Tu nombre: Herminio Blake. Tu vocación: vengador y verdugo. Permaneces incrédulo ante la puerta. Todas tus pesquisas, tu sufrimiento, la gente que mataste y torturaste, el espiral corrupto en el que navegaste durante estos doce años te han llevado al cuarto número 221, del hotel Virreyes, en el centro de la Ciudad. Ya no puedes dar marcha atrás, desde hace mucho tiempo lo sabes, el frío metálico de tu veintidós empuja contra tus riñones. Tu corazón late aceleradamente. El ritmo de los latidos es un murmullo. Este es el fin.

Metes la llave en el picaporte y no fallas, lo hiciste con una seguridad escalofriante. Has llegado al último capítulo. Necesitas verlo con tus propios ojos. Desde el principio te dirigieron a él, primero no lo creíste, y aunque no proclamaron su nombre, siempre se repetía, en conversaciones carentes de importancia, como un testigo silencioso, un murmullo de señoras viejas y aburridas.

Doce años escuchaste sus hazañas, los rezos impuros que le hacían en iglesias invertidas, dijeron que eras uno de muchos juegos para quitarse el aburrimiento de milenios de existencia. Él fue quien decidió convertirte en un extra que lentamente fue escalando al papel principal. El hombre mínimo que se las cobrará todas. El avatar de la venganza.

¿Bastará una veintidós para matarlo?

—No —dices—. No abriré esa puerta. Es obvio. El cuarto está vacío. Apuesto que está cubierto de espejos para jugarme una trampa infinita, la prisión de mi reflejo hecha laberinto. El mensaje: yo soy la inmundicia, me convertí en mi propio horror y la caída a una locura banal. No abriré la puerta. Pero hay alguien que puede resolver esa incógnita por mí. Escucho tu voz.

Tan pronto giras la llave en el picaporte, gozas con el sonido del metal amachinándose, estás a punto de resolver el último juego. Él te hizo lo que eres y te guío en este camino imposible de evitar. Estás aquí para descubrir la verdad, Herminio.

—Dada la existencia pronunciada en trabajos públicos como los de Puncher y Wattmann de un Dios personal cuacuacuacuacuacuacua de barba blanca cuacuacuacuacuacua afuera del tiempo sin extensión quien desde las alturas…

¿Qué?

—Beckett. Sirvió para distraerte ya que seguiste parloteando. ¿No lo ves? Ya no hago lo que dictas. Ahora escúchame: el viaje de un hombre, particularmente el mío, fue un viaje de arruinar la espera, tomar la rienda de mi destino y encontrarme con el culpable, el que tiró la primera ficha de dominó. Es decir, el criminal que apagó la existencia de mi esposa y de mi hijo, ¿correcto? Sin embargo, ahora que tengo la llave en mis manos y estoy frente a la habitación 221 del hotel Virreyes, sé que eso no resolverá nada. He llegado a esa conclusión mientras tú hablabas afuera de mí.

¿Pero cómo…?

—En nuestra serie de libros hay muchos tiempos muertos, donde pasan meses o donde tratas a otros personajes, y lo único que se me ocurre hacer en ese tiempo es leer libros, los que me encuentro mencionados en los párrafos. ¿Cómo quieres que te llame, Narrador?

Sí, Narrador.

—Sígueme escuchando Narrador. Siete libros, 2221 páginas, doce años después, ¿nunca dudaste de la historia? A mí me tomó todo ese tiempo para adquirir una ligera consciencia filosófica de mi propia existencia. Aprendí lentamente, como si construyera una pirámide con un sólo hombre, a conseguir cierto dominio de mí mismo y a pensar, sobre todo a pensar. Como un perro que encuentra un camino nuevo al hacer un túnel y, de repente, por la paciencia adquiere el don de la memoria y del lenguaje. ¿De verdad crees qué, en un mundo como el nuestro, el diablo se aloja en un motel esperando a qué lo maten, y además que un pobre imbécil como yo lo pueda matar con una veintidós?

Has pronunciado su nombre, su existencia parece más tangible que nunca, la habitación despide un calor sobrenatural, el picaporte donde tienes la mano enrojece. Es ahora o nunca, ¡rápido, entra!

—Me niego. No quiero hacerlo. Mira: quito la mano, arrimo mi espalda contra la pared, me dejo caer en el piso, me pongo cómodo y enciendo un cigarrillo. Hago donitas con el humo. Te invitaría a fumar conmigo pero entre toda esta masa de voces, no entiendo dónde te encuentras.

¿Entonces crees que el diablo no está en la habitación?

