Como aficionado a la ciencia que soy he comprendido el origen de la sombra. Cree que me asustará con sus trucos y apelará a mi supersticiosa humanidad pero se equivoca. Ya sé de dónde viene, ¿cómo no había pensado antes en el artículo titulado: “18.9” de la Science Weekly, número 26, año XIII? La sombra tiene una respuesta científica, sus apariciones repentinas tienen una explicación lógica. Su origen radica en trucos aberrantes de la naturaleza. La sombra habla y hurga en mis temores. Despierta un sentido primario de pánico. Lo hace para evitar que la desenmascare como lo que es: una vulgar manipulación de mi percepción, de mis sentidos.

La carcajada de mi esposa rompe el silencio y desmorona la certeza de mis planes, de mi alegre y reciente descubrimiento. La escucho caminar en el segundo piso de un lado a otro. ¿Con quién habla? Ella no quiere entender. Su risa reduce mi trabajo a un capricho. Me hiere. La sombra desaparece inusualmente rápido. El reloj marca las siete de la noche, dormiré en el sofá, mañana temprano pondré manos a la obra. Sé cómo deshacerme de ella.

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Me despierta un portazo. Abro los ojos para mirar el techo. El dolor de cabeza es insoportable. Dormí mal. Acaricio mi barba, mi cabello se siente un poco graso, me bañaré mañana aunque la sombra se asome para asustarme o retarme. Huele a desayuno. Ella se preocupa por mí. Me levanto del sofá, camino al comedor y la llamo. No responde, hace mucho que no lo hace. Ha dejado unos huevos estrellados sobre arroz rojo y unas tiras de tocino; de beber hay un vaso de jugo y un café con leche. Sabe que ambos me son imprescindibles para el desayuno.

No entiende pero todavía se preocupa por mí.

Hoy regresarán las cosas a la normalidad.

Anoche no se lo dije porque he repetido la misma promesa tantas veces y después viene el fracaso de sostener la promesa. Quiero que el triunfo sea una sorpresa.

Desayuno antes de ponerme a trabajar. En el asiento contiguo hay un plato vacío. También está la sombra. La fisgo discreto, saco el bloc de notas de mi bolsillo y anoto el encuentro usando el lápiz amarrado al lomo.

«17 de Enero, 2010, 10:22 AM. La sombra desayuna conmigo. Hoy tiene forma humana, sus brazos largos y curvilíneos, sin coyunturas, parecen apretados contra su pecho mientras un rostro difuso y gacho, con los ojos abiertos o cerrados (¿tiene ojos?), espera. La sombra respira. Como es costumbre, no miro directamente a la sombra porque puede desaparecer o cambiar ágilmente de lugar. Igual que un depredador cansando a su presa.»

Suelto el bloc de notas. Sigo con el desayuno, engullo el jugo y tomo el café despacio para desafiar a la sombra vigilante. Dejo el plato vacío, sonrío imbécil y satisfecho. Si tengo razón y encontré su verdadero origen, acabo de escribir la última entrada. No habrá más desayunos solitarios.

Sisea en su lenguaje incomprensible que con el tiempo aprendí a interpretar. La sombra repite continuamente un mensaje. Traduzco:

—¿No me reconoces? ¡Admite quién soy!

Me río de ella. Tengo la repuesta verdadera. Hoy es el último día de su presencia en mi vida. Mi vida rutinaria de repente colmada de penumbras largas e inhumanas. Hace tiempo que no me sentía así: la tranquilidad de tener la solución a un gran problema, esa tranquilidad que antecede a la liberación de una incógnita que no permite vivir.

—¿No me reconoces? ¡Admítelo Iván, admítelo!

Saco mi bloc de notas y agrego en él:

«La sombra desea que, en voz alta, admita su nombre: Baal, el señor de las moscas. Me rehuso como lo he hecho durante estos cuatro años. Baal es uno de los nombres poco comunes para el Rey de los Infiernos, también es el nombre de uno de sus demonios más rapaces. Pero la sombra no puede ser Baal. Una vez que lo entiendes, la sombra es una estupidez.»

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Antes fui un hombre religioso. Mejor dicho lo fueron mis padres y yo lo fui por extensión de ellos. Caminábamos de puerta en puerta para llevar la palabra de Dios a los hombres, bajo el sol y bajo la lluvia. Procurábamos ir a la Iglesia seis días a la semana, muy raras las veces que no, además de los domingos. Mis manos envejecieron cargando kilos de Biblias y panfletos. No es de sorprenderse que en mi vida adulta consiguiera un verdadero consuelo con las revistas científicas. En ellas conocía un mundo ajeno a mí, un mundo de pensamiento que no se limitara a Dios como única respuesta a los problemas del hombre.

