…and he would have passed a pleasant life of it,
in despite of the Devil and all his works, if his path had not been crossed
by a being that causes more perplexity to mortal man than ghosts, goblins,
and the whole race of witches put together,
and that was a woman.

—Hamilton Wright Mabie.

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Enciendo un cigarrillo mientras él abre su carpeta de recortes, papeles y fotografías. No me reconoce. Puso la grabadora sobre la mesa pero todavía no la enciende. Revisa primero sus apuntes, fisga sus papeles, se asegura del orden en que debe abordarlos. Cariotti es un hombre cuidadoso.

Pero no lo escogí por eso.

El mesero trae un café. Cariotti lo ignora. Sus manos tiemblan. Algo recuerda, si no él, la memoria de la piel. Aquellos temores ocultos en nuestros huesos cuando nos pasó un evento inexplicable. Regalo una sonrisa al mesero y él asiente comprensivo. Entonces desaparece entre el ruido de la vajilla y las conversaciones de la gente.

Cariotti acomoda sus gafas con el dedo medio. Me mira. Le sonrío maligna. Yo lo escogí. Hace tiempo que forma parte de la construcción de una estatua a mi imagen y semejanza. Cariotti empuja uno de los recortes. Es una nota de periódico fechada en abril de 1981. El encabezado: “Cura pederasta linchado en San Juan de Palma”. Escoge el segundo evento. ¿Acaso desconoce el inicio?

No sería la primera vez.

Está nervioso, sus manos tiemblan. Todavía no debo tranquilizarlo. Es importante que crea que él descubrió mi historia. Ignora su papel; no sabe que es un evento más en la secuencia. Abre la boca pero rápidamente se arrepiente. Hurga en los bolsillos de su saco marrón y saca dos libretas: una negra y pequeña, que usará para tomar las notas de su historia, y la otra es roja, un poco más grande y envejecida, maltrecha. Me satisface verla. La libreta roja es buena señal, logré nuestra reunión en el momento indicado.

—¿Fumas? —pregunto y empujo la cajetilla abierta, la primera tentación.

—No —se disculpa y siente la obligación de añadir—: mi padre murió de cáncer de pulmón.

—Lo lamento.

—No importa.

Para castigarme enciende la grabadora.

—Me da lo mismo que me grabes.

Saboreo la incredulidad en su rostro. Cree que la grabadora puede intimidarme. Muy mal, quizás lo sobrestimé y debí esperar más. De todos modos me divertiré con él, confesaré algunas cosas y veremos qué tanto consigue, y cuánto sabe. Todavía puede fallar.

—Veinte de diciembre, 2006. Mi nombre es Pío Cariotti y me encuentro en la Ciudad de México, en un café de la Narvarte, para entrevistar a Alicia Romero también conocida con los aliases de: Aurea Rivas, Alondra Ramones, Alfonsina Rojas, Andrea Ramírez, Ana Robledo, entre otros.

Se me escapa una carcajada, no sólo es la sorpresa, también la felicidad. Si pudiera decirle la satisfacción que siento. Cariotti parece otro, un hombre muy profesional: tiene un absoluto control sobre sus manos, su voz es la de un hombre duro y pertinaz. Me complace.

—¿De verdad no quieres fumar?

—No, gracias. ¿Por qué reíste?

—Sabes más de lo que imaginaba Cariotti —doy una calada, sonrío—, quizás después de esta entrevista deba desaparecer o desaparecerte a ti. No pongas esa cara. Bromeaba. Hablemos del papelito que ahora nos separa.

MUNICIPIO DE SAN JUAN DE PALMA. ABRIL DE 1981.

Tengo nueve años, estoy en clase de catecismo y una monja, bien brava, nos pone a discutir entre chamacos sobre la omnipotencia de Dios. Estamos en el jardín abierto de la iglesia, reunidos en grupos de cuatro, sentados como indios sobre el césped y escuchamos el silbido ocasional de los zanates. Llevo un suéter sobre las piernas para protegerme. Las otras niñas también. Alguien de malas intenciones las mira. Dicen que es el jardinero pero no es cierto; él es papá de una de las niñas y he visto cómo cuida sus flores, no tiene esos deseos en el corazón. El que nos mira es otro pero nadie se atreve a creerlo. Todavía son ciegos.

Son las cinco de la tarde, falta una hora más de mirarnos las caras y después una media hora para aprender de memoria los rezos y los salmos, un método para dormirnos antes de regresar a casa.

Un niño cumple su deber:

—Dios nos ve desde todas partes, está escondido entre las nubes y asoma su cabeza para ver cómo nos portamos.

Escucharlo me divierte porque lo imagino: Dios es una viejita chismosa, su enorme nariz asomada entre un cúmulo de nubes, y sobre esa nariz unos anteojos que agrandan sus ojos. Dios es el mirón que se asoma entre las cortinas, un testigo curioso y cómico, un detective tomando notas para resolver un misterio.

—Cada uno de nosotros es un misterio —musito.

Me miran con extrañeza. No es la primera vez que me pasa. Soy la niña rara que lee libros de Arthur Conan Doyle, de Julio Cortázar y de Morris West en la biblioteca de La Palma. Me rindo ante las miradas desconcertadas y sonrío, aprendí muy pronto a sonreír como tonta, y eso los calma. Mi sonrisa calma las sospechas.

