El fervor nacionalista dura poco en el regimiento. El entrenamiento es duro y sólo los necios, los masoquistas, siguen bromeando. Gámez tampoco se cansa. Posee un truco. Todavía puede jugar e imaginar en otra parte mientras su cuerpo hace todo el trabajo. Sus compañeros entristecen cuando reciben las listas de los cuerpos, de los kilómetros a recorrer, de las pocas horas de sueño. Gámez genuinamente se sorprende cuando escucha el nombre de los muertos en una guerra que se supone está luchando.

Lo mandan a Veracruz a defender el puerto contra los ingleses. Son unos hijos de perra pertinaces. Un grupo de guerrilleros argentinos se une a la defensa. Ofrecen sus manos, sus armas y sus cigarrillos. Aún cuando Argentina no se había unido oficialmente a la guerra, los grupos de mercenarios idealistas se amontonaban para entrar. Los chinos también envían ayuda militar y Gámez piensa que, abandonando a su ejército en todas partes, conquistan silenciosamente el territorio.

Los nombres en el puerto enrarecen aun más con los apellidos italianos, alemanes y chinos. Los apodos se distribuyen tan rápido como las balas, el parque, los dragones. El puerto se transforma en un rehilete multicolor de pronunciaciones, caracteres, errores de registro por un equívoco de generaciones atrás. Imagina que al final de la masacre, permanecerá el mazacote de ingleses, chinos, argentinos, colombianos, uruguayos, venezolanos y mexicanos en la costa que, de por sí, ya es bastante variopinta. Gámez, en su cabeza, juega combinando los nombres: Choi Márquez, Swedenberg Martín, Axayácatl River, Hernandes Pérez-Mont. Cómo le gustaría aprender los verdaderos nombres de sus compañeros. Cómo le gustaría hablar de la guerra, de los cuerpos, de los desmembrados, de los perdidos, de cómo vencen y fracasan, vencen y fracasan de nuevo. Quisiera hablar de la toma de Veracruz a la que sobrevivió milagrosamente. No puede hacerlo. Su truco es demasiado bueno.

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El peso se devaluó cuando el presidente de Nuevo Amanecer ganó las elecciones, y la guerra contra Estados Unidos por los territorios con poco o escaso petróleo, complicó todavía más los escenarios sociales. Chilango o no chilango, clase media o clase baja, pocho o mexica; así los hombres se distanciaron de otros hombres para facilitar la matanza, justificar el odio.

Venezuela, China y Brasil enviaron fuerzas militares al sureste mexicano para contrarrestar las fuerzas estadounidenses. Estados Unidos se valió de la ambivalencia de los estados norteños mexicanos y de los latinos que persiguen el American Dream. Cincuenta años después esta guerra sería conocida con el nombre de “La Gran Guerra Americana”. Estados Unidos hubiera mudado la guerra a China, el problema es que parte del poco petróleo, el petróleo fácil, estaba aquí y luego en Sudamérica.

Fuckins spics, musitaría un grupo de rednecks, emborrachándose en sus cantinas de madera podrida y ventiladores lentos, seguros de que el Destino Manifiesto incluía el petróleo en los regalos que Dios les había dado a ellos. Todo para ellos.

Era imposible trasladar la guerra al Medio Oriente. En Arabia gobernaba suciamente un islamita radical. La Cimitarra, como era conocido, mandó a instalar bombas de hidrógeno en los túneles de petróleo y sus torres petroquímicas. La Central de Inteligencia de los Estados Unidos intentó recuperar el control pero el rey árabe estaba a la altura del reto. Regresaba las cabezas de los agentes, incluyendo tarjetas con afectuosos saludos y un nuevo contrato que proponía cambios en los precios del crudo. Llegar a él les costaría años y mucho dinero, pero la necesidad no les permitía rendirse.

