—¿Qué es el tequila, Simón? ¿Por qué siempre lo bebes y terminas con ese aliento?

—A diferencia del aliento, mi querido Árbol Tsef, queda siempre un calor en el corazón incomparable. Deberías probarlo sin temores, sin reservas. ¿Gustas qué eche un poco en tus ramas?

—Muy bien, sólo un poco y por favor, para intercambiar, tendré que regalarte una fruta. La que más quieras.

—No, no, no, mi querido Árbol. Eso no será necesario. Al tequila hay que tenerle respeto… si se le combina con fructuosa, el resultado podría ser desastroso, ahora venga esa rama, que unas gotas bastarán.

Árbol Tsef extendió la rama y recibió gotas de tequila directamente de la botella de Simón Dor. Ambos esperaron.

—No sucede nada.

—Eso si que es extraño. Bah, no volveré a desperdiciar una sola gota de tequila contigo. No me quedan muchas botellas para que un árbol impotente a la ebriedad lo desperdicie en mera curiosidad.

—Espera…

—¿Qué?

—Mi cuerpo es un poco pesado y grande, Simón. Intenta en mis raíces.

—Se me hace que eres un árbol demasiado listo y buscas emborracharte abusando de la compasión y camaradería de un viejo anciano como yo.

Simón Dor, obviamente, hizo una mueca de burla. El árbol alzó una ceja extrañado.

—Bah, será interesante ver si sucede algo —dijo Simón, echó el resto de la botella (más de tres cuartos de litro), en las raíces del árbol y volvieron a mirarse a los ojos— ¿Y bien?

—Nada.

—Mal, mal, mal —dijo Simón—. Iré por otra botella, espérame aquí.

—No tengo ningún lado a dónde ir, Simón.

—Otra cosa que debes aprender, jamás contradigas a un borracho. Y menos a un borracho de mi edad. Y nunca, a un borracho con mi nivel de lecturas.

—Está bien, Simón.

Simón le sonrió al árbol agresivamente y le asintió, se retiró a su cuarto donde buscó otra botella de tequila. La abrió y tomó un trago directo de la botella, después regresó a la proa donde el Árbol esperaba plantado, pacientemente.

El niño estaba ahí, sentado a un lado de Árbol Tsef con el cuaderno descansando en sus rodillas. Se encontraba escribiendo, Simón se acercó lo suficiente para descubrir que sonreía, luego le miró hacer un gesto de triunfo y le escuchó gritar—. ¡Yasmín! ¡A qué no has robado el alma de un hombre llamado Ferdinando Perez-Zamora!

Simón no tardó en escuchar la respuesta—: ¡Claro que sí! —gritó la ciega—¡Le dije que debía engendrar diecisiete hijos con tres mujeres distintas y eso fue lo que hizo!

El niño se rió y después, corrió hacia la popa donde se perdió con la anciana.

—Se han hecho amigos —dijo el Árbol.

—La vieja no es amiga de nadie, más que de sí misma. ¿Me pregunto, cuántas almas lleva y cuántas faltarán, para qué me pueda descubrir el secreto de la inmortalidad?

Árbol Tsef estornudó y una nueva rama, con frutos y plantas enredaderas creció en su tronco. Simón le observó interesado, esperaba un grito y al contrario, recibió una risa de parte del árbol.

—¿Calorcito en el corazón, dices?

—Eso mismo dije.

Árbol Tsef estornudó de nuevo y sus ojos, que se perdían en oscuridad, se trazaron de una manera un tanto alegre igual que la raja que recibía el nombre de boca. En la corteza en vez de haber letras, había símbolos que no representaban nada.

—Simóoon. No siento calor en el corazón, pero te agradará probar este nuevo fruto… adelante, te he prometido una frutita y eso es lo que recibirás.

El Árbol extendió la rama recién crecida, un fruto de color azul de forma alargada fue ofrecido a Simón. Este lo aceptó dudoso y le dio una mordida.

—¡Mi madre! ¡Esto es como veinte veces más potente de lo que hay en una botella!