Entonces viene el otro: Gabriel, el joven cura quien manejará la iglesia cuando el padre Humberto se retire. Nos mira alejado, desde el portón oscuro que da acceso al jardín, protegido por las sombras. El brillo de su mirada nos penetra, traspasa la ropa, la piel, las venas. Juega con nuestra sangre. El ojo flotante acecha nuestra infancia. Gabriel relame sus labios y junta las manos. Es el gesto de un joven predicador que esconde un secreto. ¿Nadie puede ver cómo tiembla?

Sé por qué tiembla. Los libros me enseñaron algunas cosas. Enjuga el sudor de su frente con un pañuelo, una pequeña protuberancia rompe la armonía de los pliegues del negro vestido. Las otras niñas se sienten incómodas. Miran a Reinaldo, el jardinero, pero él no hace otra cosa que alimentar a sus dalias y sus margaritas. Son imbéciles, ¿cómo pueden confundir el amor a las flores con esa suciedad? Voltea para sonreírnos. Ignora las sospechas. Todos somos ciegos.

Dios nos está mirando. La humanidad es el misterio de Dios.

Las niñas aplanan los suéteres sobre sus muslos, así ocultan el primero de muchos misterios que descubrirán en el futuro. Les imito porque soy una niña tonta, la niña rara. Ojalá pudiera decirles la verdad pero no serviría de nada. Soy una niña, en un pueblito a tres horas de la capital y él es el cura apuesto, joven. Acusarlo sería ofrecerme como el primer cordero.

Una semana entera miro la lengua de Gabriel, humedeciéndose los labios, como un perro enfermo con la nariz seca. Debo detenerlo antes de que cometa el crimen o eventualmente se llevará a una de nosotras… Me harto, se revuelve mi estómago, un malestar insoportable de vergüenza y de asco.

No puedo seguir así.

Me descubro otra. Por lista ya me fingía estúpida; debía usar mi cabeza para detenerlo. Si una sonrisa bastaba para cambiarlos a todos a mi alrededor, ¿qué más podría hacer con mis manos, con mis palabras, con el simple hecho de respirar y simplemente desearlo? Somos un misterio, pero no únicamente para Dios, también para nosotros mismos y me di a la tarea de comprender la enormidad de mi propio enigma; debía perseguirlo, no sólo por el bienestar de los otros o del propio, sino porque ignorar los alcances de mi propia existencia era el verdadero pecado.

La gente se engaña con la inocencia de Gabriel y empieza la murmuración en contra del jardinero. La primera onda de la piedra. Pronto desearán linchar a su vecino, a su compañero de edades. No me sorprende. A mí también me pasa lo mismo cuando me frustra la prontitud de mis compañeros para creer que soy estúpida en vez de aceptar mis pequeños desvaríos metafísicos como un juego. No tienen curiosidad, no son capaces de imaginar. Su niñez no es una excusa. El engaño es un parásito que se nos pega muy jóvenes y se hace viejo con nosotros.

Descubro que yo puedo contagiar esa enfermedad y que puedo hacerla crecer.

Alguna noche, antes de la escuela y del catecismo, de los demasiados engaños, mi cabeza pulsa furiosa y la siento a punto de estallar con todas las ideas, caminos, posibilidades. Descubro el primer paso del plan, un día en la biblioteca, mientras leo la Science Weekly y un artículo acerca de una frecuencia que altera la percepción de la realidad. ¿Sabes cómo convencer a un puñado de gente? Por escrito. Es como si las letras sobre un papel o sobre la imagen en el televisor, adquirieran un misterioso poder divino.

Uso dos plumas: tinta negra y tinta azul. En el canto de los salmos, cuando nadie me ve, escribo dos confesiones en caligrafías dispares (en una mi a era compleja, en otra era simplemente rechoncha; en una mi erre era un palito, en otra eran dos palitos muy exagerados). Estos fueron los mensajes: “Me da vergüenza cómo el padre Gabriel me observa” y “Tengo miedo de tentar a Dios, alguien me está mirando”.

Leo mi crimen una, dos veces, y me siento inquieta, ¿de verdad podría hacerlo? Los mensajes parecían el eco de dos personas ajenas de mí, algo terrible y perverso. Pero no podía dudar, tenía que hacerlo. Regreso los salmos a su lugar. La espera es como un castigo. Pasan los días, casi pierdo la esperanza de que mis mensajes hayan servido de algo, hasta que observo un cambio diminuto en el catecismo, apenas notable, una tensión suave, casi invisible. Las monjas cuchichean entre sí, nos observan con discreción y la intención de resolver un misterio. Ellas recibieron el mensaje y en vez de perseguir como perros a los emisores, se lo comunicaron al padre Humberto o al mismo padre Gabriel.

Eso no basta para desenmascarar al lobo; el padre Gabriel, degenerado y prudente, abandona su observación desde ese vidrio imaginado que separan la oscuridad y el jardín. En las noches me lo imagino acostado sobre su catre, sudoroso y semidesnudo, urgiéndole piedad a sus sábanas humildes; aún imagina, aún desea e inclemente, se hunde en el fango propio del pensamiento, la palabra y la omisión. Tengo que seguir atacando.