“La cultura, la educación y la riqueza son productores de guerras y el rechazo a una nación que nunca los proveyó, sus soldados”, diría un académico borracho para cerrar su discurso frente a un pódium, candidato al Nobel de la Paz. Le aplaudirían estruendosamente. Él pensaba en los familiares que enterró y la botellita de mezcal oaxaqueño que le esperaba en la guantera de su coche.

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Las palabras terminan donde empiezan las balas. El truco de Gámez son las pastillas que mandan a otro lado su consciencia y manipulan su cuerpo. Marcha con sus compañeros de regimiento y, a la vez, no está con ellos. Ellos esperan a los ingleses, Gámez espera otra cosa. El puerto de Veracruz fue bombardeado tres semanas atrás con cruceros de guerra, y ahora mandan batallones todos los días. No cejan, no ceden. El plan de los ingleses, según Inteligencia, es tomar Veracruz, luego Tamaulipas y abrir un paso de acceso a Estados Unidos. Los soldados se sienten pequeños cuando miran las naves de guerra que abruman el horizonte. Gámez hubiera disfrutado esa imagen, pero su consciencia está en otra parte, ha tomado tantas pastillas que desde hace unas semanas sólo se repite una escena: al pie de una cama admira a una mujer desnuda y boca abajo. Se masturba para él. Susurra palabras que ocurrieron en otra parte, y en otro tiempo. El humor del incienso lo arropa, mira el juego de sombras que provocan las velas, la escucha y se traga las palabras de amor como las sintió el cuerpo original. Piensa como otro, habla como otro, mientras que sus manos, afuera, rápidamente cortan cartucho para defenderse. Su cuerpo mata en Veracruz. Su consciencia goza de una mujer desnuda.

Logran rechazar a los ingleses durante tres meses. Gámez, cuando despierta, después de las pastillas, se mira las manos manchadas de sangre y escucha a sus compañeros contar cabezas, de cómo Dios y la Virgen protegieron sus cuerpos y guiaron sus punterías. Le preguntan a cuántos mató y Gámez se encoge de hombros. A los necesarios, dice, haciéndose el valiente y todos ríen, le ofrecen de beber, lo vigilan. Quiso confesarse, contarles que su proveedor de confianza le vendió la droga perfecta, esa que le ayuda a evitar las incomodidades de una guerra mientras sueña, vive una realidad separada, pero no se atreve, teme que se las quiten.

Le arrebatarán a Mariela.

La sombra de las velas son los buques en el horizonte, su luz intermitente son las bombas que caen a unos metros, el olor a sexo es la carne chamuscada de los otros. Despierta, otro triunfo, más anécdotas. Sus compañeros ignoran que la guerra durará seis años más y que harán casa en Veracruz para protegerla porque ni los ingleses ni los gringos y, más tarde, ni los rusos la dejarán en paz.

Gámez sirve un año en Veracruz. Un año de pastillas, de confusos despertares, de dolores y cicatrices nuevas, de condecoraciones accidentales por haber matado a unos y salvado a otros. Ya lo tiene bien medido: toma una pastilla antes de un ataque y que su cuerpo se encargue mientras él vive en otra parte, otro tiempo, con una mujer hermosa y complaciente. Se acaba el efecto, en medio del deseo y de la lujuria, el cuerpo sudoroso, las manos manchadas de tierra y el rifle caliente entre sus manos. Sus compañeros le sonríen, le aprietan el hombro, le temen. Su cuchillo tiene sangre nueva, sus municiones son menos. ¿A cuántos habrá matado?

Al principio es consciente de la falsedad de los recuerdos hasta que un día se sorprende, en medio de un descanso, hablando de Mariela, la mujer de su vida. Algo tiene que contar, algo tiene que decirles para que lo vean como un hombre. Narra su propia lucha, la única que conoce. Habla del cabello rizado, del arete en los labios y de los senos voluptuosos. Hablarlo, misteriosamente, lo transforma en otra cosa, en algo… palpable.