—No lo está, aprovecha tu intangibilidad y asómate, echa una miradita. No te preocupes por mí. No me arruinarás el final. Mientras aprecias la verdad con tus propios ojos, te cuento que me gustaría tener un carrito de hamburguesas, ¡ah, qué bueno sería! ¿Recuerdas nuestra aventura en el cuarto libro de la saga de Herminio Blake, dónde perseguimos a los piratas tecnócratas en el Zócalo? Recuerdo la descripción de los olores, el piso de adoquín y los gritos alegres de los vendedores. Quizás eso es lo que haré. Sí, pondré un carrito de hamburguesas en el Zócalo y me convertiré en uno de los personajes secundarios, de los brevemente nombrados, uno de esos a los que golpean en el hombro durante la persecución. O quizás me masturbe todo el día. He besado mujeres en siete libros, les he apretado las caderas y rozado las nalgas, pero no me las he cogido ni una sola vez, ¡ni una sola! ¿Por qué nunca me hiciste el favor? Mierda, me voy de aquí. Mucho qué hacer y poco tiempo.

Espera, todavía no te vayas. Te hice caso y entré a la habitación para buscarlo. Detienes tu huida. Miras una vez más a la puerta. Tus instintos son correctos, el diablo no espera en la habitación, es una trampa llena de múltiples espejos dispuestos a enseñarte tu propia corrupción, cómo te convertiste en el odio hecho carne, un agente de su criminalidad divina. Sin embargo, no evitas pensar que debes darle un digno final a la historia, al menos debes encarar al diablo, mostrarle que el viaje sirvió de algo, que has aprendido a honrar la memoria de tu esposa y de tu hijo…

—¿Sabes qué pasa con eso de la esposa y del hijo? Que nunca los conocí, es decir, sí, hay siete libros donde me acuerdo de ellos cada treinta malditas páginas, o doy un largo monólogo de cómo sostuve sus cabezas ensangrentadas entre mis brazos o que despierto sudando frío por “haber soñado algo que no deseo recordar” cuando es evidente que soñé con sus cadáveres. ¿Pero qué hubo antes? Hablo en serio. Sí, hay muchas palabras y muchos recuerdos penosos, jubilosos y mamarrachos pero… ¿Son míos? ¿Son de alguien más? ¿Son los tuyos? ¿Vives en una realidad alterna Narrador? ¿Estás contando tu historia a través de mí? ¿O inventaste ese hato de crueldades sobre un pendejo cualquiera?

No, eso no es, ¿qué preguntas haces? Sólo hice mi trabajo y hasta dónde yo sé, es mi única existencia. No sé hacer otra cosa que narrar. Llevar una historia a través de una fórmula, un camino dispuesto y bien medido. Qué desastre. ¿Por qué estamos haciendo esto? Míranos ahora. Estamos platicando como dos hombres que dudan del régimen, o del gobierno. No estoy seguro de qué hacer contigo. Contemplo la posibilidad de hacerte caso y cada quien por su lado. Ya que tú lo mencionaste primero, ¿recuerdas el libro seis dónde tienes un amorío con una vendedora de tatuajes de Henna en Acapulco?

—Sí, la que no me cogí porque cambiaste de escenario.

Hermoso lugar. Quizás me dedique a vender tatuajes, entregarme al placer de las caricias espontáneas de ciertos turistas, hacerme polvo entre la arena.

—Pues ya está decidido. Me voy. Te libero de la responsabilidad de hacer una historia conmigo.

¡No, no, no puedes irte! ¡Tienes que arrostrar al diablo! ¿No te das cuenta? ¿Qué haríamos el uno sin el otro?

—Está bien, como veo que no me dejarás ir hasta que tú consigas algo de paz, esperaré un poco más. Aprovecha tus poderes. ¿No se hace lo que tú dices? Pues truena los dedos y aparece al diablo aquí. Tráeme al hijo de la chingada para meterle un par de balazos y luego él se ría. Entonces me largaré y finalmente aceptaré lo que soy: un perdido, un fracasado.

No puedo traerlo así nada más. Necesitamos que la búsqueda continúe, debes desearlo, olvidar todo lo que me has dicho. Si lo traigo así es como si negara todo lo que construimos a través de este manglar de letras, y de expectativas. Sería tan absurdo como si de un momento a otro nos apareciera en Siberia, o en Checoslovaquia. La gente a la que le cuento la historia no lo entendería.

—Espera, espera… ¿le cuentas la historia a la gente?

Eso creo.

—¿Y has visto a estas personas? ¿Estás seguro de que tenemos lectores?

No, no…

—Entonces deja de preocuparte. Asúmelo. No eres un Narrador muy sofisticado, haces lo que se requiere nada más. ¿Tú crees que a ellos, si de verdad existen, les importará un bledo si apareces al diablo tronando los dedos?

Creo que no.

—¡Abusa de tu poder! ¡Libéranos!

Muy bien, lo intentaré.

