Levanta-muertos camina y recoge en su carreta a los fantasmas necios. Se despierta bien temprano, a las cuatro de la mañana y sale de su chozita en Puerto Octay para llevar su carreta, hasta diez o quince veces al día, para que los fantasmas se suban y los lleve de regreso a la entrada del reino de los Muertos. Los fantasmas necios se quedan un ratito y esperan ahí de noche, para regresar al siguiente día. Y entonces Levanta-muertos despierta, pasea con su carreta pintada con símbolos rúnicos y su machete pega contra su costado, ya morado y acostumbrado. Se va de un lado a otro, recogiendo a fantasmas necios.

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Se detenía a mirar el atardecer cuando quería descansar un rato y recordaba como su hija se perdió en el mar. El atardecer en Puerto Octay siempre es bello, y con los ojos buscaba en el mar interminable vestigios de su hija, en el azul que se la vivía regalando brillos y colores diversos, a los ojos grises del Levanta-Muertos.

Y cuando caía la noche, contaba a los fantasmas en su carreta, cada semana había dos o tres fantasmas nuevos. Cada semana, un fantasma dejaba de necear y se iba a descansar o a veces, eran demasiado necios para irse y tardaban meses. Cada semana, miraba el fantasma de su hija, callado e indiferente de su padre, en la esquina extrema de la carreta. En los inicios, había intentado comunicarse con ella y nunca recibía respuesta. Intentó que otros fantasmas lo hicieran, pero estos fantasmas no daban ningún mensaje.

De por si, a Levanta-muertos le era difícil que un fantasma se comunicara con él. En muy contadas ocasiones, podía escucharlos. La primera vez que les escuchó, fue en una discusión de dos fantasmas más necios que de costumbre, y esa noche esperó que fuera la última en que escuchara algo así. No era divertido cargar una carreta llena de reproches.

Levanta-muertos suspiraba y de todas maneras, se sentía orgulloso de los fantasmas que no regresaban. En su choza abría su armario, y su armario era la puerta al mundo de los muertos. Ahí jalaba su carreta y hasta a donde les es permitido a los vivos, se detenía y bajaba a los fantasmas y después regresaba a su choza a dormir. Siempre llevaba su machete, ya que el tunel para llegar al mundo de los muertos, estaba lleno de demonios Rastreros. Pequeños demonios, en forma de gusano que crecían como espigas de trigo en un ritmo rápido. Levanta-muertos no los dejaba crecer, ya que cuando crecían era difícil matarlos. Sus heridas en los brazos lo demostraban, a los demonios les gustaban los brazos.

Conocía muy bien a los fantasmas, después de años de tratarlos. Además de necios, eran personas por lo regular tristes. Los fantasmas siempre eran callados, y rígidos, como momias, no hablaban y no demostraban nada que no fuera absoluta indiferencia. Sabía de sus poderes para demostrar su pasado, sus ilusiones, sus sueños, su infierno y su cielo a los mortales, sin embargo, él podía dominarlos para no perderse, pocos fantasmas nuevos no respetaban a Levanta-muertos.

Tenía muchas historias que contar de los fantasmas, aunque no era muy buen narrador y tampoco quería escribir, Levanta-muertos se había cansado de ser profesor en su pasado y no quería serlo en el presente. Eso no les importaba a los niños del orfanato de Padre Burgos, quienes iban a verlo los domingos para que les platicara de los nuevos fantasmas. Un sano rito, para un hombre que vivía de los muertos demasiado.

Terminaba el rito, contando del fantasma de su hija. Los niños lo consideraban un viejo loco cuando regresaba a ello, y a partir de ahí no prestaban mucha atención, más que la requerida por la educación. A Levanta-muertos no le importaba, la historia se la contaba así mismo.