Otro día, cuando Reinaldo se acerca a saludarme le pregunto por sus flores. Aprovecho el momento:

—Su hija Clara se siente incómoda, dice que alguien la mira mucho.

Y era verdad porque ella, como todas nosotras, se ponía el suéter sobre los muslos para protegerse. Al salir del catecismo escuché cómo Reinaldo le preguntaba a su hija si alguien la miraba. No importa lo que diga ella. El jardinero sólo es un engrane dentro de la maquinaria. En ese momento no me sirve pero, si todo sale bien, después lo hará.

Sigo con el plan. Otro día le comento a una de las monjas que vi al padre Gabriel con un libro rosa y delgado entre sus manos. ¿Qué otro libro podría tener un mensajero de Dios, si no es un libro negro, un libro vestido de verdugo o al menos de un grosor lo suficiente para golpearlo a uno y dejarlo sin memorias, sin deseos? La monja enarca las cejas, me da unas palmadas cariñosas en la espalda para mandarme de regreso al grupo. Miro por encima de mi hombro. Encuentro en la cabeza agachada de la religiosa la semilla de una duda. El libro no existía, empezó como un engaño, como un invento para provocar la sospecha.

Entonces una de mis compañeras dice, para mi gozo, antes de discutir los misterios de Dios:

—El padre Gabriel nos miraba mucho, ¿verdad?

—Sí. Ahora nadie nos mira —respondo con una sonrisa tonta.

Se acumulan las sospechas. Un día, el padre Humberto pide a Gabriel que lo acompañe para ver a los jóvenes catequistas. Lo observa detenidamente, portando la sonrisa amable de un zorro, mientras hace preguntas casuales y lo pasea entre nosotros. Se propone a descubrir al lobo caminándolo entre los corderos. Gabriel no quiere verse afectado pero suda, relame sus labios resecos. Reinaldo deja de cortar las rosas para vigilarlo. Las monjas atienden al diálogo entre los dos religiosos. Padre Humberto camina pausadamente porque no quiere dudas.

¿Qué se siente que todos esos ojos te miren? ¿Qué se siente ser un ojo observado?

Y no basta. Temo que le den las gracias y lo manden a otro lugar donde buscará otras jóvenes. Debo desaparecerlo. Me estiro, bostezo escandalosamente y me pongo de pie para tirar el pasto de la falda. El suéter cae, la falda se levanta en un descuido. Todos miran. Los ojos de padre Gabriel explotan, confiesan su depravación y ahora nadie puede ayudarlo. Hice que enseñara los colmillos.

En la misa de siete se presenta todo el pueblo, y en vez de prestar atención a la misa, uno de los asistentes pregunta al padre Humberto si el padre Gabriel es de fiar.

Reinaldo aporta:

—Me daba pena decir algo porque es un cura… pero mi hija le tiene miedo.

Respiro aliviada cuando escucho los murmullos de aprobación y de complicidad. Murmullos de justicia. El jardinero está a salvo. Padre Humberto no puede protegerlo y creo que no quiere hacerlo. Permite libremente que la gente hable sus preocupaciones y eso confirma su decisión. Para entonces estoy segura de que leyó los mensajes en los salmos, las confesiones dolorosamente adultas de unos niños y que pudieron ser las últimas palabras de unas almas condenadas a la eternidad del fuego. Padre Humberto debe salvarnos a todos. Una monja se acuerda, curiosamente, de un libro rosa que una de las niñas miró en sus manos y se lo menciona al cura frente a todo el pueblo.

La máquina no para de moverse.

Los niños dejan de ir al catecismo y la iglesia se ve abandonada por las tardes. Padre Gabriel pide un traslado. Padre Humberto tiene miedo de que huya el perverso y pide, como un favor personal, al jefe de policía que registre el cuarto del joven cura. Encuentran las instantáneas porque, sí, un hombre como esos siempre quiere recordar. La policía detiene a Gabriel, Humberto deja todo a manos de la Arquidiócesis pero insiste, por su amor al pueblo de la Palma, y consigue que la Arquidiócesis rechace a Gabriel como hombre; es un demonio, el diablo oculto en las filas del Señor y confían, para sorpresa de todos, en las leyes de los hombres. La policía recoge testimonios, las miradas pasadas del culpable se transforman en roces atrevidos, caricias invasoras y no sólo las niñas lo sufrieron, se descubre que los niños también, y algunas mujeres chismosas, y hasta una monja dice que sintió la mirada pesada de Gabriel quien no debería llevar ese nombre, impío asqueroso.

Me alegro. No, no es una simple alegría. Me corrijo: mi triunfo es eufórico porque hice el trabajo de Dios. Mi propia existencia, no sólo la de Gabriel, se asoma para ver el abismo y coquetea con él. Lo único que me salva es una fingida prudencia y la finjo tanto que parece real, sólida.

