Alguno de ellos encontró el camino para llegar aquí. Lo sé porque la piel se me puso de gallina y no tuve de otra que salir corriendo para cumplir mi contrato. Él me lo advirtió. Él me dijo que algún día sucedería esto. Cuando llegué al lugar, descubrí que se trataba de la sombra de uno de ellos, sí, sólo era la sombra pero eso bastó para romper mis sentidos y al instante, tan pronto vi como su oscuridad crecía, no pude controlarme y me puse a llorar de miedo y ojalá ese maldito imbécil hubiera traído una botella con whiskey de los perritos para al menos darme valor pero no lo hizo. Me castigó no sólo con el deber pero también con la sobriedad y ahora cuento el tiempo a un lado de mis recuerdos y de manualidades sosas que puedo hacer adentro de este mundo inventado mientras todos los días me despierto con la promesa de pelear contra una de estas bestias como aquélla vez en los edificios donde todo se rompió, todo se rompió porque no pude decir que no porque…
Porque debía quedarme.
Prometí que haría mi trabajo de guardián. Debía defender la integridad de nuestra casa. Entonces la sombra adquirió un cuerpo putrefacto, y del cuerpo putrefacto nacieron muchas extremidades y lenguas tan largas como la de todos los reptiles y pronto adquirió el cuerpo de un animal de muchos ojos y rebosante de lamentos. Satanás ya no existe, muchacha, tú me lo dijiste pero par de melodramáticos parece que le han robado todos los trucos y ahora me torturan como el único creyente en estas tierras. Aparecen las manchas de tinta sobre el cielo y las letras comprimidas susurraron el rezo de un maligno. Y yo temblaba de miedo pero también de anticipación porque deseaba medirme con él y quería saberme capaz de detenerlo tal como me lo habían prometido.
“Este es el verdadero cuerpo de un dios”, pensé, “este es el verdadero cuerpo de un hedonista, de un vicioso, de alguien que nunca se ha negado los placeres y los deseos”.
El cuerpo de un dios roto, corrupto, olvidado y perverso.
Y la sombra quiso romper los límites de nuestra realidad enterrando sus tentáculos en el pasto y levantó las extremidades superiores para abrir los cielos. Y yo recé y después me lancé contra él. Para eso me trajeron, ¿qué no?, para cuidar a un par de niños berrinchudos y confíe en los dones regalados: fuerza y poder, razón y verdad, justicia y sangre.
Y fueron muchos días y muchas noches pero después de asestar el primer golpe, de dar la primera embestida con mis cuernos de plata, yo no dejaba de ver rojo en aquel ser horrible, en esa sombra interminable y asquerosa, y no descansé hasta que se rompieron sus tentáculos del cielo y de la tierra, y hasta que se despejó el cielo y el sol se mostró con su esplendor completo y poco a poco borró de nuestra memoria la existencia de aquella sombra. Y no descansé, ¿me oyes? No sé si fuiste tú o si lo hizo Pérez-Moldován, pero no descansé
(tengo una duda: quizás lo hice yo por mero aburrimiento, quizás el guardián se convirtió en su propio némesis, quizás era la memoria negra de uno de los míos. ¿Y si sí, por qué no puedo culparlos a ellos? ¿Por qué los monstruos deben nacer de nuestro propio ruido?)
Arremetí contra el impuro una y otra vez, como un toro, como el único toro necesario para proteger todas las entradas y salidas de este triste infierno. Y gané. Así como ganaré en los siglos que vienen. Así como gané en los siglos pasados.