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El fantasma de la hija de Levanta-muertos no puede descansar, porque lo mira llorar cuando contempla los atardeceres. Esa es culpa de él, no de ella. Le ha pedido que le envuelva en el cielo de los muertos, quisiera perderse, sin embargo ella no ha hecho caso. Y la hija de Levanta-muertos hace bien, porque él tiene muchas vueltas que dar y tiene que hacer descansar a los que pueda, su hija le mira arrastrar la carreta y sabe que él hace bien. Pero ella no descansa porque lo mira llorar en los atardeceres.

En su cumpleaños número cinco, le regalé un broche de mariposa. No saben el trabajo que costó que se lo hicieran a Levanta-muertos como él lo quería. Una mariposa roja y muy bonita. Por eso pintó la carreta con símbolos rúnicos rojos… ¿saben qué quieren decir las runas? Las runas, según unos antiguos, dictan el destino del ser humano… eso decían. El bisabuelo de Levanta-muertos solía leer runas, un hombre malo, pero solía leerlas y también hacía encantamientos. Un viejo gitano era. El color rojo, es porque es el color de los vivos: amor y odio, ira y pasión. Eso es el rojo. Con la carreta, llama la atención de los muertos y puede llevarlos al túnel que hay en el armario de su choza.

Todos ustedes son buenos niños y tienen a Papá Burgos, dejen que él los cuide. Y recuerden no tenerle miedo a la muerte, que Levanta-muertos los acompañará y les guiará por los caminos del más allá. Con ayuda de la carreta y el machete, les hará el camino. Ya después, se tienen que cuidar solos, pero no se preocupen, el mundo de los muertos está lleno de algodones de azúcar y tiene un circo precioso.

Patricia Boyselle me ha platicado de ese circo fabuloso, ella es un fantasma que no necesita que Levanta-muertos la lleve. Ella ya se sabe el camino de ida y de regreso. Es su gato el que siempre camina de allá para acá, se le escapa y ella viene por él cada dos o tres semanas. Se preocupa demasiado por su gato, pero gracias a eso, puede platicar con ella. Es la única que viene a contarle de las cosas bonitas que hay en el más allá. Ella ha prometido llevar a hija al circo, si, eso ha prometido.

Cuando muera Levanta-muertos, él llevará a su hija. O más bien ella le acompañará, ella le enseñará el camino todas las veces, porque ella algún día habrá de soportar la necedad de su padre y se irá. Si, algún día se irá. Mientras, Levanta-muertos hará lo que le corresponda hacer y cargará a los muertos en su carreta. No se preocupen niños, Padre Burgos los protegerá en vida y Levanta-muertos les protegerá en el intermedio. Hablando del Padre, ahí viene él por ustedes, se cuidan. Mañana hay que madrugar.

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Un día, llegaron nuevos niños al orfanato de Burgos traídos por los cuerpos de Paz de Jaramillo. También llevaban víveres y ropa. Padre Burgos no podía solo, por mucho que le gustara. Estaba agradecido con la presidenta, aparte de su amistad en el pasado. Entre esos niños, había una pequeña niña de siete años vestido con un camisón sucio, nadie sabía de donde venía, ni a donde iba. Su nombre era Tairi, y eso lo sabían por un collar grabado en piedra que colgaba de su cuello.

La niña era el silencio personificado, y los otros niños le tenían miedo. Aún así, procuraban no burlarse de ella, había algo en su cabello ondulado y sucio, en su piel morena manchada, en sus ojos lejanos, que no les gustaba. Preferían evitarla y a Tairi no le importaba, no necesitaba de los amigos. Podía dedicar horas enteras para mirar el extenso mar de Jaramillo, como buscando algo.

Padre Burgos se preocupaba más por esta niña que por los demás: se le olvidaba desayunar, comer y cenar a sus horas; se negaba a quitarse el camisón para bañarse con la fiereza de un tigre y ninguno de los otros niños quería hacerse amigo de ella. Dejó encargado a uno de los niños más grandes del orfanato y fue a platicar con el Levanta-muertos, el otro ser vivo mayor de edad que se atrevía a vivir en Puerto Octay.

No había nadie más a quien recurrir.