Gabriel acaba en la cárcel municipal donde quien sabe si los ángeles fueron piadosos. Me alegro todavía más cuando, mientras la policía pretende trasladarlo a una prisión menos amable, una turba enardecida espera afuera y usan métodos salvajes para limpiar las faltas. Nadie lo defiende. Lo dejan morir ahogado en su propia sangre, con el cráneo roto y las costillas partidas como una vara. Alguien decide purificarlo y enciende su cadáver en llamas.

No se habla más del incidente. El padre Humberto se ahorra las palabras, no tiene corazón para perdonar almas así de corruptas. Recuerdo que miré el cuerpo chamuscado porque no pude evitar cosechar los frutos de mi trabajo.

Así bajé los primeros peldaños de ese abismo que tanto tiempo quise negar.

COLONIA NARVARTE. DICIEMBRE DE 2006.

Pío deja el cigarrillo en el cenicero. Desprecia mi sonrisa. Medita en silencio la anécdota que acabo de contar y sopesa si debería responder mi pregunta. Su rostro inexpugnable esconde múltiples juicios con ganas de ser liberados. Toma el cigarrillo, da una calada y luego un sorbo a su café. Es hora de dar el golpe.

—¿Desde cuándo fumas?

—Desde siempre —responde consternado.

—Siempre es imposible, no seas exagerado —impreco con dulzura—. Antes de empezar la entrevista me dijiste que tu padre murió de cáncer de pulmón y que por eso no fumabas.

Pío recarga su mentón sobre una mano, estira su cuerpo hacia adelante como si estuviera frente a un enigma y quisiera verlo mejor.

—Es verdad, te dije lo de mi padre, pero fumo desde hace mucho.

—¿Seguro?

—Una cajetilla diaria, sobre todo por las noches, para mantenerme despierto en la redacción… es muy pesado.

—¿Cuándo probaste tu primer cigarrillo, Pío?

—Soy yo quien debe entrevistarte a ti.

—Compláceme.

—Mentiría si te digo que lo recuerdo.

—Pío, si fumaras, te acordarías de tu primer cigarrillo. Esas cosas no se olvidan.

Mi reportero observa el cigarrillo entre sus dedos, lo gira, se lo lleva a la boca y fuma como si no supiera otra cosa. Trata de comprenderse así mismo, como si fuera un misterio.

—Es verdad, no recuerdo cómo empecé a fumar.

Trata de perseguir recuerdos que no posee o, mejor dicho, que no he implantado. Doy el siguiente golpe.

—¿Y tus gafas, Pío?

—¿Cómo? Nunca he usado gafas. Tengo la vista cansada pero no ha sido necesario —Pío hace una pausa, un rumor crece en su lengua—, ¿lo acabas de hacer conmigo?

—¿Qué hice, Pío? —pregunto divertida, reclino mi espalda contra el asiento, cruzo las piernas.

Pío acaricia la libreta marrón mientras me observa intensamente, cree que así descubrirá el truco.

—Descríbeme. Hazlo para tu grabación.

Pío apaga el cigarrillo.

—¿Y luego me dirás cómo lo hiciste?

—Quizás.

—Por favor.

—Está bien, no me ruegues. Eso no me gusta. Intentaré explicártelo.

—Mi nombre es Pío Cariotti. Me encuentro en la colonia Narvarte, en un café, es veinte de diciembre del 2006. Entrevisto a Gabriela Fast, también conocida con los alias de Gad Fernández, Graciela Federico, Griselda Fong, Gema Finado, entre otros. Viste un saco rojo oscuro con una falda a unos centímetros arriba de la rodilla del mismo color. Tiene un rostro ovalado, una nariz respingada, tez morena clara, ojos almendrados de color castaño. Su cabello ondulado baja a sus hombros.

Mientras sigue hablando y afina más detalles de su descripción, escojo uno de los múltiples recortes de periódicos que tiene extendidos sobre la mesa. Es uno de mis mejores trabajos.

—Hablemos de este y luego prometo hablar de lo que tú quieras.

MUNICIPIO DE SANTA OLIMPIA DE PALMA. OCTUBRE DE 1996.

Soy una joven en la ciudad de México. Disfruto mi libertad y mi segundo trabajo en una agencia de publicidad. Es un buen lugar. Puedo mentir sin que nadie sospeche pero tampoco mis mentiras, aun cuando sean increíbles, lograrán la suficiente atención sobre mí. Desde Gabriel, hasta entonces, utilicé mis habilidades para mi propio beneficio: una carrera universitaria, obtener la pequeña herencia de un viejo solitario, las escrituras de una casa modesta en un lugar céntrico. No quise exagerar. Pude manipular hasta obtener tres doctorados, un buen puesto político o una mansión pero alguien se hubiera dado cuenta. Y desaparecer a los testigos es molesto. Poco amable para la tranquilidad del alma. Una discreción divina y humilde, supongo, consiste en alimentar placeres mediocres y callarse la boca, mostrar otra cosa. Ofrecer, precisamente, lo que se ve.

