Guionismo
Cuando trabajaba en publicidad, y salía a relucir el tema de si yo era escritor, tímidamente respondía que sí: “escribo novela, cuento”, y no lo decía, pero pensaba: “escúcheme bien, vierto mi alma en las letras, pero en sus estructuras más clásicas, en sus más altas formas artísticas”. Me reía como un estúpido y después le daba un trago a mi cuba. Entonces, inmediatamente, mi interlocutor, ya sea un productor o un asistente de dirección, a veces si tenía suerte, un director, me reviraba: “¿y no escribes guion?”. “No”, solía responder, “a eso le tengo respeto”. Mi respuesta era más bien programada por que: 1. no sabía si me preguntaba algún vampiro que me iba a chupar el tuétano y 2. de todos modos me trataban de convencer, platicaban algún proyecto y querían convencerme de trabajar por nada. En aquellas épocas, cuando un guion caía en mis manos, notaba todas las faltas de ortografía y de coherencia, y me decía: no debe ser muy difícil, pero hay qué aprender. Y sí, hay que aprender, porque los guiones tienen fórmulas que ayudan a toda una ciudad (porque las películas, y los videoclips, y los comerciales, serán la visión de un director, pero son arte hecho por una ciudad) a entender, en comunidad, la historia que están contando. Quién iba a pensar que finalmente caería en la trampa. No solo estoy aprendiendo a escribir guiones, pero ahora estoy dispuesto a enseñar a otros como hacerlo. Es una estructura que se ha diversificado enormemente y que sirve a una amplia vertiente de entretenimiento nuevo: podcasts, juegos de realidad alterna, videojuegos. He leído la historia de productores independientes de videojuegos y sus aproximaciones lúdicas a construir historias: el guion no lo escribe una persona, pero la narrativa se convierte en un ping pong comunitario, muy similar a aquella imagen: la sala de escritores que preparan los temas que se verán en la siguiente temporada de nuestra serie gringa de ocasión o los doramas coreanos. Han aumentado tanto los modos de distribución que ya no dependemos de que nos contrate el creador telenovelero de moda en Televisa o TV Azteca, pero quién sabe, podrías vender tu alma en Netflix y escribirás incansablemente, y vivirás dignamente de ello, hasta el final de tus días.
Pan y circo
En Amazon Prime, apareció una serie mexicana que trata de Diego Luna invitando a cenar, comer y beber vino a otras personas para hablar de temas incómodos: racismo y clasismo, violencia de género, legalización de drogas, aborto. Su programa es muy similar a lo que hacía Chelsea Handler en Netflix, donde había estas conversaciones de gente privilegiada, celebridades de toda índole, que se descubrían bañados en bondades y comenzaban una hemorragia de perdón y vergüenza. Una plática de sobremesa, pero con cámaras y, por lo tanto, sumamente artificial. Por algún motivo, el primer capítulo es sobre la cuarentena y el encierro, un capítulo añadido a su temporada y forzado como inicio, aunque dejan entrever que la serie fue producida antes de ello y, quizás, los siguientes capítulos son en la mesa de Diego Luna, o en algún restaurante, sin distancias y sin improvisar la producción. Hay dos frases muy peculiares que Diego Luna pronuncia con cierto dramatismo como una introducción: “Eramos tan felices y no lo sabíamos”, la otra: “el encierro nos obligó a examinarnos”. Me hicieron ruido porque, además del encadenamiento trillado de estas frases, sinceramente, encerrado en mi casita de Cholula, con mi perro y mi esposa, y mi whisky barato, y mi pan recién horneado, no soy tan desgraciado. En cuanto al proceso de examinarse a sí mismo, bueno, vivir en el encierro hace que nos veamos en el espejo más a menudo. Y sí, he encontrado un par de verrugas nuevas, en mi frente y mi nariz, pero las selfies me han quedado más chingonas. Todavía me desconciertan las cicatrices y los tatuajes del cáncer, pero no me detengo a llorar, ni a pensar que estoy enjaulado, que la vida se me está escurriendo entre mis dedos ahora que, maldita sea, por fin, la he recuperado. Qué clase de pusilánime piensa que no tiene caso continuar solo porque no puede ir a echarse unas chelas, o ver un concierto, o abrazar a sus tíos preferidos (quizás, bueno, todos, lo sé pero… aquí estamos). Después de la presentación anodina, apresurada y catastrófica, Diego Luna platica con unas personas en Zoom. En su totalidad, no estuvo mal pero hay que superar la introducción. Diego Luna es un hombre encantador y eso ayuda. No la seguiré viendo, lamentablemente no creo ser el target.
Moodle
Me gustaba imaginar la clase de profesor que me gustaría ser: inspirador, carismático y gracioso como un standupero. Te proyectas, bailas en tu clase, tus palabras son aladas, los muchachos y las muchachas te miran con cierto destello de admiración. De vestuario: monóculo, saco de tweed, pipa. El otro día me acordé de Collin White, el viejo que me daba clases de poesía moderna en Letras Inglesas. Solía comer en la cafetería de la facultad, pedía mi torta de milanesa y él se aparecía en mi mesa, tomaba asiento, me robaba dos cigarrillos. Se quedaba en silencio, no hablaba mucho. Una hora antes, probablemente, me había regañado porque mi ensayo estaba culero, y que yo era un idiota, pero me ponía ocho y mi querida Ariadna me animaba y me decía: “pues ocho en clase de Collin es algo bastante respetable”. No estaba ahí por mi interesante conversación, de eso no me queda duda, pues no hablábamos, pero iba a gorronear los cigarrillos y se ponía a leer el periódico mientras yo masticaba mi torta, como perrito apaleado. Entonces algún otro compañero se sentaba, o algún otro profesor, uno más joven, y le decía: “Maestro Collin, no fume, le hace daño”. Entonces alguien me contaba, ahí en la mesa, en español para que el energúmeno no le entendiera: “Collin White construyó su propio barco, ¿lo sabías? Dicen que lo tiene allá en el Ajusco”. Y yo me preguntaba: “¿por qué nadie tiene los huevos de retar esa maldita historia, de confirmarla y dar bien los detalles, si no hay un lugar decente dónde tener un maldito barco en la Ciudad de México?”, pero yo no lo hacía tampoco. Me gustaba creer en el barco de Collin. Todo esto para decir que Moodle es una porquería y que lo odio con toda el alma. Sí, lo acepto, merezco el ocho de Collin White.
Publicado originalmente en LJA.MX (en algún lugar).