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—¿Gusta un tequila, padre Burgos? —preguntó el Levanta-muertos, invitó a Padre Burgos a pasar y éste se negó con una sonrisa. El Padre se acarició las canas y tomó un respiro antes de comenzar.

—Vine por otros motivos, Ernesto —dijo Burgos, miró con firmeza al Levanta-muertos quien le daba la espalda. Ernesto giró el rostro y quiso corresponder la mirada de Padre Burgos por el rabillo del ojo.

—Por favor, Levanta-muertos. Ese nombre ya no es mío… mi hija se lo llevó y lo guardó en las profundidades del mar.

—Lo sé —dijo Padre Burgos, confiado se metió a la choza. Levanta-Muertos se giró para encararlo de frente y avanzó hasta él para evitar que entrar más a su casa, alzó el pecho y el mentón, en señal de desafío. Padre Burgos se sonrió, le dolía ser directo con él pero no había otra manera de confrontarlo. Pensó cuidadosamente sus palabras antes de continuar—. Donde Dios falla, busca la manera de enmendarse… y el amor que ya no le puedes dar a uno, se lo puedes dar a otro.

—Explíquese rápido. Levanta-muertos está ocupado y necesita dar la ronda de las cinco de la tarde —interrumpió secamente. No le gustaba hablar en tercera persona de si mismo, sobre todo cuando andaba de malas, pero lo había asimilado de manera natural. Igual que su machete que colgaba en su costado, igual que su carreta de runas rojas (las cuales pintaba de vez, en vez, para mantenerlas brillantes), igual que los fantasmas que llevaba cada noche.

Burgos observó que Levanta-muertos se llevó la mano al mango de su machete. Quitó la sonrisa por la falta de respeto de aquel hombre. Decidió conservar la paciencia, la culpa la tenía él por haber empezado el diálogo de una manera tan agresiva.

—Llegó una niña de siete años —dijo Padre Burgos—. Está con nosotros desde hace tres semanas, sin embargo, no quería traértela porque no sé como reaccionará con tus historias de muertos, de por si es una niña que no ha abierto la boca para hablar y trae un pasado con el que no puede vivir, así como tú. Tú sabes que no apruebo tu manera de vivir la vida y no me refiero a tu noble oficio, me refiero a como te destruyes poco a poco. ¿Qué esperas conseguir Levanta-muertos? ¿Por qué haces lo que haces? ¿Lo haces por los que no pueden descansar, o satisfaces un impulso egoísta?

—¿Y a usted qué le importa la vida de Levanta-muertos? —preguntó sarcástico.

—La verdad, es que nada. Cada hombre hace lo que se le de la gana —respondió Burgos tranquilo—. Me preocupa la niña que tengo en mis manos. He decidido que viva contigo, ya que en su estado no me permite cuidarla. Y no quiero que se la lleven de nueva cuenta a la Ciudad, primero tiene que aprender a hablar con alguien. Tú eres el indicado —Burgos hizo una pausa—, debido a tu pasado.

Levanta-muertos hizo una mueca y abrió la boca para preguntar a qué pasado se refería. Padre Burgos le interrumpió alzando la mano.

—La niña te estará esperando, cuando pases con tu carreta, en tu ronda de las siete. No tengo más que decir y ese tequilita nos lo tomaremos después —Padre Burgos logró forzar una sonrisa, le dio la espalda a Levanta-muertos, abrió la puerta y antes de salir, le repitió—: Recuerda que te estará esperando.

Levanta-muertos no respondió, miró a Burgos irse y después caminó a la puerta para seguirlo con la mirada. Cuando se cansó de mirar como se perdía en la distancia, en el pueblo de Octay que olía a mar y arena, regresó a su alacena. Buscó un caballito, se sirvió cuatro o cinco tequilas que se tomó de un trago.

Padre Burgos jamás se había portado así con él. Salió y recogió la carreta, empezó su ronda de las cinco con brisa de gotitas saladas en el rostro.