Con los días y gracias a los ánimos de unos camaradas que apenas conoce, rechaza la posibilidad de la mentira y sigue contándoles de la mujer. De todos modos las nanomáquinas y los químicos grabaron los recuerdos como si fueran suyos. Es muy difícil dudar, y aunque puede hacerlo, no se atreve. Cuenta de la memoria de aquel cuerpo fácil, tibio y trémulo en sus manos. Cuenta cómo sus dedos desenredan un cabello interminable y casi insoportable. Ellos le creen. Puede ver en sus ojos cómo la desean. Ella es real. Sus manos se crispan cuando piensa en Mariela.

Revive una experiencia táctil.

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Gámez despierta sin la pierna izquierda. Sus manos quieren detener la sangre y no son suficientes para tapar el agujero. Uno de sus compañeros lo carga en sus espaldas. Su salvador habla torpemente de cómo su sacrificio le salvó su vida a él y a muchos compañeros. Gámez no escucha.

—Este debe ser el sueño —susurra. La sangre se le escapa por la herida—. Déjame dormir, mamá.

Su mente se queda a mitad del camino. No está despierto o dormido. Nada es real: Mariela, la guerra de Veracruz, su madre, las pastillas. Luces intensas, blancas, la textura del látex contra su piel fría, el departamento roído por la humedad, las nalgas de Mariela que se alzan para recibirlo, la sonrisa chueca del proveedor cuando extiende el bote de pastillas, su madre le acaricia la frente. Los médicos hablan de él, soldados vienen a verlo, piensan que duerme.

—Mató a catorce hombres con un rifle de precisión y un cuchillo.

—No molesten al Diablo.

—¿Te fijaste? Hasta los chinos lo pronuncian en español, sin trastabillar: el Diablito de Veracruz.

—No paraba con todo y pierna mocha. Tenía los ojos de un demonio.

Mariela, madre… ¿Tengo tu permiso? Sí, déjame seguir soñando.

El Diablo de Veracruz pasa a la historia. Se convierte en el ejemplo del héroe mexicano contemporáneo. En el futuro, lo usarán como una imagen de la voluntad humana, del poder y de la gloria. Escribirán de él, su historia no sólo como matón de la nación, también de la mujer a la que defendió con todas sus fuerzas. Sus compañeros, los que sobreviven, lo sueñan en sus pesadillas: se arrastra en la playa con una pierna, se aproxima a los boinas rojas, les dispara por el culo con el rifle. Una última batalla para cobrarse la pierna que perdió. Dirán que expulsaba espuma por la boca, los mocos por la nariz, la sangre por los dientes. Catorce hombres, dieciséis, algunos dicen que veinte. Con la sangre pinta la silueta de Mariela, su Mariela.

Gámez regresa a la ciudad de México. Lo acompaña el mismo hombre que lo cargó para salvarle la vida, aún sintiéndose comprometido a cuidarlo.

El Ejército prometió a Gámez que lo ayudarían a localizar a Mariela y que no lo abandonarían a su suerte. Habló tanto de ella en el servicio que el rumor llegó a los superiores y sintieron curiosidad por conocer a la mujer que duerme con el Diablo de Veracruz, el demonio que mató a más de veinte boinas rojas con una pierna mocha.

Gámez se acaricia la pierna mecatrónica temporal, pronto el gobierno le pagará una mejor, una más precisa y que no rechine. Espera una silla de ruedas para que lo lleven a la sala. Una simple formalidad. Podría irse caminando si quisiera. Es una pierna inconclusa, piensa y arrastra en el pensamiento esa última palabra. Luego juega a que puede inventar el recuerdo de cómo la pierde: ¿una granada, una mina, una bala de cañón?

Pule las medallas en su uniforme.

—Mariela vendrá pronto —susurra y el hombre que lo acompaña le escucha incómodo. Le debe la vida pero tiene el miedo de los supersticiosos—. Vete. Ella no tardará en llegar. No te sientas responsable.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Sí.

—¿De verdad eres el diablo?

