El día que salí a comprar cigarrillos fue el día que los abandoné, Ramón. Qué trillado, maldito padre ordinario, yo también pienso eso de mí pero hay una historia detrás de ello: la tienda de Conchita estaba cerrada y yo tenía muchas ganas de fumar. Qué chingaderas. Nunca la cerraba a mediodía, mucho menos entre semana. Hoy considero que esa fue la primera señal de nuestra desgracia.

Caminé un kilómetro, hacia la tienda de Chuy, donde comprábamos el jamón y el queso porque salían mejores. El señor me recibió con una sonrisa pícara. Sentí que algo escondía el hijo de la chingada pero no hice caso a la advertencia. Estaba encabronado y necesitaba fumarme un cigarro.

—Pero, óyeme, ¿no ves el humo? Está cerca de tu casa.

—Nombre, cómo crees. El vecino está quemando pasto. Es tiempo de roza.

Pedí una cajetilla y sólo pudo ofrecerme una marca de cigarrillos hindúes. Tenían pintarrajeado el Taj Mahal en la caja. Me vio el encabronamiento en la cara y yo creo que por eso me los vendió por diez pesos.

Prendí el primer cigarro y di la vuelta para regresar a casa, pero cuando di el golpe me di cuenta que el tabaco hindú era una basura. Tuve que fumarme dos de corrido y, para evitar más decepciones, me hice a la idea de comprar unos cigarrillos de marca. También se me antojó una coca. Hacía mucho calor, el sol estaba en su punto más alto. Amarré mi chamarra a la cintura. Regresé con Chuy.

—Sus cigarrillos son una chingadera, don. Nomás me dieron más ganas de fumar.

El muy cabrón sonrió, brillaron sus dos dientes dorados, y se acarició los bigotes. Me preguntó si no podría traerle una coca porque no había en su tienda. Fíjate nomás el descaro. Me dijo, enseñando los dientes como hacen los tramposos y los perros ladinos, que los repartidores no habían pasado en toda la semana.

No se la prometí pero decidí hacerle el favor.

Caminé tres kilómetros más, con un cigarrillo hindú encendido entre los labios, a la tienda de Lupita. La señora se encontraba picada en hacer su inventario. Tan pronto me vio, empezó a contarme que unos niños le robaron unos dulces y otras cosas mientras, rápidamente con los dedos, repasaba las hojas de una libreta gastada y garabateada con números y cantidades.

Cogí una coca del refri, la última que le quedaba y le pregunté por los cigarros. Ya me dolía la cabeza de tanto fumar pero esos cigarrillos no daban el ancho. Eran tan malos como acariciar los pulmones con un algodón.

—No tengo cigarros, no han venido los proveedores.

Estaba molesta. Interrumpí sus cuentas. Puse el dinero de la coca en el mostrador.

—¿Dónde puedo comprarlos? ¿Qué otra tienda hay por aquí? Ya las recorrí todas.

Frunció el ceño pensativa y luego le cambió el semblante. Me miró emocionada. Iba a decir algo cuando pasó un camión de bomberos y apenas nos escuchábamos por culpa del escándalo. Callaron las campanas. Ya sabes lo grandes que somos en la familia. Me barrió con los ojos y puso en marcha su plan. Lupita propuso un intercambio.

—Te doy mis cigarros si me recuperas lo que me robaron los pinches chamacos.

Explicó que una banda de jóvenes granujas se robaron, además de los dulces, un frasco de vidrio donde guardaba unas monedas viejas. Según ella tenían un valor sentimental. Ajá. Accedí. Tenía que calmar al mono en mi garganta y necesitaba uno de verdad. Además en el pueblo la gente me respetaba fácilmente por mi estatura y mis manos, tan grandes como para aplastar el cráneo de un niño. ¿Te acuerdas cómo te espantabas cuando te apretaba la cabeza? Solías presumirme en tu escuela, solías decir que vivías con un gigante. Asustar a unos chamaquitos sonaba a tarea fácil.

—En el baldío de las Cumbres los encuentras —me dijo Lupita.