Sí, provoqué la destrucción de una fábrica, me deshice de un grupo insignificante de mediocres guerrilleros, destrocé la carrera de un político desagradable y ruin, entre otras cosas (tienes los recortes) pero el impulso de una heroína desinteresada quedó muy enterrado con la muerte del Padre Gabriel. Si desarrollé cualquiera de los eventos que me descubriste hasta sus últimas consecuencias, fue porque despertaron algún enojo o una herida en el orgullo, además debía explorar cuánto podía hacer con el don que recibí de quién sabe dónde, encontrar mis propios límites porque el deseo de las cosas sencillas y vitales es fácil, se tiene que hacer porque debe hacerse, así como explotar el camino de algunos cuantos rencores para quedar satisfecho, limpiarse las toxinas.

Necesitaba descubrir el tamaño de mi propia ambición además de borrar algunos rastros.

Ya lo sabes: nací en el municipio de Santa Olimpia de Palma. Al ser el menor de los municipios hermanos, no tiene muchos prospectos de estudio o muchas cosas de hacer, ni siquiera tiene más de una iglesia. San Juan de Palma también es carente pero es un lugar agradable para vivir y al menos tiene sus mercados, algunas calles pavimentadas, una esperanza de resucitar con algo de cultura, algunas escuelas, un mercado vibrante y gente que ya enterró firmemente sus raíces. Del otro lado está San Mateo de Palma que es el más desarrollado de los tres, es donde vive cómodamente la gente adinerada: empresarios, fabricantes, ganaderos. Hay plazas, una que otra tienda de cadena. La mayor ambición de algunas personas es dejar la producción en San Juan y hacer casa en San Mateo, para tirar su basura en Santa Olimpia. Las tres Palmas se unen en un punto, e irónicamente, Olimpia corona ambos territorios en el norte. La basura en la cabeza.

Un día me despierto con una ansiedad horrible, una ansiedad tan intensa como la sentí cuando miraba a padre Gabriel relamerse los labios y supe que podía detenerlo. Después de una noche terrible, me levanto y murmuro lo siguiente:

—Olimpia es un lugar asqueroso, debe ser erradicado.

Soñé que Olimpia ardía en llamas y lo interpreté literalmente: debía incendiar mi lugar de origen para encontrar un mayor propósito a mis mentiras. Me pregunté lo mismo que tú, ¿por qué desaparecer a un lugar apenas existente? La respuesta es sencilla: porque puedo. Mi propia respuesta me dio risa y miedo, pero creí con firmeza que Santa Olimpia de Palma debía evaporarse.

Pido vacaciones en la oficina, me las conceden sin dificultades y manejo hasta Santa Olimpia. Tres horas y media de carretera después, me recibe un letrero verde, adornado con unos cuantos motivos coloridos: “Bienvenidos a Santa Olimpia, Ciudad de Dioses.” Sonrío. En Santa Olimpia, cuando era muy pequeña, descubrieron algunas figurillas de barro que todavía se exhiben en el museo de Antropología: las olimpias de Palma. Me divierte como se aprovecharon de las estatuillas para deificar la historia.

Entro al municipio, manejo por sus calles angostas y adoquinadas. Despierta la memoria. La casa de mis padres fue derrumbada para levantar una cantina donde unos borrachos miran con curiosidad mi auto. Miro su rostro. No confían en los instintos que presagian la ruina y deciden ignorarme. Rodeo el pequeño zócalo y veo múltiples viejos tostados por el sol, a pesar de los sombreros, y cómo se protegen de las ráfagas de viento ciñendo sus chamarras de mezclilla; corren las señoras de rebozo, suéteres amplios y tejidos mientras cargan sendas bolsas de víveres y mercado; saltan los niños pequeños de playeras estampadas con caricaturas de los ochenta. Olimpia vive perpetuamente en el pasado y es un basurero que jamás saldrá adelante.

Una pequeña pausa, quiero aprovechar que tienes la imagen de Olimpia en la cabeza. Primero escucha: “y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.” ¿Sabes de dónde viene? ¿Por qué te sacudes el cabello, por qué te cubres el rostro, Cariotti? Eso lo hizo el lenguaje de un hombre, un lenguaje similar al nuestro pero que a través del invento consigue evocar con precisión los deseos. ¿Y no te parece, también, el recuerdo de una ciudad? ¿Todavía lo escuchas? Repítelo conmigo.

La frase contiene las instrucciones para provocar esas imágenes y luego que estas se graban en la cabeza, saboreas mejor el sonido cuando las repites y entonces el sonido es el impulsor de las sensaciones. Parece que estás ahí resolvirando en profundos pínices. Eres testigo y actor a la vez. Anticipas el cansancio que antecede a la destrucción de dos cuerpos colmados de gozo. Este es un ejemplo de lo que hace el lenguaje, habrá cínicos que duden de él pero incluso existe un lenguaje para romper a los cínicos, quebrar los esqueletos que guardan y meterlos, inexorablemente, a la secuencia de eventos.

Somos la proyección de un creador, Cariotti, un libro que continuamente se está escribiendo y cada uno de nosotros obedecemos a un narrador, ¿y qué pasa cuando alguien descubre la posibilidad de narrar? El delirio es involucrarse en la realidad misma, un lenguaje capaz de alterar lo que damos buenamente por hecho. Alguien refutará con la simpleza de que, al menos, el otro lado del espejo es inalterable. ¿Lo es? ¿No te angustia que una piedra pueda romperlo? El cínico se fía del lenguaje para salvar la realidad, cuando no se da cuenta que el lenguaje siempre está mutando, es un monstruo capaz de todas las atrocidades y todas las bellezas. Después de escuchar lo que te dije, ¿crees que la realidad se mantiene estable? ¿No dudas?