Gámez sonríe con tristeza. El hombre mira la sonrisa y la interpreta como una reacción a los recuerdos dolorosos, a la pesadilla de los cadáveres.

—Lo soy.

El hombre lo acompaña un par de cigarrillos y luego lo abandona. Las manos de Gámez tiemblan. Se palpa el bolsillo y encuentra el bote de pastillas. Si alguna vez quiere encontrar a Mariela tiene que seguir jugando.

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Su proveedor le presumió que se trataba de robots diminutos, tecnología nueva, y que el ejército jamás los descubriría en sus exámenes. Nadie lo sabrá, prometió. Gámez toma el bote de pastillas, contiene setenta, no hay indicaciones de uso ni advertencias de efectos secundarios. Abre, toma la primera y la traga sin problemas. Siente un cosquilleo en la garganta, tose, imagina millones de diminutas arañas cibernéticas adueñándose de su organismo.

Maldice. Recuerda a su madre como la vio en fotos. Puede verla, es ella, ocupando un espacio en su habitación. No, no es su habitación. Oscurece y en medio de la oscuridad, su madre es la única fuente de luz. Camina hacia ella.

Es el mejor viaje de su vida.

—El sistema ha reconocido a tu madre como una figura importante. He tomado su forma para explicarte el sistema. En vez de conseguir un actor que hiciera el papel de instructor, nuestros ingenieros pensaron que sería más fácil hurgar en tus recuerdos y escoger a una persona a quien le tuvieras confianza. Las indicaciones son vitales para el experimento. Por favor, presta atención.

—¿Mamá?

—Soy el Sistema Operativo del experimento BAAL2012. Eres un elegido para probar una nueva forma de entretenimiento. Las nanomáquinas del experimento se encuentran, en este momento, instalándose en tu cuerpo. Ellas registrarán toda clase de información bioquímica. Más tarde, cuando acabe la pastilla en curso, los pequeños dispositivos serán expulsados a través de tu orina y harán el largo viaje a una de nuestras oficinas mexicanas. Esto servirá para mejorar el sistema y tu experiencia. ¿Aceptas?

—Sí, sí…

—Fantástico. Antes de continuar, ¿tengo tu permiso para darte las instrucciones? Al aceptar, estarás de acuerdo con los términos legales, los cuales puedes revisar en tu memoria, en cualquier momento. Si no deseas continuar, di que no. Las nanomáquinas en tu cuerpo se autodestruirán y darán instrucción a las que se encuentran en el paquete que también lo hagan. No te preocupes, esto no será nocivo para tu salud.

Gámez contempla a su madre. La rodea lentamente, casi extiende sus manos para tocarla pero teme su desaparición. Su madre le sigue con los ojos. Gámez se planta frente a ella. El Sistema Operativo sonríe amablemente.

—¿Aquí no es el cielo? ¿No sabes nada de ella?

—No estás muerto y lo lamento, no sé nada de tu madre. ¿Deseas que cambie de forma? Preciso tu atención a las instrucciones.

—No es necesario… Discúlpame. Antes de continuar, ¿hay efectos secundarios?

—Los efectos secundarios de las pastillas son: Pérdida de la memoria inmediata después de reproducir las sensaciones, ceguera breve, desorientación, dolores de cabeza inmediatamente después de tomarlas, sensaciones de dejá vu y… probablemente, pero no está comprobado, envenenamiento por mercurio. Sin embargo, si me continúas escuchando, ¡buenas noticias! —el Sistema Operativo ríe.

Gámez nunca había escuchado la risa de su madre y escucharla, tal como se la había imaginado, lo pone feliz.

—Esto no es droga, ¿verdad?

El Sistema Operativo ríe de nuevo. Gámez nota que su madre ha adquirido confianza, que su discurso es menos mecánico y más histriónico. No le importa el hecho de que en realidad se trata de una grabación. Él sigue pensando que ella es su madre.

