No quería salir de casa. No quería arriesgarme a que todo cambiara frente a mis ojos. Temía encontrarme con Ayer. Un gracioso misterio se había convertido en el espíritu cruel y travieso de un zorro. No me gustó lo que hizo con la chica del suéter. Sentía con ello una fractura en la realidad. Mi cordura fragmentada. Pero sabía que era cierto y no podría enloquecer (tan-fácilmente) porque mi vida también era una realidad fragmentada.
(la cabeza de mi hermano abre los ojos, la cabeza de mi hermano voltea a mirarme, Agustín me sonríe)
Quizás nunca he estado cuerdo.
Pensaba encerrarme hasta que todas estas jugarretas de la realidad se olvidaran de mí. No salir, no llamar a Geraldine, no escuchar a la señora de las hijas muertas. Entonces sonó mi celular. Debía editar un proyecto con urgencia. Era de esperarse: lo terrenal se me había olvidado por completo.
Al otro lado de la línea mi jefe hablaba de los personajes, de los órdenes de edición, de las cien personas que debían estar recortadas para el día de mañana. Hablaba y hablaba. Mi jefe no entendía la importancia de que el azul se convirtiera en rojo por la súbita voluntad del deseo (Ayer habló de serpientes que se muerden la cola, de universos paralelos e infinitos… ¿pero qué tal si el origen de esto es algo más sencillo: una voluntad mágica, voluble y caprichosa? La ciencia no debería ser manipulada de esta manera, solo los dioses y los espíritus traviesos tienen derecho a sacarse estos artefactos del culo. ¿No? ¿Por qué inventarse el tiempo como si pudiera generarse a voluntad? ¿Ahora me van a decir que soy un brujo caótico y que la cabala puede explicarlo todo? Me duele la cabeza, ¿está esto encendido?). Mi boca respondía mientras mi cabeza calculaba lo rápido que caminaría de mi edificio a la oficina para evitar más accidentes, más encuentros y más cambios.
Traté de convencerme: el trabajo me ayudaría a mantener un hilo a tierra; quizás exageraba y lo del suéter fue un deseo genuino de locura para asesinar el aburrimiento.
A dos cuadras de la oficina, pasé a una tienda y me compré una cajetilla de cigarrillos (el cáncer es una realidad) y una coca-cola (y los triglicéridos también). No saludé, no hice plática al señor de la tienda, simplemente tomé mis cosas, di el dinero y me fui. No más alteración de la realidad ni de los sentidos. Concepto del dinero se traduce en la ligereza de un billete y el tintinear de unas monedas. El peso de las cosas.
(De niño deseaba formar parte de algo que moviera los cimientos de la realidad y revelara los mecanismos ocultos del mundo. Un dios innombrable que me enseñara la manera en que el universo puede quebrarse y prepararme para ello, y enseñarme cómo hacerlo. Un secreto a la vista de todos pero casi imposible de replicar en su creación y su resultado. La ruptura de la realidad.
Entonces pensé que enloquecer era la única manera de hacerlo. Y no quería perder la cabeza. No cómo él).
No pierdas el control. Vamos, juega.
Agustín hablaba continuamente de eso. Es una de las cosas que le robé, que asimilé de él. Hablaba de cuánto quería tener un poder divino para cambiar las cosas según sus caprichos. Ayer me dijo que yo era como él, que tenía el poder de “cambiar” las cosas y luego habló de universos paralelos (el tiempo, la serpiente, las líneas, las variantes, el capricho). Para mí, un universo paralelo es algo mucho más sencillo, más egoísta, menos cuántico y más idiota. Un universo paralelo responde a una pregunta sencilla, es el pie del arrepentimiento: ¿Y si yo hubiera? Es el inicio de la creación, de una historia, de ser otra cosa y, quizás, con suficiente imaginación apropiarse de ese futuro alterno. Construir a través de frases sencillas una vida compleja que pudo haber sido.
¿De eso hablaba Ayer?
¿Saltamos a un universo paralelo?
(¿Y mi universo original? ¿Qué tanto cambió en este? ¿Cómo lo sabré? ¿Cuántas almas hemos asesinado por cambiar el color de un suéter?).
¿O, de algún modo, nos hicimos conscientes de nuestra existencia alterna e intercambiamos nuestra presencia con la de otros como nosotros (reflejo retorcido) pero que tenían la pregunta inversa?
Me duele la cabeza.
La chica cambió drásticamente al tener un suéter rojo en vez de uno azul. Un color, una diferencia importante, un viaje más incómodo en el metro.
Cuando llegué a mi oficina, mi jefe repitió más lentamente lo que ya había dicho por el teléfono. Me sonrió y se despidió de mí. Yo no protesté. Necesitaba trabajar, necesitaba estar solo. Al irse, miré la lista de edición y negué lentamente: cien personas; no saldría esta noche. Tan sólo de capturar el material a la computadora calculaba unas cuatro horas. La edición serían aproximadamente dos horas… y así, sin universos paralelos, pero una realidad apabullante y simplona, uno va acumulando horas. No minutos, no segundos, horas perdidas en el hastío.
Pensé que al menos el trabajo me ayudaría a meditar cuando el celular sonó de nuevo.
—¿Hoy?
—Sí, ¿qué pasó Geraldine?
—¿No nos veremos?
—No creo, tengo mucho trabajo…
—Te extraño mucho.
—Si nos vimos hace unos días… aunque no hay nadie en la oficina, quizás…
—Puedo ir, ¿ya comiste?
—Sí, trae comida y ven pronto. No he comido nada —qué rápido había despreciado la soledad por la promesa de un estómago lleno.
—Entonces te llevo un par de sandwiches, no quiero que te enfermes porque no comes.
—Está bien… sí. Geralda, ¿puedes hacerme un favor?
—No me digas Geralda.
—Trae tu suéter azul.
—¿Y eso?
—Tú nada más tráelo.
—Sale. Nos vemos pronto.
Colgó.
Me dio curiosidad.
¿Podría hacerlo?
Tal vez no me esté volviendo loco. O soy un loco que puede convertirse en un dios. La realidad alterna del capricho; creo que nada importará: trabajos insulsos, horas consumidas, terrores nocturnos. Quizás ya bailaba sobre esa línea delgada entre la cordura y la locura, entre el tatuaje de un árbol y Jesucristo, entre el rojo y el azul.
Necesitaba un empujón para caer.