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—Que yo Levanta-muertos debe cuidarla dice, ¿escuchas eso hija? —dijo Levanta-muertos mientras llevaba su carreta. Ya casi eran las siete y ya estaba llegando al orfanato de Burgos—. Ese Burgos, es un entrometido. Primero obliga a Levanta-muertos a cuidarle los niños los domingos, después lo de la niña y luego… ¿qué sigue? ¿Guardería infantil de Levanta-Muertos? ¡Padres! ¡Traigan a sus chiquitos y conocerán las artes de viajar en el tunel del más allá! ¡Pre-primaria también! Oh, y se me olvidaba, clases de inglés y francés impartidas por una fantasma hija de franceses que no sabe donde mete la cola su gato. Eso se gana Levanta-muertos por ofrecido, por buena gente.

Levanta-muertos volteó a mirar el fantasma de su hija, que distinguía de entre otros veintidos fantasmas, esperando una señal. Al no obtenerla, siguió hablando—: ¡Y luego nos tomaremos ese tequilita! ¿Qué sigue después? ¿Cobrar una parte por la guardería que abramos Levanta-muertos y Padre Burgos? ¿Una feria? ¿O haremos un circo como aquellos tiempos en Jaramillo? Está loco ese hombre, está loco. Mira que Levanta-muertos cuidar a una niña… si ya perdió a una. Si te perdí a ti hija. Te perdí a ti en el mar.

Levanta-muertos se detuvo, el atardecer empezaba. Miró como el sol se escondía en el mar y susurró—. Si te perdí ahí… y ahora también te traigo conmigo. Pero tú sigues ahí, perdida en el mar, en algún lugar de ese azul. Por eso no pinto de azul mis carretas, a veces creo que es el color de los muertos. Si, el color de los muertos… Padre Burgos es un pendejo.

Se le hacía tarde, dejó de mirar el atardecer, volteó a mirar el fantasma de su niña, suspiró resignado al no recibir respuesta. Siguió jalando su carreta. Pronto llegaría al orfanato y tenía a una niña —viva— a quien recoger.

Tairi le esperaba, tétrica como era, en la entrada del orfanatos. Padre Burgos estaba detrás de ella, vistiendo su sonrisa. Miraron llegar al Levanta-muertos puntual, a las siete. El padre alzó su mano para saludarle, sin embargo, no fue correspondido.

—La niña se llama Tairi —dijo Burgos, sosteniendo su sonrisa—. Le he dicho que la llevarás.

Levanta-muertos sonrió burlón—: No irá si no quiere, no la veo caminar y Levanta-muertos ya se retrasó mucho tiempo, debe regresar y descansar. Mañana, Levanta-muertos, se despierta bien temprano y mañana no piensa llevar a ningún vivo.

—Gracias —Atinó a decir Burgos, y conservó la sonrisa.

Levanta-muertos se encogió de hombros, dio la media vuelta y jaló su carreta. Volteó y vio que la niña empezaba a seguirle por voluntad propia, mientras Burgos les observaba. Después de todo, tendría que cuidar a la niña. Ella se apresuró para mantenerle el paso, y miró un tiempo callada al frente. Luego se tomó unos minutos para ver la carreta y después, observó un rato a Levanta-muertos, quien le miró de reojo todo el tiempo.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó una niña, con un acento extraño. Levanta-muertos alzó una ceja y se despreocupó, seguía siendo español.

—Muertos.

—No veo ningún muerto en tu carreta. No veo nada en tu carreta.

—No, porque no todos pueden ver a los muertos. Padre Burgos y Levanta-muertos, si pueden.

—¿Puedo subirme?

Levanta-muertos suspiró, esta era una niña muy parlanchina para ser una traumada, como lo había puesto Padre Burgos. Se sintió timado.

—No. Si quieres andar con Levanta-muertos, debes aprender a caminar.