—No. Es un experimento que revolucionará la industria del entretenimiento: nanomáquinas que reproducen sensorialmente las experiencias de otros y que luego quedarán registradas en tu memoria a través de los procesos químicos y sensoriales pertinentes. Cien por ciento saludable, aun con sus pequeñas molestias. Nuestros ingenieros, productores y socios trabajan en adaptar otras historias al sistema. En un futuro también seremos capaces de grabar tu imaginación, reproducirla cuando gustes o compartirla incluso. En la siguiente versión serás capaz de recordar a tu madre, de vivir las fotografías que tienes de ella. El proyecto crece y tú te has convertido en un contribuyente importante para la mejora del sistema. Nuestra primera prueba consiste en la historia de un amor, aunque algunos dirán que es pornografía —su madre sonríe dulcemente, como si la palabra no importara—. El sistema ha confirmado tu edad biológica, eso no es problema, pero debo preguntar: ¿tienes algún problema moral o sensible con las escenas para adultos?

La primera vez que Gámez escucha hablar a su madre, ella le ofrece pornografía.

—Por favor… continúa.

—Una vez iniciado el experimento, no puedes detenerlo. El sistema dará instrucciones a tu cuerpo para tomar la siguiente pastilla, como si tuvieras ganas de fumarte un cigarrillo. No es recomendable oponer resistencia porque la programación final se encuentra en nuestras últimas pastillas y son las que regresarán a la normalidad tu sistema neurológico. Algunos sujetos se confunden mucho con la experiencia aunque depende de la persona. Es recomendable que no empieces el experimento en algún momento de intensa actividad emocional y física, aunque el sistema se encargará de proteger tu cuerpo y hacerlo actuar de manera automática e inmediata. No es recomendable que tragues una pastilla en medio de la interacción con otros seres humanos porque no involucramos procesos complejos de habla, pero procesos más sencillos como comer, caminar o correr, son perfectamente manejables. Es posible que el sistema adapte tu cuerpo a distintas situaciones pero recuerda… este todavía es un programa en fase beta.

—Creo que lo entiendo. Tienes mi permiso mamá.

—Muy bien. Has terminado el instructivo donde tuviste la ilusión de controlar tu cuerpo y ser un testigo activo. Sin embargo, es momento de iniciar la historia. Lo que estás a punto de mirar, oler, tocar y sentir… son las sensaciones de otra persona que fueron grabadas. Las asimilarás como propias y eso provocará la ilusión de que no tienes control alguno. No te angusties, cuando te acostumbres será de lo más común. Deseamos que te diviertas y que vivas la historia hasta el final. Tu cuerpo en este momento está buscando la primera pastilla que se encargará de presentarte el primer episodio. Espero una respuesta afirmativa para mover a tu cuerpo para que trague la pastilla. Pero antes: ¿tienes alguna duda u objeción? Es la última vez que lo preguntó, después no hay marcha atrás…

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Mariela rompió ayer conmigo. Los aparatos no grabaron el momento porque no lo permití… jamás permití grabar los momentos infelices. Siempre tuve, desde nuestra primera cita, presentimientos que me avisaban de las pequeñas desgracias. He procurado que se graben las noches cuando nos enredábamos entre las sábanas o practicábamos alguna perversión para darle un propósito a nuestro ocio. Siente cómo las gotas de la lluvia empapan mi rostro, mi gabardina, mis anteojos que se empañaron con las abundantes lágrimas de hace unas horas. No entiendo, quiero proteger a mi país y a Mariela; la guerra será inminente en unos años y es mejor estar preparado, pero ella no lo acepta… dijo que si me iba, todo termina.