La sombra se presentó por primera vez el 20 de diciembre del 2006. Pensé que era el resultado de un cuerpo cansado, así que no lo consulté con un médico, tampoco se lo dije a mi esposa. Hablé al despacho para pedir una licencia de un mes. Me la concedieron. Había una ligera renuencia por parte de mi jefe — diciembre era el mes más pesado del año—, pero tomó en cuenta que no había pedido vacaciones una sola vez en los cinco años desde que entré a trabajar con ellos. Acostado en cama, casi un mes entero, en un sopor casi ascético, me despertaba únicamente para hojear mis revistas científicas y a veces por una nostalgia banal, Dios me perdone, la Biblia.

Terminó el periodo de gracia y la sombra no se fue, decidió apostarse como un faro oscuro dentro de la casa, cuyo haz me inquietaba, me mantenía alerta. No me seguía en el trabajo pero en el hogar la encontraba en todas partes: al rasurarme, al bañarme, sentado en la taza del baño, lavando platos, trapeando la casa o en el peor de los casos, mientras trataba de leer un artículo de neurociencias, los cuales son especialmente complejos y exigen paciencia. No podía vivir así, no sin resolver el misterio. Dejé de presentarme al trabajo. Le pregunté a mi esposa, francamente desesperado, si ella no era capaz de mirar a la sombra y si era el único que debía cargar con esa cruz. Sus múltiples negativas me rompieron el corazón.

Mi esposa fue a recoger mi cheque de liquidación y sugirió que viéramos a algún psicólogo. Me negué, cogí una sábana y decidí que dormiría en la sala hasta que consiguiera desaparecer a la sombra. Cuatro años después extraño despertar a su lado. Pero es que no quería llevar a la sombra a nuestra habitación. Temía que ella me viera sudoroso y gritándole a la nada. Tantas veces he disimulado la existencia de la sombra cuando estábamos juntos mirando la tele, leyendo en la sala o acariciándonos.

Ella no obligó la presencia de los doctores pero, a lo largo de los primeros años, consiguió que varios sacerdotes vinieran a bendecir la casa. Todavía no entiendo por qué mi esposa no me abandonó cuando apareció la sombra. Para mí eso es una incógnita. Sin embargo hay una respuesta sencilla y a veces satisfactoria: ella fue criada como yo. Probablemente cree que mi trabajo es una tarea divina, una dificultad a vencer para salvaguardar el cumplimiento de una ley moral. Y eso es lamentable. Ella ignora que el problema transgrede las fronteras de la religión. Esto atañe a la realidad, a lo palpable, a las leyes científicas.

Extraño el trabajo, la seguridad que ofrece una secuencia constante de números a sumar y restar, y que ofrezcan el mismo resultado, un resultado invariable; extraño los días soleados y lluviosos, cuando caminaba ocho horas al día con las Biblias y los panfletos entre mis manos —la cabeza agachada para seguir el camino de mi propia sombra, semejante a una brújula, proyectada a lo largo de varias horas de sol—, por la simple razón de que así fui criado: siempre trabajando. Fue lo primero que destruyó la sombra. Deshizo mi rutina, mi trabajo, mis deseos de caminar bajo el sol y soportarlo estoicamente. Logró convertirme en un hombre mínimo, relegado a los años de resolver un enigma insustancial, atrapado en la secuencia de los días en que la descubro junto a mí en momentos inesperados.

Siempre me asusta, aun cuando espero con certeza su presencia.

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Miro a la sombra para ahuyentarla e iniciar la persecución. Tengo trabajo qué hacer. No quiero más distracciones. El radio se enciende. Era de esperarse. La sombra toma posesión del aparato y usa sus bocinas para hablar con voces lejanas en vez de su lenguaje siseado y críptico. Es un truco de mi mente, usa mis temores y su instrumento, el radio, uno de los grandes triunfos científicos, para romper mi fe. Rápidamente saco el bloc de notas para anotar el mensaje. Traduzco:

—Me ha visto a los ojos. Sabe que estoy aquí. Ya me voy, no te preocupes más de él. ¿Quién lo cuida? Su gente vendrá a recogerlo. ¿No es mejor llevarlo a otro lugar? ¿Para qué? ¿No lo vas a extrañar? Tiene tiempo que se fue. Me ha visto a los ojos. Su gente se hará cargo de él. Después habrá que purificar la casa.

