semana y aunque no me sale, ahí estoy, hasta encontrar el balance adecuado para esta cocina, este hogar. Mientras tanto, alimento la masa madre todos los días. Una o dos veces a la semana, comienzo el proceso y posiblemente otra decepción. Harina, agua, amasar, abandonar, abandonar durante horas y regresar para darle de nuevo. Me siento bien, siento que estoy haciendo algo aunque las pasas son largas, de horas. La cabeza piensa continuamente en todos los pasos que anteceden el horno, los incendios. Ilusión de productividad. Vago recuerdo de un dios que sigue ahí dormido, olvidado. Hefesto está pensando en que lo adoraban, en que los fuegos, los volcanes y las piedras eran únicamente suyas. Abre los ojos, grito de guerra, declara el horno casero como su templo, el reinicio de sus dominios. Aguanta, le digo al dios de los tullidos, nomás estamos haciendo pan.
El gusto de resolver pequeñeces
Una de las esquinas de mi casa, desde hace seis o siete años, tenía una filtración de agua. Ya soñaba con ella. Soñaba que un día me iba a sentar en la taza del baño y toda la casa se iba a hundir en infiernos de agua negra (Hefesto hace una cara de no lo haga, compa, tenga dignidad). También llegué a pensar que este era uno de esos momentos decisivos de mi vida, uno de esos que niegan la entrada al cielo. “San Pedro”, le diría, “te juro que traje a gente pero ninguna sabía qué hacer”. “Nada”, diría San Pedro mientras tacha cosas en su libreta de los buenos y los corruptos, “cero por chapucero y al infierno por no saber escoger plomero”. Como buen chilango, durante años me entrené para perseguir plomeros competentes pero luego acabé en Puebla y todo ese aprendizaje, por usar una expresión del gremio, dios me perdone, se fue al caño. Todas mis mañanas, bajaba a la cocina y al cuartito de la lavadora para hacer cuentas de las gotas de agua. Drip, drip. A lo largo de los años, vinieron los plomeros a arreglarlo y sí, según ellos lo arreglaron, lo parcharon, me sacaron una lana, le sacaron una lana a mi esposa, le sacaron una lana a mi perro. Todos aventamos dinero. Una semana atrás encontré a un par de muchachos trabajando en una de las casas vecinas y reconocí a uno de ellos, pues también trabajó en las casas cuando recién las construyeron. “No te preocupes, mi Agus (ya somos cuates), nosotros lo arreglamos”. Durante una semana picaron concreto, me mostraron las fracturas, me explicaron cómo goteaban esas filtraciones. No usaron el pegamento adecuado, eso me dijeron, y yo estuve muy de acuerdo. Cómo le hacemos para regresar en el tiempo y pedirle al muchacho, cualquiera, que use el adecuado. Se encogieron de hombros. Me pidieron permiso para descubrirle más porque sospechaban de otra filtración. Vi volar el presupuesto, pero asentí felizmente y como un rey, alcé la mano y dije: “háganlo”, y no se diga más, porque me fascinaba mirar cómo el agujero se hacía grande, cada vez más grande; era el agujero de mis pesadillas, por el que me iba a caer si no solucionábamos esto. Mi esposa hizo unas caras de terror: “no tenemos piso, no tenemos pared, ¿cómo lo van a tapar todo?”. “Calla, mujer, ya trascendimos esas pequeñeces”, pero los plomeros estaban escuchando. “No se preocupe, no vamos a romper más de lo que tengamos qué romper”. Con una precisión quirúrgica nomás rompieron tres mosaicos del piso, de los cuales teníamos, convenientemente, los reemplazos. Trajeron tubos y sacaron cubetas de cascajo. Se echaban a reír mientras trabajaban y me hicieron feliz, me hicieron sentir que finalmente lo había solucionado, que sobrevivir al cáncer no estaba mal porque uno podía, pues, levantarse un día y pedir ayuda para componer estas esquinas, tapar las filtraciones, hacerse cargo, claro, de las pequeñas grietas en la rutina.