No puedo soportar la ruptura del regreso, la ausencia de sus abrazos después de sentirme un héroe, de sentirme útil

La historia de Mariela goza de muchos recuerdos, igual que toda historia trágica de amor, desde cuando nos compramos nuestra primera estufa y se nos achicharraron los bisteces, hasta el primer sillón donde cogimos una y otra vez. Debes recordarlo. Lo vivimos juntos. ¿Recuerdas aquella vez que se recostó en el sillón, bajó sus calzoncitos y movió el culo? No hay nada más íntimo, me dijo, que besar el ano de otra persona. En ese momento me pareció inmoral, estúpido. Hice memoria de las mujeres que había besado, o abrazado, o de los amigos a los que les había puesto el brazo en el hombro, y pensé en la distancia, en esa incomodidad de tocar a otro, en que existía un límite; tuve que darle la razón. No hay acto más íntimo. Aquella noche me arrodillé frente a Mariela y lamí como un perro entre sus nalgas. Un niño deseoso y enfermo por consumar un acto íntimo de verdad.

Eso hicimos, tú y yo, mi querido extraño, mi sombra quien junto a mí, aprendió a amar a Mariela. ¿Lo recuerdas?

Deberás perdonarme. Sólo tienes mis recuerdos felices, los recuerdos de gozo. Nunca permití grabar las discusiones, las peleas, el remordimiento… sobre todo el remordimiento. Una vez Mariela me amenazó con un cuchillo, me dejó una cicatriz en la ceja y me gritó que me largara. Una semana antes yo tuve la culpa, cuando llegué borracho, la golpeé y le rompí la nariz. Viviste las disculpas, nunca los conflictos. No entraré en más detalles. Te cedo las sensaciones de amor, de paz, de verdad absoluta que Mariela me entregó en nuestro tiempo. Si acaso ahora te explico a través de memorias breves lo que planeo hacer… es para regalarte un contexto y puedas terminar la historia. Ojalá lo entiendas. Date cuenta que amor perfecto no existe aunque los recuerdos engañen. No me culpes… cualquier persona lo hace así, seguro conoces a alguien que habla de su experiencia amorosa inmaculada, pero miente… es verdad que la memoria limpia el pasado, y sólo eso. El amor no es para siempre.

¿Cuánto tiempo hemos permanecido bajo la lluvia?

Gámez acaricia su pierna artificial. Falsedad tras falsedad. Ha llegado al número 221, donde vive o solía vivir Mariela. Sus ojos lloran mientras asimila las sensaciones de otro hombre. Es un espíritu alimentando y vomitando a otro espíritu. Las pastillas, como lo esperaba, lo guiaron al lugar. Se ríe, patético, Mariela fue lo único real durante su periodo como soldado. Recuerda las palabras que construyó en torno a ella, en las noches cuando los soldaditos esperaban a la muerte, y siente una intimidad como no la había sentido antes. La ama. Un pedazo de su consciencia insiste en que los recuerdos no le pertenecen, pero no importa, ya está quebrado. Ningún recuerdo es completamente suyo, la sombra de Mariela se extiende hasta el origen. No tiene que perder. La única esperanza de recuperarse a sí mismo, piensa mientras sube las escaleras, es encontrarla y solucionar el misterio. Percibe la instrucción para tomarse la siguiente pastilla. Quedan dos en el bote.

Alguna vez tenemos que dar el siguiente paso. Escondo una pistola bajo la gabardina… seguro puedes sentirla: pesada, fría, sostenida en los pantalones. Mariela no entiende por qué quiero ir a la guerra, y yo no entiendo por qué no me espera… Mejor guardar el amor para siempre. Lamento que deba terminar así… ojalá no tuvieras que vivir esto. Si puedes detener la grabación, hazlo ahora. Si no quieres detenerte, sígueme… tenemos escaleras que subir, donde cada paso pesará un hierro.

Gámez sube, se palpa los pantalones donde debiera haber una pistola.

Ella lo entenderá. Tercer piso, departamento uno, las llaves caen. Tiemblo. Me inclino a recogerlas, abro la puerta y la descubro fumando en la ventana. No voltea. Ya lo sabe. Le doy las buenas noches. Ella habla de las luces de la ciudad y de las pocas estrellas que se ven en el cielo.

