Agustín, mi hermano, soñaba con ser fotógrafo. Cuando comíamos juntos, él hablaba mucho y yo trataba de ser paciente con él; sólo así se callaba más rápido. Hablaba de las fotografías provocativas que tomaría a modelos bonitas, o describía los paisajes increíbles que capturaba en su lente imaginario, o inventaba las sombras y la niebla de lugares exóticos e hiperreales. Todo lo decía esto mientras escupía gotas de sopa y un fideo atropellado huía por la comisura de sus labios.
Era un hombre apasionado pero ni eso puedo conservar de él intacto en mi memoria. Gracias a mi trabajo cínico donde trato con aspirantes a actores y modelos todos los días, pronto comprendí que la pasión no es suficiente. Se necesita talento, demasiado trabajo, paciencia para soportarlo todo, mucha suerte y, a veces, que el mismo diablo te lleve de la mano de oportunidad en oportunidad.
¿Por qué lo recuerdo tanto? No lo amé. Quizás lo quería pero no lo amaba. Me desesperaba mucho. Su maldito entusiasmo y su sonrisa inocente me sacaban de mis casillas. Quizás aquí puedo decirlo sin sentirme un imbécil, un traidor o un psicópata: odiaba a Agustín. Y me siento culpable. No puedo dejarlo ir.
¿De verdad lo odiaba tanto?