Salgo de mi coche, Cariotti, y empiezo a hablar en mi lenguaje secreto. El lenguaje que narra el mundo. ¿Lo ves? Olimpia otra vez se está rompiendo. Las palabras son los incendios. Y tu grabadora es incapaz de registrarlo. Puedes pensar, si necesitas un fundamento científico, que usé una frecuencia infrasónica muy específica. Si te gusta la mitología, mejor piensa que soy una banshee, la madre de todas ellas. ¿Eres religioso? Soy Lilith, la resurrección de la hija abandonada de Dios.

Hablo para los habitantes de mi pueblo de origen sobre un podio de inmundicia y basura. Como una diosa, anuncio que el pueblo está condenado a desaparecer. Pido que recojan sus cosas y se vayan lejos, muy lejos. Invento torbellinos, intoxicaciones, plagas, sequías y todas las personas me escuchan, creen en mi historia. La mentira se hace verdad se hace mentira. Me erijo como la virgen de Santa Olimpia de Palma, la virgen que tanto habían buscado, la plegaria por fin atendida. Sin dilaciones las familias van a sus casas para empacar y abandonan los pedazos de tierra que tanto trabajo les costó conseguir. Salen los religiosos de la iglesia sin voltear una sola vez a mirar a Cristo crucificado. Los borrachos dejan de beber y enfilan hacia la carretera con el propósito de encontrarse una nueva cantina. Más tarde dirán que fueron testigos de una aparición. Llorarán que no hicieron nada, intoxicados por el alcohol, para evitar la perdición.

Y yo, en el centro, durante las dieciséis horas que duró el éxodo de Olimpia, maldigo la tierra, la incendio por dentro, la salo para que ningún sembradío sea fértil. Mi voz, como salitre, envejece las estructuras, las derrumba desde los cimientos. Provoco una lluvia continua para ahogar y alejar a los animales. Soplo un viento corrupto que reposara sobre el lugar para advertir a los perdidos, a los viajeros, de que en Olimpia todavía sucede una desgracia y sí, la verdadera desgracia fue mi presencia, la arrogancia, el capricho después de un mal sueño.

COLONIA NARVARTE. DICIEMBRE DE 2006.

—No había visto las fotos de Olimpia abandonada Cariotti, y cuánta belleza encierra el abandono. Agradezco que las hayas traído a mí.

Pío me arrebata las fotografías y las acaricia con sus dedos delicados. Apaga el tercer cigarrillo de filtro blanco. No ha parado de fumar desde que empecé a contarle el evento. Me divierte cuando contempla dubitativo el cigarrillo aplastado, recién apagado, ligeramente manchado de labial. Junto las manos, me acomodo el saco y doy un sorbo a mi café.

—¿Sabes por qué empecé a investigarte?

—Me lo imagino.

—Olimpia también es mi lugar de nacimiento. Regresé a la tumba de mi padre y descubrí, en su lugar, un pueblo fantasma. Todavía tengo amigos ahí. Me extrañó saber que desapareció y aun estando allí, caminando de un cementerio a otro, dudé. Se me hizo natural que hubiera desaparecido, un destino muy adecuado, pero… en la desolación encontré el inicio de una historia, no podía dejarlo así.

Sonrío. Se está acercando, toma la libreta marrón y la empuja hacia mí.

—Tienes razón. Cuando escribes algo, es difícil desaparecerlo. Este es un diario que escribí cuando era niña. Sé que estás aquí. Aun si has manipulado las noticias para desaparecer tu presencia, de aquí no lo has hecho. Esto es una prueba de tu existencia.

Me río. Cariotti pasa una mano por su cabello largo.

—Hazme un favor, Cariotti. Descríbete para tu grabadora.

—¿Lo hiciste otra vez?

—Sí, aunque no te imaginas cómo. No te preocupes, sólo durará un instante. Pronto serás lo que fuiste.

—Mi nombre es Pío Cariotti. Tengo 35 años, soy de tez apiñonada, nariz larga y ojos claros, mi cuerpo es de complexión esbelta. Visto una falda negra y plisada, un chalequillo y una blusa blanca, tengo cabello largo y negro, castaño claro, ojos del mismo color.

—También el maquillaje.

—Labial salmón, sombra azul, cejas delineadas.

—Ahora descríbeme a mí.

Cariotti alza una ceja, enciende un nuevo cigarrillo y me aprecia lentamente.

—Me encuentro en un café de la Narvarte entrevistando a Ernesto Trueque, también conocido con los alias de Emerson Trask, Eugenio Tranco, Evan Trino, entre otros. Viste un traje de corte recto, gris plomizo. Su corbata es roja, con patrones de círculos grises que se entrelazan el uno al otro. Su rostro tiene un mentón cuadrado, una nariz desviada, cejas pobladas y una sonrisa desagradable.