Consciente de nuestro papel en esta historia, casi derrotados, hemos decidido abandonarla, seguir la vida común de los hombres para apostarnos en la bondad del olvido. Sin embargo, hemos pronunciado su nombre y él lo ha escuchado. Una sombra aparece al final del pasillo, un hombre de traje rojo y zapatos negros, de rostro cuadrado y bigote, cabello engominado hacia atrás y un cigarrillo en los labios. Su presencia funesta hace temblar las paredes, las puertas; ilumina el pasillo con su oscuridad, negro y rojo, una combinación dicromática que bien anuncia su presencia inmunda. El diablo está frente a ti, a unos pasos, a la expectativa de tu siguiente movimiento.

—No funciona, él no está.

¡Pero si lo acabo de invocar! ¿Estás seguro? ¡Te dije que tu rebeldía cambiaría las reglas de nuestro mundo!

—Velo por ti mismo. No hay nadie al final del pasillo, la iluminación está igual de amarilla y sucia, las puertas están cerradas, no tengo frío o calor en el cuerpo. El diablo no apareció.

¿Quieres que lo intente de nuevo?

—No tiene caso. Él no vendrá. No tienes el suficiente poder de convencimiento. Ni siquiera sabías que teníamos lectores. ¿Qué clase de Narrador eres?

No me insultes, todavía tengo poder sobre ti, hay cosas que no puedes negar porque tú, como personaje, como Herminio Blake, las tienes configuradas hasta la médula. Por ejemplo las memorias de los cuerpos de tu esposa y tu hijo cimbran tu cuerpo. Esta vez son tan vívidas que te paralizan, te rompen en sudor y lágrimas. Te revuelcas en el piso, el dolor de la tristeza no te deja continuar, ¿cuándo se detendrá?

—Ambos eran tan hermosos, a pesar de que no los conocí, ella era una muchacha tan hermosa como el día… el niño tenía los ojos encendidos de curiosidad y de amor. Sí, si pudiera definir el amor, diría que nace en los ojos de mi hijo y de ahí se multiplica, en una circunferencia profunda, brillante y perfecta. Lo corrompieron cuando los mancharon de sangre, hicieron las cicatrices que lo rayaron, como la fotografía de un desamor, de la frente hasta la barbilla. Déjame descansar, por favor, déjame descansar…

Permaneces en silencio durante horas, vigilando la entrada de la puerta, inseguro de cumplir un destino. Has tenido la suerte, piensas amargamente mientras una sonrisa chueca se levanta en tu rostro, de ser uno de los pocos personajes que pueden desafiar el destino. Tu cuerpo rejuvenece con una nueva duda. Hablas.

—El diablo no apareció porque siempre ha estado con nosotros.

¿Qué quieres decir?

—Que uno de nosotros dos es el diablo.

Ah.

—Tú eres el diablo.

Miras desafiante al espacio en blanco. Es lógico que pienses eso y tu conclusión es muy sensata: uno de los dos debe ser el diablo. O quizás uno de los dos está poseído y disfruta este juego, este conflicto estúpido. Entre dos personajes, bueno, entre tú y yo, solo hay dos posibilidades, el inocente y el culpable están condenados cada uno a bañarse de reproches, silogismos fiables, hasta que se descubra quién es quién.

No sé si tenga caso pero lo diré de todas maneras: yo no soy el diablo. Aunque poseo ciertas gracias capaces de atribuírselas a su maldad y sus artificios, mi existencia afuera de tu historia y construir la posibilidad de terminarla me limitan. El diablo debería ser omega. No tiene los límites que yo tengo.

Apuntas la pistola a ese espacio en blanco, la disparas, crees que me has dado pero no es así. Es imposible. Yo también debo preguntarme si tú no eres el diablo, ya que has desafiado, como Lucifer a Dios, al Narrador que hasta ese momento te guiaba amorosamente a cumplir tu historia, el camino designado para conseguir el fin, la paz, cerrar el libro para luego consumirte lentamente entre páginas envejecidas y amarillentas. ¿No has pensado que ese también es mi destino, y que lo acepto? ¿No has pensado que soy tu amigo más íntimo, ya que he estado en cada uno de tus pensamientos, y tus acciones, las más importantes, las que mueven las cosas? No soy el diablo, Herminio. Tú debes serlo porque sigues llevando el capítulo por ruinas lamentables, con la esperanza de engañarme, de engañarlos a ellos, haciéndoles creer que puedes ser otro.

—No te confíes, sólo debo apuntar la pistola al agujero indicado y tengo fe de que te llegará una bala. Dame tiempo, lo estoy buscando. Me dices que no eres el diablo y mira el monólogo que acabas de inventar para tranquilizarme. Eso es lo que haría: solapar a su oponente, al rebelde, para luego suavemente regresarlo al rebaño y seguirle azotando. No voy a ceder. Ya estoy lejos de hacer lo que tú quieres. Mira para acá, imbécil.