—Deberíamos comprarnos un telescopio, y ya cuando nos harten las nubes estorbosas, irnos a otro lugar donde el cielo siempre esté despejado.

—Iremos al cielo —le respondí—. Los amantes siempre van al cielo.

Ella tira el cigarrillo, voltea y observa la pistola. Ya lo sabe.

—¿Puedo acercarme a besarte?

—¿No me la quitarás?

—No, y si lo hiciera, tendría que matarte y luego suicidarme. ¿No es lo que piensas hacer? ¿No lo preferirías a dejar nuestro amor inconcluso?

—Sí… mil veces.

Cobardes, escupe Gámez. Se esperaba todo menos esto. Un final fácil de película negra. Se arrodilla, escucha cómo rechinan los mecanismos de su pierna, su consciencia desea rescatarse, también rescatarlos a ellos (primero a Mariela, siempre Mariela) que lo mantuvieron vivo a través de sus recuerdos, sus confesiones, pero el sistema no lo autoriza.

Mariela se acerca. Sus dedos rodean el cañón de la pistola. Jala el arma y la encañona contra su estómago. Pasa las manos por debajo de la gabardina para consentirnos un último abrazo. Acerca sus labios a los míos. Aprieto el gatillo, pensé que se escucharía más fuerte… y la miro, tiene la sonrisa de los muertos satisfechos. Cae. Me dejo caer frente a ella. Ya no tiemblo. Recuerdo los momentos luminosos, y los otros, a contraluz. Perdóname si tuviste el valor de seguirnos hasta este punto. Es hora de apagarnos, no puedo suicidarme y que grabes la sensación de la muerte. Es el último recuerdo que me guardo. Ojalá entiendas.

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Una pastilla gira en el bote. La última, la que regresaría a la normalidad su sistema neurológico, según el sistema. El departamento no está completamente abandonado. Sombras de cuerpos secos, apilados y vacíos. Se mira en ellos. Trata de levantarse pero las piernas no obedecen. Un hombre de uniforme naval, condecorado generosamente, se acerca a él, como una aparición entre los muertos. Le arrebata la pastilla de la mano. Gámez no protesta. Escucha sus propios sollozos.

—Es una pena pero su cuerpo no querrá tragar la última pastilla. Lo hemos intentado con los otros que usted ve aquí pero descubrimos que si lo forzamos, morirá ahogado —dice el uniformado—. Su cuerpo ha perdido la voluntad de vivir.

Hizo una pausa para fumarse un cigarrillo.

—Tengo tiempo esperando a que el sistema lo trajera aquí. No supimos cómo darle una aplicación militar hasta que llegó usted y nos hizo la investigación. Se lo debemos todo, Diablo. Sé que no me escucha pero siento que merece una explicación. Usted nos ha ganado la guerra. Estoy aquí para darle las gracias, y también un poco de piedad.

El hombre desenfunda un revolver y le pone una bala. Gámez quiere decirle que se equivoca: lo escuchó todo pero no puede responder. Su cuerpo es una prisión, la estatua de un fracasado. Tal vez si consigue mover un dedo o dos, el uniformado se dará cuenta. Todavía no la encuentra a ella, tienen que ayudarle, recuerda que los mismos militares se lo ofrecieron. Siente la ansiedad del arma que empuja contra su cabeza… tres dedos, cuatro dedos, calambres en el brazo, se rompe la carne… necesita seguir buscándola. Ese no es el final, no puede acabar así. Sobrevivió el sueño de la guerra, al menos debió ganarse que no lo maten de rodillas. Consigue alzar una mano. Lo toma por sorpresa el olor de Mariela y sonríe con tristeza, sí, alcanza a sonreír. Es el fantasma de Mariela que impregna de nostalgia la habitación.

Se dispara el revolver.

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Este es un cuento del libro Aquí no es el cielo. Puede adquirirlo en Amazon o bien, puedes esperar a que publique los cuentos de este libro esporádicamente.