—Regálame un cigarro bueno para el camino.

Lupita sacó sus cigarrillos. Eran de filtro blanco y mentolados.

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El mentolado, de todos modos, era mejor que la mierda hindú que me vendió Chuy. Caminé con la coca en un bolsillo de la chamarra, el cigarrillo de puñal entre los labios, por el baldío. Avancé unos ochocientos metros, si la memoria no me falla, hasta que alcancé a distinguir el único ahuehuete solitario, erguido entre la mala hierba y el pasto. La banda de granujas perdía el tiempo con la suavidad característica de la infancia. Cuatro chamacos, de no más de doce años, jugaban con sus patines y bicicletas a darle vueltas sobre la circunferencia de la sombra que proyectaba el árbol. Me acordé de la historia del señor de las moscas. Todavía lejos alcé la mano para saludarlos. Ellos me respondieron con carcajadas mordaces. Reconocí a los cuatro cabroncitos: Josías, Odín, Humberto y Eliud.

Odín, el líder de la banda, se desacopló del grupo para, supongo, mandarme a largar o amenazarme por traspasar su territorio. Tenía un cigarrito en la boca. Se sentía muy machito. Los otros niños también fumaban. Esperaban como chacales las instrucciones del jefe. Odín rebosaba confianza, me veía lejos, pero tan pronto nos fuimos acercando, sus hombros se encogieron y sus pies dieron pasos más pequeños.

—¡Ya valiste madre, Odín! —gritó Eliud.

Los tres chacales hicieron ruidos de burla y sentí pena por Odín.

—Vine por el frasco de las monedas —dije. Lo tomé por los hombros y apreté con firmeza. Quité el cigarro que tenía en su boca y lo aplasté muy encabronado. El niño ya estaba asustado—. Me encargaron darles un escarmiento si no me entregan mi encargo.

Odín abrió la boca, miró para un lado.

—¿Sabes lo qué es un escarmiento?

—No, señor.

Pobre chamaquito. Temblaba. Y es que no tengo la voz dulce. La tengo tan bronca como mis manos.

—Pues ve por el frasco de vidrio si no quieres descubrirlo. Aquí te espero.

Odín regresó con los otros tres granujas. Discutieron un momento. Seguramente contemplaron la posibilidad de huir, dejarme como un imbécil a mitad del baldío, pero Odín fue más listo. Después de todo, él conocía las historias, lo que se decía de mí en el pueblo y yo no tenía ganas de desmentirlo o de corregirlo. Me convenía en ese momento. Sacó el frasco de vidrio de una mochila. Los otros cuates apartaron la mirada porque sintieron vergüenza; no tuvieron la valentía para defender su crimen. Odín caminó hacia mí. No quiso mirarme a los ojos.

¿Te acuerdas de mis cejas espesas, de mis ojos pesados?

Me dio el frasco y yo lo metí en el otro bolsillo de mi chamarra. Me di la vuelta cuando Odín me tomó de la mano. Pinche chamaquito, me dio mucha ternura.

—¿Qué significa dar un escarmiento?

—¿No sabes? Ah, pinche Odín. Eso te pasa por huevón y no ir a la escuela, cabrón. ¿Sabes de dónde viene tu nombre?

Odín chasqueó la boca.

—Mi nombre no me gusta ni una chingada —dijo Odín y escupió a un lado.

Me sentí responsable. Qué otra cosa iba a hacer.

—Tu nombre es el de un dios. Y uno de los chingones, mi cabrón. A ver, dame tus cigarros y te voy a contar una historia.

Sacó su cajetilla y me regaló un cigarrillo de filtro blanco. Seguro se los robó a su pinche madre, pensé divertido. Si hubieran sido normales, se los confisco todos y me regreso a la casa, pero no, tenían que ser de filtro blanco. Puse una mano en su mejilla, como soñaba hacerlo contigo cuando te ofreciera una verdad acerca del mundo, y le conté del dios nórdico, sus dos cuervos en los hombros y su portentoso caballo de ocho patas.

