Incapaz de entenderse divino, aquel dios pequeño y recién despierto, tomó a una muchacha y la transformó en una quimera de muchos colores, muchas capas. Frente al espejo cambia el color de su piel, la forma de los ojos, el tamaño de sus senos, la estrechez de su sexo. La convierte en una caricia, en un animal y en el residuo de un sueño. Nadie nos enseña esto pero no debemos influir en la vida de las personas; nuestro objetivo es convertirnos en una presencia diluida, un espanto de viejos desvelados al calor de una fogata y de unos mezcales o el mito de algún libro fuera de circulación después de quién sabe cuántos siglos. Pero él no pudo contenerse, la tocó, tomó sus caderas y la penetró con una pequeña, pequeñísima, lanza divina (pues qué dice de un dios si este desea para sí mismo el capricho de una verga grande) y eso rompió a la muchacha, la partió en átomos y el daño fue inevitable, pues cuando una cosa se separa así ya no puede regresar a su estado original y su existencia perdura como la de una alma agonizante y multiplicada en quién sabe cuántas dimensiones, cuántas líneas de tiempo, cuántos estómagos de serpientes ensortijadas. 

Pero no lo entiende. 

Él es el malo. 

Yo estoy aquí para salvarnos a todos.