Leo el mensaje varias veces. Es muy parecido a otros que tengo anotados. Habla de abandonarme para confundirme, habla de que mi gente vendrá por mí para asustarme. En este mensaje la sombra también admite que llegué a una conclusión favorable y que poseo el poder de desaparecerla. Incluso si me atreviera a traducir mis propios temores, encontraría una sutil afirmación de que mi solución es la indicada. Baal no tiene ninguna oportunidad frente a la ciencia. Convencido y enérgico, no vale la pena demorar su muerte, pongo mi plan en marcha.

Se escucha otro portazo. Este debió ser imaginado, la sombra decide luchar y pretende distraerme por todos los medios posibles, me hace creer que sus poderes se extienden más allá del radio y de la vista, y que también el mundo físico es su dominio. Abro todas las ventanas de la casa para que la frecuencia del sonido, a 18.9 Hz, no haga eco y continúe distribuyéndose por los muros. La sombra me persigue pero soy más rápido. Desconecto los aparatos eléctricos, corto los cables de los aires acondicionados, pero la sombra me sigue, tenaz, por todas las esquinas de la casa, a mis espaldas, rozando con escalofríos mi espalda. Bajo al sótano. Dejo la puerta bien abierta para evitar que la frecuencia se encierre y siga vibrando. Busco entre todas las cajas, apiladas hasta el techo como una torre de Hanoi, cualquier aparato que tenga pilas, especialmente los que estén cercanos a los ductos de ventilación y a las escaleras. Es un trabajo duro. Sudo, mis brazos y mis piernas se quejan del cansancio, pero no puedo fallar, no otra vez.

La sombra debe irse antes de que sea demasiado tarde.

Escucho como sisea. Traduzco:

—¡Qué haces, Iván, qué diablos estás haciendo! ¡Nómbrame Baal, el señor de los fuegos y me iré por mi propia cuenta!

Su voz es terrible, me asusta como a un niño. La duda encoge mi corazón, casi me arrodillo para obedecerle pero me sorprende mi propio dominio. Aviento cajas, aparatos, revistas, cualquier cosa que esté en mis manos para defenderme de ella. Anonadado, escucho los quejidos gemebundos de la sombra, recibe los golpes como si fuera una presencia física y huye despavorida. Casi me gana la tentación de abandonar el sótano para perseguirla, ladrarle mis risas triunfales, pero hay cajas sin abrir, las reviso para asegurarme de que ningún aparato esté encendido, con algún corto, haciendo el ruido que genera su maldita existencia.

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Subo las escaleras del sótano. He terminado.

Descanso un momento.

Sé que la sombra se ha ido, esta vez se ha ido.

Al principio la casa está vacía. Tampoco hay señales de la sombra. Entonces, en un giro imprevisto, la casa se ilumina, como si hubiera vivido bajo mucho tiempo presa de un conjuro. El cambio es repentino, pero sucede lentamente, y me confunde. Me pasma. Como si una niebla espesa se disipara, descubro una multitud de rostros desconocidos: un viejo de cejas espesas, quien me recuerda los días lluviosos, me observa interesado mientras sostiene en sus manos mi bloc de notas; una mujer de bata blanca susurra algo desagradable a un párroco y luego me barren con la mirada; una mujer similar a mi esposa se aleja prudentemente de otro hombre, similar a mí, para ofrecerme un poco de piedad en el rostro; dos jóvenes vestidos de azul se acarician unas heridas en las manos; una señora canosa y corriente recorre con lentitud un rosario mientras murmura las palabras que mucho tiempo quise olvidar por el resentimiento pueril de unos pies cansados.

Ninguno se aproxima, ni siquiera Baal, que debe estar entre ellos.

Me observan. Son tímidos, prudentes. Me limpio el sudor de las manos y el polvo de la barba.

Rostros desconocidos e impávidos me siguen con la mirada —reconozco esa forma de mirar, tanto tiempo hice lo mismo—, cuando decido por mi cuenta, el libre albedrío que Dios me dio a entender, hacer el trabajo parsimonioso de encender los aparatos y cerrar las ventanas de la casa. No hay tiempo para arreglar el aire acondicionado, debo aprovechar la confusión y el silencio, antes de que se pongan de acuerdo. Corro al sótano, cierro la puerta detrás de mí y en el azar de la oscuridad, pero con la confianza de una memoria bien educada, bajo los escalones.

Prefiero no entender lo que sucede.

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Este es un cuento del libro Aquí no es el cielo. Puede adquirirlo en Amazon o bien, puedes esperar a que publique los cuentos de este libro esporádicamente.