—Ahora ya sabes quién es Odín. Cómprate un diccionario para que no te agarren de bajada con los escarmientos y ponte a estudiar, cabrón. Pórtate bien porque ya me voy —le dije a Odín.

El cigarrillo de filtro blanco nomás me raspó tantito la garganta. Tosí. Necesitaba algo bueno. Ya me iba cuando lo escuché chasquear la boca.

—A usted le gusta leer, ¿verdad? Igual que a su hijo, Ramón.

—Claro.

—¿Puede traerme unos libros? Ya no quiero estar tonto. Enséñeme a leer.

Explicó que él y sus amigos hacían muchas tarugadas porque no sabían un montón de cosas. Ahora sí me dio la cara. Mejor no ignorar a un niño cuando pide ayuda con la seriedad de un hombre. Ya se hacía tarde y aunque debía regresar a casa, contigo, no quise fallarles a los chamaquitos. ¿Si no los ayudaba a ellos, cómo te ayudaría a ti cuando me necesitaras? No tuve de otra, en ese momento no. Claro, también pensé que en el centro podría comprar una cajetilla de los chingones. No podía rendirme. No ahora.

Pedí a Odín su mochila vacía. Prometí que la usaría para traerle un puñado de libros.

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Del baldío de los Cumbres a la Biblioteca del Municipio, calculé unos ocho kilómetros que, a buen paso, podría caminar en una hora y media. Si no los conseguía en la Biblioteca, tenía dinero suficiente para comprar algunos libros usados. En ese entonces había muchas librerías de segunda mano. ¿Recuerdas que en la tienda de Salvador te compré tu primer Kalimán? Sí, te debes de acordar.

Caminé con un cigarrillo hindú entre los labios, me tomé la coca de Chuy, recorrí el baldío completo y luego las calles sin pavimento hasta que llegué al bullicio del centro. Enfilé a la tienda de Salvador.

Salvador me recibió con un cariñoso estrechón de manos. Me pidió el envase vacío de coca para tirarlo a la basura. Se veía contento, muy animado de venderme las novedades. Me enseñó unos libros en inglés que recién sacaba de sus cajas y luego me entregó un paquete de libros que le pedí en la visita pasada. Después de tomar el paquete, pregunté por libros para entretener a unos chamacos traviesos, que hacían tarugadas, y me escogió unos de Stevenson, de Wells y de Verne. Palpé mis bolsillos para buscar mi cartera pero no la traía. Hasta la fecha no sé si Odín me la robó o se me olvidó en la casa. Ya estaba pensando en la disculpa cuando el vendedor de libros me evitó la vergüenza.

—No soy caridad pero… —Salvador me miró pensativo—, ¿sabes qué? Te regalo los libros pero llévale este paquete a Efraín.

—¿El de los basureros? Está lejos todavía.

—Me urge, por favor. Se lo llevas y considera tu deuda saldada.

Pues le debía un chingo de pesos en libros. Por eso ni lo pensé.

—Está bien, cuenta conmigo. Oye… ¿no tendrás un cigarrillo por ahí?

Salvador se rió.

—Deja en paz esas porquerías.

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Miré al cielo. Llegaría a casa bien entrada la noche. Al menos tendría una historia que contarte cuando fueras grande. Puse el paquete, mis libros y los libros de Odín en la mochila. Enfilé hacia los basureros.

El mercado estaba lejos de la tienda de Salvador, por lo menos unas ocho cuadras y varias vueltas. Caminé con un cigarrillo hindú entre los labios, la mochila en la espalda y me dio algo de sed. Ya en los basureros del mercado, pregunté por Efraín para entregarle su paquete. Un niño que empujaba un diablo lo arrumbó en una pared, contento de interrumpir el trabajo, para llevarme. El niño me preguntó en el camino si había matado muchos pollos últimamente o si le había cortado la cabeza a muchas reses. Espero no heredarte mi fama de carnicero, Ramón. Todos saben que así me dicen por los trabajitos especiales que me aviento, por la mucha gente (pero ya tiesos, ¿eh? Nunca he agarrado a uno vivo) que he desaparecido para mis parientes.