Simón inmediatamente sintió el efecto, la vista se le nubló y el cuerpo se tambaleó, escuchó la risa y los estornudos del Árbol que cada vez eran más potentes. Después, se devoró toda la fruta, se el entumeció la quijada y la lengua, los ojos se le enrojecieron y el estómago, no sintió más hambre que de seguir comiendo las frutas azules.

—Árbol… ¿sabes cómo se le llama a esto?

—¿Cómo, Simoncito?

—A esto, en mi tierra, se le llama ponerse pedos.

—¡Estoy poniéndome pedo! ¡Estoy poniéndome pedo!

—Cabrón… esa fruta, nos hará millonarios si alguna vez salimos del viaje.

—¿Cuál viaje?

—Pues el viaje.

—¿Cuál de todos?

Simón miró de reojo al Árbol con sus ojos borrosos y se dio cuenta que los efectos de la fruta cambiaban los colores, unos por otros y sonrió maravillado. En las manchas de colores, observó la silueta del delfín separándose constantemente para mutar otras figuras, como girasoles o rosas azules. Las flores partían su contorno para separarse en lunas y soles con sonrisas medievales y coloridos renacentistas.

—Pues no se cual viaje, pero es magnánimo. Excelso. Es “EL VIAJE”.

El Árbol soltó carcajadas y más estornudos, con ello, más frutos azules surgieron. Simón trató de enfocar para recoger los frutos que pudiera y llevárselos a su alcoba, aunque le era imposible a su mente y a su cuerpo llegar a un acuerdo.

—¡Simón! ¿Tienes más tequila?

—No p’edo ni levant’rme.

El Árbol se expresó triste.

—No es justo. Anda, ve por él… yo te ayudo con mis ramas.

—Vale p’es.

El Árbol, que todavía poseía un buen dominio de sí mismo, bajó sus ramas y levantó a Simón lo mejor que pudo. El Señor Dor trató de controlar lo que miraban sus ojos para identificar la puerta de su alcoba y a tropiezos, llegó a su cuarto donde encontró otra botella de tequila. No tardó ni dos minutos en salir, cuando las ramas del Árbol lo estaban guiando de nuevo y le ayudaron a recostarse en la proa, en el proceso le arrebató la botella y el mismo la abrió como sus ramas le dieron a entender, para bañarse en agave puro.

Simón Dor sacó torpemente un cigarrillo de su chaleco e intentó prenderlo con los cerillos, no fue hasta el séptimo intento que pudo hacerlo. Después, con la visión perforada por la fruta, buscó más fruta para alimentarse.

—¡Me llamo Lobra Tsef Death! —gritó el Árbol.

—Tr’nquilo, tranquiloooo… que los niñ’s y los borrach’ssssolo dicen la verdad.

El Árbol hizo otra expresión triste.

—El niño que yo conozco, no habla con verdades. Habla con pura magia y enigmas.

—¡A qué mi querido Árbol!, mi stupendoo amigo. ¿’Sted no sabe el procedimiento st’ndar de ‘na bu’na borrasheera?

—No.

Simón Dor se agarró la cabeza.

—’Spera, esssspera… qu’ ya casi me ac’erdo. ¡Ya! Prim’ro se filosoooofa. Ya no filosofeeeemos, bast’nte tenemos con el vi’je.

—¿Con el vi’je?

—Shi… con el viaj’.

—¿Con el viaj’?

—Shhhhhhhhh, ya no me interrumpa.

—¿No crees qué nos falta otra botella de tequila?

—¡C’llese! ¡Sha está borrashísisisimo! No más filosofa.

—Entiendo.

—D’spue’s, es opcional… algunoss bialan.

—¿Bialan?

—Si, m’vase, m’va sus raamass. De un lado para otro.. d’jeme pongo de pie y le snsenseño.

Simón Dor se apoyó en el tronco del árbol y se levantó como mejor pudo. Movió las caderas y alzó los brazos emulando las raíces del árbol. Éste le imitó y ambos se movieron durante unos minutos, sin pensar en nada, sin decir nada, sólo reían de vez en cuando. El niño mago se apareció a la proa y también les imitó, los tres bailaron y rieron, sin prestarse atención más que al ritmo que lograban con las risas.

—¡Niño! ¡A qué no has escrito la historia de cuando le robé el alma a Sonia Montreal! ¡Le dije que tendría que pintar su mano derecha de azul durante el resto de su inmortalidad! —gritó la anciana desde el otro lado del barco, Mojalnir.