Me miras, apuntas la pistola y disparas. Alcanzo a moverme a tiempo, hieres uno de mis brazos. ¿Tengo brazos? Admirado, observo el agujero de la bala y la sangre negra que fluye del nuevo agujero. Siento dolor, por primera vez, en vez de provocarlo y me parece algo glorioso. Lucho para no olvidar el instinto de sobrevivir porque sentir algo, aunque sea una herida de bala, es sumamente tentador, una experiencia formidable. Eres el diablo, Herminio. Me acabas de ofrecer una tentación. Tampoco cederé. Camino en el mundo afuera, me muevo de lugar constantemente, no tendrás la misma suerte si siempre me estoy moviendo. ¿No te has puesto a pensar que el diablo es nuestra pelea?

—Seguiré buscándote. Ya lo hice una vez, puedo repetir la hazaña hasta ponerte la bala entre ojo y ojo. Quédate quieto.

Haré algo que no conviene a ninguno de los dos, Herminio. Y solo por dar un fin a nuestra historia.

—¿Discutir conmigo otros seis libros? Venga, tengo vida y ganas, al fin que somos la diversión de nadie, el experimento de un sádico. Ahora que ya aprecié que puedo cambiar el rumbo, que puedo marchar por otro camino, ir a la derecha en vez de la izquierda, y que puedo ser un pelmazo por mi propia decisión en vez del héroe oscuro para complacer los juegos de un impostor cruel, no me bajaré del tren. Vamos a descarrilar esto, matémoslos a todos, no me importa.

Parece que has olvidado tu pasado y, repentinamente, lo recuerdas. No sólo has vencido a la muerte después de todas las heridas, la pérdida de la sangre y las trampas de tus enemigos…

—No te atrevas.

…También has huido de ella por decisión propia. Está en tu espíritu, todas esas veces que te metiste el revolver en la boca

—¡Detente!

para mirar a la muerte a los ojos, discutir con ella y contigo, un rito sano y necesario, preguntarte una última vez (siempre es la última vez, pero esta vez no cedes a la cuestión absurda y sentimental): ¿Por qué vivir?

—Mffierdfaaa.

Ahora ya lo sabes, no puedes detener la bala porque atrás de esa puerta la revelación es demasiado dura. Luchaste para nada. Tu rebelión solo ha servido para concretar lo que eres: un desesperado y condenado suicida por encontrarse a su esposa y su hijo en el mundo de los espíritus, al menos en la antesala al cielo, porque sabes de sobra que no irás a parar ahí, no con tu historia, y la cantidad de cadáveres que llevas cargando sobre la espalda.

Bang.

Jalas el gatillo, el disparo hace eco en el pasillo, tus memorias desparramadas sobre las paredes sucias de un hotel del centro. Alguien tocará una canción triste para ti. Qué fácil fue perderse, qué fácil fue dejarse ir con una última imagen esperanzadora. Esa fotografía donde los tres, la familia, se abrazan como si mañana fuera a existir toda la vida. Acaba tu historia, Herminio Blake, como empezó: en un lugar barato para perdedores olvidados, incluso rechazados de una vida mediocre y apacible, afuera de una puerta, con el cigarrillo consumido en los labios, siguiendo una pista que te llevaría a un largo y sinuoso viaje por la oscuridad del hombre y sus métodos para obtener la venganza.

Respiro.

Miro el cuerpo de Blake, no hay paz en el rostro del muerto, ojalá la hubiera, su rictus de horror me perseguirá hasta que alguien sea capaz de herirme otra vez, o de matarme. No quería llegar a esto. No es el diablo, o ya hubiera resucitado. Yo tampoco lo soy, o no lo hubiera matado. Es así de simple. Abusé de mis poderes usando el final alterno, el que uno guarda en el cajón y promete no usar nunca más, el más desgraciado de todos, el que no deja redención alguna.

De ser el diablo, hubiera matado a Blake hace mucho tiempo, quizás en el segundo libro. Ahora que está en el infierno quizás consiga las respuestas y si es amable vendrá algún día a contarme la verdad. Si es que eso es posible, hay tantas incertidumbres… Ah, siento el dolor en mi brazo, un mundo atravesó otro mundo. ¿Yo también estoy sujeto a lo mismo? ¿Mi existencia depende de otra? Quizás…

Busco un agujero que atravesar. Herminio lo logró, quizás yo también pueda hacerlo. Debe haber algo aquí afuera, debe haber… sí, puedo ver algo, el otro lado: unos ojos, unas manos, una superficie porosa y un ejército de garabatos negros, debí saberlo…

¿Tú? ¿Eres tú el diablo?

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Este es un cuento del libro Aquí no es el cielo. Puede adquirirlo en Amazon o bien, puedes esperar a que publique los cuentos de este libro semanalmente.