Recorrimos los pasillos de verduras, nuestros pasos iban tan acelerados como los golpes que le dan a los pollos para aplanarlos. Me acordé de ti. Aquella vez que comparaste a los mercados con un laberinto. Tu madre dijo que los laberintos eran cosa del diablo pero tú y yo sabíamos mejor que eso.

El niño y yo encontramos a Efraín besándose con una mujer. Los interrumpí para entregar el encargo. El niño agarró la mano de la mujer para llevársela. Efraín hizo un gesto de enojo. Yo me encogí de hombros. Nadie sabe para quién trabaja.

—Pues gracias, mano —dijo, un poco dolido y me miró pensativo—. Oye… ¿no eres Ramón Romero?

—Sí.

—Me dijeron que hubo un incendio por tus rumbos. ¿Cómo está tu chamaco?

—Sí, todo bien, nomás me urge fumar un cigarrillo de los buenos. Mira estas chingaderas —le enseñé los cigarrillos hindúes.

—Creí que te habían quemado la casa.

—¿Tú crees que conmigo se van a meter?

Efraín se rió. Se guardó el paquete.

Ya me iba pero se me hizo fácil darme la vuelta y preguntarle si no me prestaba unos pesos para regresar a la casa.

—Yo pago por trabajo. Mira… te pago el día si me ayudas a cargar unos cien costales de reciclado que tengo aquí.

Debí negarme para iniciar el regreso, pero tengo fama de hombre honrado y que no tiene miedo al trabajo. Tenemos en los genes eso de ser bien chambeadores. Sé que también serás así. Con la mochila al hombro y la chamarra atada a la cintura, cargué los costales que me pidió Efraín al camión de basura. Me sugirió que dejara la mochila, que alguien la cuidaría por mí o que podía dejarla en su oficina, pero me negué porque en ella traía otros encargos y alguien debía cuidarlos.

Dos horas me tomó llenar el camión de la basura, sin ayuda, porque así somos hijo. Nos ven grandes, igual que mulas de carga y nosotros hacemos el papel de maravilla. Eché el último costal al camión. Me dirigí a Efraín para despedirme y pedirle la paga. Él se rió y con una crueldad bien practicada me hizo saber que el trabajo todavía no terminaba, que me subiera al camión y me pusiera cómodo porque todavía faltaba la entrega.

Lo malo es que soy un hombre de palabra y creyendo que todavía faltaba trabajo, me subí sin rechistar. ¿No sufres cómo yo?, posiblemente mi ausencia te salvó de algunos rasgos absurdos, entre ellos la procacidad de nuestra nobleza.

Efraín llamó con un silbido a otros dos hombres que también subieron a la parte trasera del camión. Quise preguntarles a dónde nos llevaban, investigar cuánto más faltaba para terminar la chamba, pero estaba muy cansado. El camión hedía, las botellas de vidrio hacían un ruido escandaloso, pero de todos modos me quedé dormido.

Soñé con Rip van Winkle, ¿no te la conté muchas de nuestras noches? Claro que sí. Pues soñé como Rip van Winkle se incendiaba, su carne se hacía fuego como si en sus viajes hubiera pasado por los infiernos. Me desperté asustado, con el temor de haberme dormido o quemado unos veinte años, pero nada más fueron dos horas. Cometí el error de dormir sobre la mochila. Metí una mano para revisar los adentros y la saqué cuando sentí el calor de una herida. Era mi propia sangre; me había cortado con un vidrio. Hice una tira con una de las mangas de mi chamarra y cubrí la carne rajada.

El frasco de Lupita reventó con el peso o con un golpe. Varias monedas salieron de los agujeros y se perdieron entre la basura. Otras pude guardarlas como mejor pude dentro de mi chamarra. Abandoné la mochila de Odín. Conseguí meter algunos de los libros prometidos en mis bolsillos y los otros tuve que dejarlos atrás, dolido, entre los costales de basura. Algunas noches tengo esperanzas: pienso en ellos y me pregunto si estarán bien, si alguien los estará leyendo.