La niña no hizo caso, se detuvo y esperó a que Levanta-muertos caminara un poco más para subirse a la carreta, de runas rojas. Él volteó y miró, hasta cierto punto divertido, como los fantasmas translucidos se disolvían y regresaban su figura, cuando la niña tropezaba entre ellos para recorrer toda la carreta hasta encontrar un lugar donde estaba cerca del cargador. Levanta-muertos entreabrió los labios y le ardieron los ojos, la niña durante un segundo había adoptado la misma posición que su hija. En físico no se parecían, pero tenían los mismos ojos que miraban a lo lejos, allá en el mar. Soltó su carreta, extendió sus manos para sacudir los hombros de Tairi.

—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho con mi hija? —preguntó.

La niña le miró en silencio, sin dejarse amedrentar por la sacudida del Levanta-muertos. Decidió adoptar el silencio y Levanta-muertos se lo respondió con otro igual. Se escuchaban el mar, sus olas y el ruido de estrellas quienes ya estaban apareciendo, asomándose en las tonalidades de azules. No fue hasta que Levanta-muertos miró que el fantasma de su hija seguía ahí y Tairi le seguía mirando con los ojos brillando. En algún momento despertó su sentido común y siguió jalando su carreta.

—Se hace noche y Levanta-muertos está cansado. ¿Ya cenaste algo? Y Levanta-muertos debe hacer algo con el olor que traes, ¿por qué no te has bañado?

—No quiero que miren.

—¿Qué miren qué?

—No te importa. Aquí me bajo.

—Haz como quieras, jovencita —dijo Levanta-muertos sonriendo—. Y si estás molestando a Levanta-muertos, éste tiene el derecho para molestarte a ti. Pero puedes bajarte y perderte, una carga menos le agradaría a Levanta-muertos.

La niña no aceptó el argumento de Levanta-muertos. Se bajó de la carreta y lo miró alejarse, cuando vio que éste no pensaba regresar por ella, corrió hacia él y de nueva cuenta se subió a la carreta. Así andaron en silencio, una hora, hasta que llegaron a la choza. Entraron, la niña se sintió cómoda y encontró una esquina donde sentarse, en vez de una de las tres sillas de madera que había cercanas a la mesa. Lo primero que hizo fue enseñarle la puerta del armario.

—Aquí no debes entrar jamás. Solo Levanta-muertos puede entrar. Nunca lo hagas, ¿me entiendes?

Tairi, cuando miró los ojos de Levanta-muertos, comprendió perfectamente. Su mirada bastó para quitarle cualquier curiosidad infantil e infundirle miedo. Asintieron y Levanta-muertos salió por su carreta, abrió la puerta del armario y se perdió durante varios minutos. Después regresó con pocas heridas en el brazo, su frente sudaba, su rostro estaba rígido de dolor y dejó su machete en la mesa. Oficialmente había terminado el día.

—¿Duele mucho?

—Si, pero se curan rápido. Con mucha agua, ya no hay veneno.

—¿Quién es Levanta-muertos? —preguntó la niña de repente.

Levanta-muertos parpadeó perplejo.

—Yo soy —respondió sintiéndose idiota y se enojó—. Ahora cállate. En el cuarto de allá, hay una tina con agua. No hace frío, no será necesario calentarla. Métete al agua. Tu olor no me dejará dormir. Mientras prepararé la cena. Y no más plática, a Levanta-… a mi, no me gusta escuchar gente antes de dormir, sobre todo niñas como tú.

Tairi asintió, el silencio no le costaría trabajo a la niña durante la noche. Y Levanta-muertos se sintió un poco culpable… le habían dicho que la niña no hablaba con nadie. ¿Acaso se había atrevido a hablar con él? ¿O Burgos le había mentido? No podía evitarlo, en cierta forma le daba gusto tener a quien cuidar.

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En unos días, se habían acostumbrado el uno al otro por medio del silencio y las frases cortas que se decían el uno al otro. Levanta-muertos no dejaba de compararla con su hija, quien era más ruidosa, más preguntona, más alegre… pero no deseaba cambiar a Tairi por su niña. Aunque la idea le había pasado por la cabeza. Le daba miedo cuando la miraba sentada en la orilla de la choza, con la vista fija al mar, buscando algo. Hacía que le acompañara en sus rondas, a veces ella aguantaba todo el paso, los diez o quince recorridos diarios; a veces se subía a la carreta y él le llevaba.