—Cuando escuches tu grabación, te garantizo sorpresas tan desagradables como mi sonrisa. Cuéntame de esa libreta roja. ¿Sabes por qué debes hacerlo?

Cariotti duda en silencio pero, después de apagar el cigarrillo, finalmente cede.

—Sí, supongo que contiene lo que has definido como el primer evento.

Casi me levanto para besarla. Es odioso ser hombre.

MUNICIPIO DE SANTA OLIMPIA DE PALMA. AGOSTO DE 1986.

Un hombre camina entre los maíces secos. Lo miro por la ventana, a unos doscientos metros de la escuela. Nuestras miradas se cruzan pero yo volteo, porque tus lágrimas me incomodan y continúo absorto en el paseo que hace el señor entre las plantas muertas. Empuja el viento, hace un ruido muy similar al mar pero con el característico tono de la muerte y la aridez. Un sembradío seco es un fuego que siempre aviva cuando el viento pasa entre sus hojas. No me interrumpas, déjame contar la historia contenida dentro de la libreta roja, mi cuaderno de Español en la primaria, que luego se convirtió en el diario donde anoté un sueño infinito. El día en que tú lloras y yo trato de ignorarte, pero no puedo porque tus ojos imploran una reacción de mi parte.

Los otros niños te empujan, son crueles contigo. Delia dice que eres una mujerzuela y que no debiste pedirme un beso. Federico, seco, te empuja del hombro y pregunta si él es feo. Ernesto imita a los otros porque algo debe hacer. Gabriela agarra tus manos, entierra las uñas, dice que como ya eres adulta debería pintarte, y acerca un lápiz muy afilado hacia tus ojos. Heber te pisa para negarte el equilibrio y no puedas salir fácilmente. Te rodea un círculo de rostros infantiles y crueles. Te empujan y te regresan a tu lugar, en el centro del mundo, mientras yo miro por la ventana al hombre que camina entre la sequedad del fuego y con su hoz libera a las espigas viejas de soportar los segundos.

Pío, me llamas, Pío ven a sacarme de aquí, pero yo aprieto las manos en la banca de la escuela. Me aferro a ella como si de eso dependiera mi vida. ¿No oyes las burlas crueles de los niños? Pío, Pío, ven a rescatarme pollito, Pío, Pío, vuela conmigo pajarito. Ellos se ríen de mí. Tengo miedo de sus rostros sombríos y canallas. Sólo porque soy alto, y tengo la fuerza de un bruto, no se atreven a jalarme pero me aterra que descubran los límites de su audacia y de su altanería. Querrán revivir la historia de David. Supones que vendré en tu auxilio pero tengo miedo a recorrer la masa de brazos y de manos entrelazadas para protegerte de las miradas.

Recuerdo cuando recién llegaste a la escuela. Eras una extraña, un bello intruso. Me parecías adorable con el uniforme bien planchado y un moño rosa en el cabello. Sonreías por todo, eso lo hizo fácil. Te sentaste junto a mí, el primer día, y me enseñaste tu lapicera y tus cuadernos nuevos. Te enseñé mis dibujos. Me dijiste que ojalá dibujara toda la vida y la infancia se me cayó a cascajos. Pasaron varios días en que mi fascinación crecía por ti. Había dejado mi rutina de contemplar la ventana para reemplazarla con una enajenación de comprender tus dientes, estructuras perfectas y blancas, como una mazorca iluminada.

Decidiste pedirme un beso.

En el cachete Pío, porque somos niños. Más tardaste en decirlo que provocar la explosión en el salón de clases. Lloras y hasta entonces fui incapaz de imaginar que tu rostro pudiera llorar. Hice lo que debía de hacer: me levanté de la banca, caminé hacia la puerta del salón y salí a perseguir a un señor en llamas, un destino preferible a formar parte de la burla desde su mismo centro.

Abro los ojos. Mi libreta está abierta. Leo: “Un hombre camina entre los maíces secos, lo miro por la ventana, a unos doscientos metros de la escuela”. El momento condenado a la repetición. La letra es mía, la reconozco. Soy unos segundos más viejo. Mi infancia está rota. Ahí, en ese instante, decido no dibujar más. Tengo la idea de un adulto: quizás alguien me dio la oportunidad de cambiar el destino. Me asomo por la ventana, el hombre camina entre los maíces secos y tú continúas llorando. Ya no dudo. Acabo de vivir esto y lo estoy viviendo de nuevo.

Gritas cuando te lastima los dedos el lápiz de Gabriela. Azotas al piso cuando Heber te pone el pie al momento de empujarte. Pío, Pío, sigo llamándote Pío. No lo soporto más. La ira no me lo permite, me levanto y como un gigante aparto a los niños, le quito a Gabriela el lápiz pero soy un tosco, soy un torpe. Se lo clavo a Heber en el cachete y se troza la mitad. Jamás olvidaré esa herida. Lloras y los otros gritan. Salgo corriendo del salón de clases para perseguir al hombre en llamas.