Los otros dos hombres de Efraín permanecieron indiferentes, no me miraban y no hicieron comentario alguno. Como si no existiera, se pasaban una cerveza de trago en trago. Jamás se les ocurrió ofrecerme un sorbo para curarme el mal rato. El camión recorrió carreteras desconocidas para mí. Una hora después atravesó unas rejas abiertas, entró a un camino de terracería y se estacionó en un paradero de camiones.

Efraín bajó del camión, llamó a sus hombres y entre los cuatro bajamos los costales que yo solo me dediqué a subir. Mi mano dolía. Entonces él pidió con un gesto que me acercara a él.

—Perdóname, Ramón —dijo Efraín y me dio un puñado de billetes—, situaciones imprevistas nos hicieron viajar más lejos. Detuvimos el camión, antes de salir a la carretera, pero estabas bien dormido y teníamos prisa.

Sonrió apenado.

Efraín señaló un camino hacia la ciudad.

—Rápido encuentras quién te lleve, no te preocupes por eso. En veinte minutos llegas a la central y allá agarras parejo. Fíjate… estoy preocupado porque escuché en el radio que creció el incendio de tus rumbos. Dicen que posiblemente a un pendejo se le pasó la mano quemando el pasto. Corre para ver a tu hijo, también revísate esa mano. A ver, espérame…

Se buscó los bolsillos. Me dio más dinero por si quería pedirme un coche o ir al hospital.

—No te puedo llevar de regreso, hombre. Salúdame a tu familia. Espero todo esté bien con ellos. Yo mismo te llevaría a tu casa pero es que estamos preparando una huelga. Nos los vamos a chingar pero tenemos que prepararlo todo.

No me enojé con él, debí hacerlo, pero sabes que nuestra naturaleza es apacible cuando hay soluciones. Empecé a caminar cuando Efraín silbó, corrió para alcanzarme y me entregó una rueda de bicicleta.

—¿Puedes darle esta rueda a Israel? Trabaja en la central de autobuses. No toma más de dos minutos. Al fin que ya vas para allá, manito. Mil perdones que te traje hasta acá, de verdad. No me vayas a chingar. Anótame todos los favores que te debo.

Cualquier otro le hubiera respondido con un puñetazo.

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La Central se reveló como el purgatorio. Lo que te conté fue solo un anticipo, asomar una mirada tímida por una rendija donde se descubre una luz. Caminé dos horas para llegar a la central. Casi se acabaron los cigarrillos hindúes pero guardé uno por las dudas. Al llegar a la terminal, pregunté por Israel y compré una cajetilla nueva. Por fin ya tenía de los buenos. Eso me ayudó mucho. Los encargos se hicieron un desmadre.

Israel me pidió ayuda para buscar a Ramiro después de entregarle la rueda de su bicicleta, Ramiro necesitó mi ayuda para entregarle una falda a Lucía, Lucía me entregó un disco para llevárselo a Germán en su tienda de regalos. Tuve que trabajar en la tienda de Germán un par de días para comprarme una mochila negra y un frasco de vidrio para meter algunas de las monedas que había conseguido rescatar. Ya pensaba regresar a casa cuando un niño tiró de mi mano herida, apretando accidentalmente, pero con ganas, la cicatriz.

—¿Puedes ayudarme a buscar a mi mamá?

—Lo haré. Te entregaré a tu madre.

Compré un cuaderno, como el de Lupita, para anotar los encargos, los objetos, los nombres y los favores: el policía me dio los datos de la madre perdida a cambio de unos libros; la señora aceptó de regreso al niño abandonado a cambio del frasco de monedas viejas (después me enteré que una de las monedas era una de Iturbide, y que valía mucho dinero) y me preguntó si no podría buscar al padre del niño para pedirle unas cosas que se llevó al norte del país; me dieron la información del señor a cambio de mi chamarra y del último cigarrillo hindú que guardé por una melancolía inexplicable; crucé la frontera y uno de los migras que me agarró estaba de buenas, me dejó ir a cambio de que le reparara una de las llantas de su bicicleta. Casi inmediatamente fui a buscar al padre del niño pero ya se había ido, ahora se encontraba en el West Coast.