—¿Quiere Levanta-muertos que camine hoy, o quiere que me suba a la carreta? —La niña hacía esas preguntas, refiriéndose en tercera persona a Levanta-muertos como una pequeña travesura.

Él se encogía de hombros y secamente respondía—: Haz como quieras.

La niña sonreía y hacía su voluntad.

El solía responder con un—: ¡Mira! Levanta-muertos ha encontrado una niña detrás de toda esa mugre.

La niña se quedaba en un silencio molesto. Y Levanta-muertos sonreía.

Cuando ella se bañaba, Levanta-muertos evitaba entrar a toda costa. Una vez le había ganado la curiosidad y quería saber que era eso que escondía la niña, sin embargo ella se le había adelantado, poniéndose el camisón justo en el momento que él entraba.

—No quiero que nadie mire —dijo furiosa y salió a la choza, a mirar el mar. Tairi y Levanta-muertos no se dirigieron la palabra durante tres días. Al finalizar el periodo, Tairi se plantó frente a Levanta-muertos a la hora de la comida, le dio la espalda y se alzó su camisón maltratado. Entonces pudo ver las cicatrices, marcas rojas que estaban en toda su espalda. Levanta-muertos miró duramente, sin saber que decir. No se hablaron durante otros tres días.

Durante ese periodo, la niña se dedicó a pintar la carreta con mariposas rojas. Que más que nada, eran rayones. Rayones de los cuales, el dueño de la carreta, se sentía orgulloso. El día que los miró, levantó la carreta con más bríos y las presumió silenciosamente a los fantasmas, quienes indiferentes miraban la nueva decoración de la carreta. Sabía que la niña estaba avergonzada de haber demostrado la razón de su silencio, de su eterna mirada en el mar buscando algo. Levanta-muertos no sabía como explicarle que no necesitaba disculparse. Además, ¿qué buscaba? ¿El amor de un padre? Tal vez, pero él todavía tenía una hija que no se había ido, por su necedad.

Fue entonces el turno de Levanta-muertos, durante la cena y después de mucho meditarlo, de romper el silencio—: No permitiré que nadie te haga daño, nunca más.

Asintieron mutuamente y se tocaron las manos timidamente. Cada vez necesitaban menos palabras para decirse las cosas, ya que todo lo hacían con gestos. A ambos les agradaba el silencio antes de dormir, durante las comidas y en los recorridos. Hablaban pocas veces, la niña para hacer travesuras y Levanta-muertos para tratar de no hablar en tercera persona.

Padre Burgos estaba al tanto de todo lo sucedido y le daba gusto, le agradeció a Levanta-muertos la oportunidad de regresarla al orfanato y sonrió más cuando escuchó la respuesta—: No, quiero estar con ella un tiempo más.

Y no se dio cuenta Levanta-muertos, que a cada día que pasaba, olvidaba el fantasma de su hija, plantado en algún lugar en la carreta de runas rojas.

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El fantasma desapareció un buen día. Cuando Levanta-muertos se dio cuenta: se le rompió el corazón y así decidió terminar su vida.

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Fue en el regreso del recorrido de las siete, que Levanta-muertos se percató de la ausencia del fantasma de su hija. El rostro se le hizo rígido, ¿cuándo se había ido? ¿Por qué no dejó que él la guiara al túnel? Levanta-muertos empezó a correr con la carreta de regreso y Tairi corrió junto a él, no estaba segura de que estaba sucediendo, aunque podía intuirlo. Tardaron poco en llegar a la choza, Levanta-muertos soltó la carreta y entró tropezando, el machete cayó en algún lugar de la casa. Tairi entró con él.

—¿Qué pasa? —preguntó Tairi.

—Quédate aquí. Tengo que saber que sucedió con ella.

—¿Con quién?

—¡Con mi hija, carajo! ¡Cállate y no vayas a entrar al armario! Tengo que saber, ¿si? Levanta-muertos necesita saber.

