Juego en la computadora. Soy una rana intergaláctica. Escupo bolas de colores para destruir más bolas que se empujan, una contra otra, en una espiral perpetua y vertiginosa hacia la boca de un ídolo, de un templo, de un dios prehispánico inexistente. Un lema: destrúyelas a todas antes que te destruyan a ti. Huye del game over. El eterno retorno en pixeles y tecnología de 16 bits, a merced de la torpeza de los dedos y el cansancio de los ojos. El juego es el marcador del límite humano, es la proximidad del abismo y de la ruina.

(Juegos aburridos para sobrevivir los días en una cárcel de mi propia creación. El laberinto custodiado por un toro donde dos monstruos imposibles se repelen, se anulan, se mantienen en cintura el uno al otro. ¿Dónde estás, Pérez-Moldován?)

Vivo un letargo continuo en el que los días se van como gotas de agua cayendo sobre un fregadero de metal. Drip, drip, drip. Debería conseguirme un pasatiempos, uno que despierte algún lado artístico o creativo y me salve de pensar.

(La realidad es que estamos ocultos, como partículas de polvo, en alguna librería pública, condenados a que nunca recorran nuestras páginas, y estamos condenados al encierro perpetuo porque nadie entenderá la llave que nos sacará de aquí.

Una prisión es una prisión diré más adelante, en el futuro, en el breve futuro que pueden contener las páginas de un libro, y una jaula necesita una llave para llamarse así. Los deseos, pues, siempre tienen límites, condiciones, modos de resolver las cosas)

Entonces recuerdo que vivo en una prisión. No importa cuantas habitaciones tenga, es una prisión. Quizás debería olvidarme de mí y dedicarme solamente a la lectura de mis cuantiosos libros. Historias que pude traer de mi pasado y también otras que forman parte de la memoria humana (esto es sólo una suposición), la memoria genética (son los buenos deseos). Deberían ver la biblioteca: es impresionante, pero tengo miedo de entrar en ella y empezar a leer porque, a pesar de los títulos, no sé cuantos de ellos están en blanco o en realidad son un engaño.

Intenté mantener un diario y fue un fracaso rotundo; el cuaderno que elegí especialmente para dar casa a mis más preciados pensamientos terminó siendo una agenda para garabatear monos y ahora yace, sin dignidad, entre pelos de gato y a la espera de las murmuraciones de una viejita loca, empolvándose en algún rincón de la que fue mi habitación. Mi diario se convirtió en una fotografía sepia. Aunque estudié literatura no lo hice porque aspirara a ser escritor. Sé que no soy bueno. A mí sólo me gusta leer. De qué sirve escribir, o la literatura, a un hombre necio quien duda de la experiencia de los sueños como la puerta hacia las revelaciones metafísicas, una entrada a realidades alternas y latentes.

(Latente. El pasado, el cual también es breve y yace comprimido dentro de estas páginas que sirven para castigarnos, se ha convertido en un sueño. Alguna vez escuché que hablabas de frecuencias. ¿A eso te referías? El sueño, el pasado, la frecuencia, nuestras páginas están latentes pero el monstruo todavía no despierta, ¿esto también es una mentira? ¿O nada más que la verdad? ¿Entonces por qué todavía estoy dudando? ¿Por qué…?).

Pero cuento palabras y versos. Recuerdo de otra vida, una realidad simulada que persiste afuera de aquí: murmuro sonidos en voz alta mientras navego, hecho una bolita, comprimido adentro de algún camión junto con un mar de gente que piensa otras cosas, más útiles quizás, más prácticas, más humanas. Murmuro rimas porque todavía creo que así descubriré un camino, la posibilidad de una redención. Los millones de libros son miles de bolas que una rana intergaláctica trata de detener con ángulos y el click de un mouse.

Otra vez, otra vez.

Drip, drip, drip.

Qué ridículo.

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