La historia se complicó. Tuve que comprar más cuadernos, una mochila más grande.

No sabes cuántos rostros tuve que memorizar y los detalles abundantes que anoté en esos cuadernos. Viajé, dormí y sangré en todos los autobuses del mundo. Vi morir a Rip van Winkle chamuscado en las llamas más de mil veces. Tomé unas trescientas coca colas de Chuy, leí y recompré quince veces los libros destinados para Odín, adquirí al menos cinco frascos y monedas viejas para Lupita, habré intercambiado unas dieciséis ruedas de bicicleta al principio destinadas a Israel, entregué mil faldas, encontré a mil quinientas personas perdidas, cargué veinte mil veces los costales de Efraín, me herí las manos dos veces más, crucé la frontera veinticuatro veces, viajé a Cuba tres, me perdí en Europa tratando de encontrar al abuelo de dos huérfanos y, no tuve de otra, me fumé varias cajetillas completas en el camino.

Asusté a veintiséis pandillas de chamaquitos vándalos.

Cuando ya pensaba regresar, a punto de finiquitar la última tarea, no sé como, pero Salvador consiguió mi teléfono unos días antes de abandonar mi apartamento en Chicago, y me encargó unos libros en inglés, prometiéndome descuentos nada despreciables en su tienda. Preguntó por ti. No supe qué decirle pero prometí los libros. Conseguirlos no fue nada fácil porque, claro, buscaba ediciones raras. Tuve entre mis manos a William Blake y W.B. Yeates. Hice polvo una primera edición de T.S. Elliot y tuve que destazar cuerpos para que unos mafiosos me consiguieran un reemplazo. Entregué piernas olvidadas en concreto y los dientes expulsados de los muertos. Salvé a tres personas de un incendio en mi viaje hacia el sur. Durante dos meses cargué conmigo una estatua rara de Odín hecha por Salvador Dalí, muy parecida a la de San Jorge, pero más pesada y majestuosa. Parecía que nunca terminaría la tercera o cuarta serie de pedidos, entregas, promesas, niños que salvar y personas a quienes ayudar y era imposible negarme porque, ni modo hijo, así somos.

Pasaron varios años. Años que espero contarte pronto, frente a frente.

Hoy he llegado al último eslabón de la cadena y por fin el destino me trajo a casa. Después de tantos cuadernos, números, nombres, paquetes y búsquedas estrafalarias. Mis manos están manchadas de sangre propia y sangre ajena, inexorablemente marcadas por la forma de todas las cosas que he debido sostener entre ellas. Chingada madre, cómo no me iba a poner a llorar. Entregué las primeras cosas: la mochila negra, con un paquete de libros, ante un sorprendido Odín adulto, el único de los pequeños granujas que evitó la cárcel; un frasco de monedas viejas a una agradecida Lupita envuelta de arrugas y canas; una coca cola para la tumba de Chuy; los libros en inglés para el hijo de Salvador también llamado Salvador porque el padre, me contó, un día dejó de hablar y de atender su librería por necedad, o por enfermedad, nadie sabe. Pinches primeras ediciones, desperdiciándose por la indiferencia del hijo y la crueldad del polvo. En fin, no podía creerlo. Me temblaban las manos pero prendí un cigarro. El hijo de Salvador no reprochó el humo, maldito imbécil. Abandoné la librería. Era hora de regresar a casa.

Dirás que soy un ordinario, o que soy un cínico, Ramón, pero tan pronto vi nuestra casa destruida por el fuego, tomé asiento en la banqueta y fumé, en silencio, con una calma inusitada. En mi viaje comprendí que te salvé numerosas veces pero de todos modos me limpié las lágrimas con mis manos rojas. Gracias a todos los encargos conseguí olvidar al culpable del incendio. Ya no importa si fueron ellos, si lo hizo una bruja, si fuiste tú por imitarme o si yo no apagué bien el fuego.

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Este es un cuento del libro Aquí no es el cielo. Puede adquirirlo en Amazon o bien, puedes esperar a que publique los cuentos de este libro esporádicamente.