—¡No quiero que Levanta-muertos se vaya!

—Ernesto, me llamo Ernesto —dijo Levanta-muertos, y sabía que podía no regresar pero aún así mintió—. Ernesto Rodriguez. Ahora calla, prometo que regresaré, solo necesito asomarme. Necesito preguntar, no tardaré mucho tiempo. Espérame aquí.

Tairi se quedó callada, pero era la primera vez que Ernesto le veía con los ojos aguantando las lágrimas. Se arrodilló ante ella y le abrazó, le dio un beso en la mejilla. Después se levantó y se metió al armario.

—Quiero que Ernesto Rodriguez regrese… —susurró la niña, se sentó en una esquina de la casa y se abrazó las piernas. Continuó el susurro como un rezo, que se escuchó durante toda la noche.

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Y fue demasiado tarde para Ernesto, el darse cuenta que había perdido su machete en algún momento. Los demonios rastreros crecían rápidamente, y en grupos eran peores. Cortaban el cuerpo de Ernesto como si fueran papel, pequeñas cortadas que poco a poco se irían acumulando. Ernesto ya no sabía si regresar o avanzar, era demasiado tarde de todas maneras, moriría en algún lugar del túnel y preguntas necias le vinieron a la mente, ¿quién sería el que jalara la carreta para llevarlo de nuevo a este lugar? ¿cuántas veces tendría que regresar a su tumba, para decidirse descansar? Pero seguía luchando, porque había prometido a Tairi regresar. Seguía arrancando los demonios rastreros de raíz y los aventaba, y golpeaba con ellos a otros demonios rastreros, y los pisoteaba. Sin embargo, eran demasiados.

Entonces dejó de pensar en el regreso y esperaba que Burgos cuidara de Tairi. Que ella no entrara al armario, porque si no, moriría como él estaba muriendo. Se arrodilló, el consuelo de llevar a su hija al circo no le ayudaba, porque tenía otra hija viva, que afuera estaba llamando su nombre, le había mentido descaradamente y no podría regresar.

Levanta-muertos estaba triste.

Entrecerró los ojos y miró como los demonios Rastreros se le subieron encima y abrieron dientes que escondían en alguna parte del tallo. Antes de la primera mordida, todo se volvió rojo. Como si una oleada de mariposas, o tal vez eran rayones, hubiera cobrado vida en el aire y los demonios rastreros se ocuparon en defenderse. Escuchó Ernesto que debía arrastrarse, que debía regresar y eso hizo, lo mejor que pudo. La sangre se le escapaba de los brazos, pero aún así se arrastró de regreso a la puerta. Había entendido y el tiempo, era tan preciado ahora. Aunque solo fuera una ilusión de Jaramillo.

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Tairi miró a Ernesto salir por la puerta y caer rendido al piso, corrió hacia él y lo volteó. Rápidamente consiguió un trapo y agua para limpiar la sangre de las heridas. Se quitó el camisón y lo rompió en jirones de tela para amarrarlo alrededor de los brazos de Ernesto. Aunque estaban preocupados, ambos sonreían, sobre todo ella que estaba contento por verle regresar.

—Agua, por favor agua.

—Le traeré agua a Ernesto Rodriguez —dijo Tairi traviesa, sirvió agua en una jícara y la llevó a los labios de Ernesto—. Te tienes que curar pronto, porque mañana debemos despertarnos muy temprano y tienes que jalar tu carreta.

—Si, mi carreta. Tal vez mañana podamos descansar.

—¿Qué pasó con tu hija?

—Se ha ido. Más agua.

Tairi obedeció. No quería dejarlo, lo cuidaría hasta que Padre Burgos notara su ausencia del día de mañana y fuera a verlos. Lo cuidó toda la noche y él mantuvo los ojos abiertos, mirando a Tairi constantemente, se tomarón de la mano y se apretaron, hasta que el cansancio venció a Ernesto y cayó dormido.

—Gracias hija —dijo Ernesto en sueños. Tairi le dio un beso en la frente y le dio las buenas noches.