El niño dejó de bailar y abrió los ojos emocionado.

—¡Pero si la he escrito, abuelita Yasmín, y en mi cuaderno la tengo lista para comprobártelo!

El niño dejó a los dos danzantes ebrios, a los cuales no les importó.

—T’ngo que orinar.

—Pero hazlo del otro lado Simón, o enojarás al delfín —dijo el Árbol y luego se echó a reír. Estornudó una vez más y más ramas de frutos azules le cubrieron completamente, opacando a las manzanas, peras, limones y naranjas que tenía en un principio.

—¡P’rdón Camelitoooo! —dijo Simón al delfín, el cuál le sonrió probablemente sin sospechar las primeras intenciones del anciano, y se dirigió al otro lado de la borda. El color azul del líquido frutal se combinó con la evacuación del anciano y éste, sin sentirse ridículo, imaginó que orinaba un arcoiris combinado con diamantes, un río que se vería a muchos kilómetros a lo lejos y algún navegante insospechado, pensaría que estaba viendo los más hermosos prismas de colores que jamás hubiese imaginado.

—Hay otra etapa en una buena borrachera… —dijo Simón, con la cabeza doliéndole y recargado en el tronco del Árbol Tsef. El efecto de la fruta aún le latía en la sangre, las visiones habían disminuido pero el efecto filosófico, el efecto resorte, todavía no— es redescubrir el origen.

—¿Por eso bebes tanto, Simón? —dijo el Árbol, puso una rama alrededor de Simón y suspiró contento—. Siento que eres mi hermano.

El Árbol echó a llorar.

Simón escuchó al Árbol, juntó los labios de forma tensa y abrió los ojos, con las cejas alzadas levemente. La expresión que hacía antes de decirle a alguien una grosería que recordaría toda su vida.

Nadie lo hubiera creído, pero Simón también se echó a llorar.

—¡Hermano!

—Y después, se habla de mujeres —dijo Simón.

—Yo no necesito de mujeres —dijo el Árbol Tsef, triste.

—Haces bien —respondió Simón, las alucinaciones habían regresado pero conservaba una parte consciente y dominaba mejor los músculos faciales. Ya estaba aprendiendo a dominar los efectos de la fruta—. A una mujer sólo se le mira durante cinco minutos, no más. Un buen amigo me dijo eso.

—¡Saaaaluuuud!

—¿Sabes cómo dejas de idealizar a una mujer, y sabes qué estás enamorado de ella?

—¿Cómo, Simón?

—Muy sencillo, imagínatela… hermosa, con los suaves contornos que figuran en su curvatura. Un vestido divinal, el cabello más brillante que hayas visto.

—En verdad, esa sería una mujer muy hermosa.

—Ahora imagínatela con diarrea y que no alcanza a llegar al water. Si estás enamorado de ella después de eso… no hay dudas.
Simón y el Árbol se miraron seriamente.

—Eso… es muy profundo, señor Dor —dijo el Árbol y después se echaron a reír.

—Ahora, si me disculpas, es hora de irme a dormir. Me la he pasado bien contigo, señor Árbol Tsef.

—Igualmente, señor Dor.

El Árbol Tsef miró a Simón Dor alejarse a su habitación.

—Espera.

—¿Si?

—No lo harás, ¿verdad Simón?

—¿Qué?

—Tú sabes a qué me refiero. Pídemelo y te detendré.

—Las cosas, son para usarse. La vida, para morirse.

—No le gustará mirarte así. Espera a mañana.

—Gracias Árbol, no lo haré. Pero gracias.

El Árbol Tsef asintió y miró a Simón, adentrarse… a la oscuridad.

Simón sacó una de las llaves del Cuarto de Máquinas, evitando la mirada del rottweiler en todo momento. Le escuchaba jadear más que de costumbre y le temblaron las manos. Ya no sentía el efecto de la fruta, aunque seguía ahí, de alguna manera constante y poderosa. Se alzó en un instante el intenso rugido de las máquinas y así, la pregunta que habría de seguir consecuentemente: ¿Dónde estás Simón?

Dónde estás.