Abro los ojos. Mi libreta está abierta y leo: “Abro los ojos. Mi libreta está abierta”. Siguen molestándote en el centro, sigues llorando, los niños no han parado de torturarte. Lo han hecho durante siglos. Observo lo que hacen los niños, tú y yo no importamos en esta versión, y trato de documentarlo, sin despegar la mirada. Quizás eso es lo que debo hacer. Registro los detalles más absurdos: quién te empuja, quién te escupe, quién se ríe de ti, quién te jalonea del cabello, quién te patea. El álbum termina contigo hecha un ovillo en el suelo de concreto y un vagido ahogado por tu boca incrustada en tus rodillas. No puedo verte el rostro.

Cierro los ojos y cierro la libreta. Miro por la ventana. Un hombre camina entre los maíces secos, su presencia interrumpe la decrepitud y la muerte, el sonido sutil de sus pasos se incorporan al sonido del mar vegetal. Delia dice que eres una mujerzuela, Federico pregunta si él es feo. No presto atención. Mi capricho detiene el tiempo. Si voy a vivir encerrado dentro de un punto en el tiempo, pienso, quebraré mis retinas con la imagen del hombre caminando entre las llamas imaginarias. No sé cuántos años pasan así, es imposible contarlos, admirando la imagen del hombre segando las almas de agosto, pero fue muy bello. Mi capricho me aburre. ¿Cuántos años ocurren ociosamente dentro del salón de clases? Leo los cuadernos de los otros, levanto las faldas de las niñas, golpeo a los niños, formo parte del abuso, escribo un libro en el pizarrón de clases con una letra minúscula e incomprensible a los ojos de otros hombres.

La libreta roja contiene una infinidad de momentos, algunos francamente repetidos. En ella están registrados todos los años que duró tu lapidación. Todo ese tiempo que me costó entender lo que deseabas.

En el último instante, también registrado en la libreta, quiebro el círculo del abuso y entro para abrazarte. Los niños nos empujan, nos golpean y nos escupen. Jalonean nuestros cabellos y pican nuestras costillas con sus dedos, sus reglas y sus plumas. Pero no cedo. Pienso, irónico, en nuestra presencia en el círculo infinito de violencia. Trato de mirar a los salvajes. Lo último que me faltaba por descubrir eran sus rostros airados porque el tuyo me lo aprendí de memoria y en todas sus variantes de dolor y sufrimiento.

Se cansan pero no dejan de humillarnos con palabras. Nos abandonan cantando que tú y yo, Pío, somos novios y nos besamos las bocas, y nos alzamos las ropas, y jugamos a las muñecas. Entonces, en verdad, acaba. Me das las gracias, me besas en el cachete y te vas riendo para ya no regresar.

Muchas noches leo esa libreta roja, miro el calendario y me pregunto si no fue un sueño, un delirio. En la escuela, los días que siguen, los niños te olvidan, los profesores también. Yo me convierto en el reflejo roto del hombre que trabaja en el maíz; un hombre que interrumpe imágenes y sueños; un hombre que siembra la tierra fértil de la destrucción y de la muerte.

COLONIA NARVARTE. DICIEMBRE DE 2006.

Pío me observa fumar en silencio, su rostro se divide entre el asco del humo y el dolor de un viejo recuerdo. Todos los años que pasó buscándome para asegurarse de que lo anotado en su libreta roja no fuese un delirio. Pobre, pobre de él, pero no puedo retrasarlo más, es hora de poner en marcha el último evento. El evento de la salvación.

—¿Quieres darme un beso, Pío?

Él sonríe lastimado. No lo hará.

—¿Por qué me trajiste aquí?

Es inútil que se lo diga pero lo intento de cualquier manera.

—No debo estar sola. ¿No es obvio? Necesito un observador, un límite.

Pío apaga la grabadora, baja la mirada y junta las manos. Entierra sus propias uñas en la carne. Puedo ver cómo le duele. Otra vez revive su encierro en el tiempo, recuerda su infancia carcomida por el fuego. Ya tomó su decisión, busca la mejor manera de decírmela. Espera evitar todas las desgracias con ello. Reza por que sus palabras no me empujen al abismo. Ignora que ha tomado la misma decisión múltiples veces, en múltiples vidas y múltiples formas. ¿Tanto me desprecia? ¿Acaso en ninguna versión de la historia Pío es para mí?

No lloraba desde que era una niña pero siempre lloro en este punto. Entonces decido el camino más difícil, el más doloroso, un punto medio entre hacer y deshacer, el diablo conocido. Abro la boca y ahora Cariotti se ve como un hombre satisfecho, pleno, un niño que jamás sufrió la impertinencia de una bruja inexperta al encerrarlo en el tiempo. Toma mi mano, él cree que estamos juntos desde la infancia, se levanta a besarme como un caballero y limpia las lágrimas de mi rostro con un pañuelo. Me pregunta por qué lloro.

—Una tontería —le digo—, con el tiempo aprenderás a quererme mucho.

Él se carcajea.

—No enloquezcas, siempre te he querido, ¿no estamos juntos?

Dejamos pagada la cuenta. Abandonamos el café abrazados. Él no sabe por qué, pero mira atrás, donde estuvo la grabadora que algún ladrón ya se llevó.

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Este es un cuento del libro Aquí no es el cielo. Puede adquirirlo en Amazon o bien, puedes esperar a que publique los cuentos de este libro semanalmente.