Este cuento salió publicado en la revista literaria de “La hoja de Arena”. Desde entonces no dejo de pensar en él, y aunque le he hecho un par de revisiones a lo largo de los años apenas hoy, 28 de Agosto del 2013, las incorporo en el blog. Vaya, no me había dado cuenta: casi lo arreglé para sus diez años.
Cuando le conocí, ya lo traía puesto. Lo cargaba a todas partes y no dudo que incluso se bañaba con él. El anillo de plata siempre brillaba. Lejos de ser como su dueño, un hombre bastante práctico y muy rígido, este era un anillo caótico cuya figura era irreconocible. Cada que le acompañaba, había alguien que le pedía la mano y le quitaba suavemente el anillo del dedo. Él consentía y dejaba que la otra persona lo admirara minuciosamente. La pregunta era la misma:
—¿Qué es?
Al hombre le brillaba la mirada e inventaba las historias del universo. Todas giraban en torno a aquel anillo. A veces le preguntaba de dónde procedía en realidad y con ese brillo demente —sin ninguna influencia y/o pretensión tolkiana— en los ojos, me respondía tranquilamente con una historia diferente. Era inevitable que me envolviera y me volví fanático de preguntárselo cada vez que veía oportunidad.
Y tal vez, en una de esas tantas historias, se esconde la verdad sobre el anillo.
Como es posible… ¡Qué nunca has escuchado de él? ¡El gran Sairón Dukard era peor que Barba Roja, Barba Negra, Barba Azul y Barba Color-que-quieras juntos! ¡Navegaba en su barco, Mojalnir, para el terror de ingleses, españoles e italianos por igual! Nadie sabía dónde venía y a quien atacaría primero. Su impresionante galeón donde sus veinticinco piratas, tan fieles como perros, hacían del terror de los mares. Los ingleses habían intentado espiarlo, sin embargo, siempre perdían el rastro y es que ellos no sabían lo que yo, amigo mío, y es que Sairón Dukard había vendido su alma al diablo a cambio de su rostro. Siempre atacaba con distinta faz. De su tripulación también se decía que eran los diablos, los demonios o los perros del infierno. Veinticinco demonios a la disposición del pirata. ¡Los reyes de los siete mares! Tal vez si hubieran sabido que este anillo, el mismo que tengo en las manos, era el anillo de Sairón Dukard… lo hubiesen atrapado mucho antes de decir basta. Nadie se fijó en el anillo y nadie ha preguntado por él. Quizás te preguntas cómo llegó a mis manos.
Sairón Dukard cayó en una batalla destino de su perdición, aunque no pareciese así en un principio. Era de esperarse, porque hasta el más grande cae, claro… ¡sin embargo fue la primera y única caída, y fue para siempre! Y es que, un pirata que debía tanto como él estaba destinado a caer por su pasado… un pasado en forma de tres figuras. Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión. Una de esas tres figuras, un humilde pescador, tomó el anillo como su recompensa. Aunque pobre hombre, no contaba con que el anillo cargaba consigo una maldición. Y en el retorno a casa, se vio envuelto en una serie de embrollos que pudo haberse ahorrado, sin sospechar siquiera que el anillo tenía la culpa de todo. Hasta eso le fue bien, que la humildad y la ingenuidad traen consigo la recompensa. Cuando pudo llegar a su pueblo pesquero después de unos años, vendió el anillo a un rico mercader, claro que el pescador no vivió mucho tiempo, la lepra es algo difícil de llevar, ¿sabe? Ya no tenía dedo donde poner el anillo. Y figúrese como son las cosas y el pasar de los años, que este anillo ha caído ahora a mis manos.
Sí, quienquiera lo toque recibe la maldición. ¡Pero yo soy un hombre aventurero y estoy dispuesto a sobrellevarlo todo! ¿Qué? ¿Un pañuelo? ¿Por qué me mira así?
Envidiaba al hombre del anillo, sí, de algún modo lo envidiaba. Donde quiera que entrara, era el motivo de todas las miradas. Parecía que el aro le daba más brillo a sus dientes, emblanquecía sus ojos y hacía su piel tan suave como terciopelo. Yo conocía el secreto. Es que todo mundo guardaba en su alma la secreta esperanza de escuchar una historia de sus labios. Una historia en forma circular, que se ajusta tanto al dedo como al espíritu.
Lo quería para mí. Creía que si lo obtenía, sería tan querido como aquel hombre. Yo quería ser el inventor, el hilador de historias alrededor de un objeto tan… ornamental, tan simple a pesar de caótico. Tan sólo era un objeto, pero era gracias a él que la gente deseaba admirarle, quererle. El anillo le daba la inspiración para construir tanta quimera a su alrededor.
Sí, le envidiaba tanto.
El mejor regalo que me hizo jamás. Ella misma lo encontró, fíjese, en uno de sus tantos paseos a aquel pueblo platero. Solía comprar y vender joyería de plata y tenía buen ojo para ello. Iba todos los fines de semana y recorría puestito tras puestito. Caminaba rápido y movía la nariz como un ratoncito, cuando ya sabe lo que está buscando. Se escabullía entre la gente, miraba rápidamente los puestos y después, daba un segundo recorrido preguntando los precios.
Mi abuela era versada en el arte de la plata, muy bien informada. Regateaba con facilidad la compra de hasta cinco kilos, a veces reduciendo hasta el 30% de lo que querían venderle. Conocía muy bien la maña. Nunca le agarré a eso, fíjese. A veces le acompañaba y le admiraba, porque es bien sabido que vender y comprar, es un arte. Así como los escultores lo hacen con cincel y piedra, mi abuela lo hacía con verbo y astucia. Es por eso que este anillo me es tan preciado.
En uno de sus últimos viajes, un año antes de que muriera, buscó un anillo expresamente para mí y es ese que ahora admira en sus manos. Lo compró con el costo que le dieron y pichicateándole al dinero que no podía gastarse de más. Creo que mi abuela me conocía poco, porque yo soy un hombre muy sencillo como su merced sabe y sin embargo, compró una rara belleza, un extraña proporción desmedida. ¿No cree usted? Y mire el tamaño del anillo, nada más mírelo. Con mis dedos grandes, mis manos grandes, mis palmas grandes. Unas manos tan grandes y vacías sin ella. ¿Sabe lo difícil encontrar un anillo así?
Mi abuela era una persona sabia, Dios la tenga en su Santa Gloria.
Una vez le hicieron una entrevista en el periódico. ¿No es increíble? ¡Una aberración! Y debo admitir que, después de todo, le admiré. Curiosamente, las preguntas iban dirigidas hacia él, no al anillo que tenía en la mano. Respuestas hechas con sencillez y humildad, como bien era el hombre. Pero el anillo, ese maldito anillo le delataba. ¿No es para reírse? Sólo yo podía saberlo, me daba cuenta de la verdad atrás del hombre.
Aún conservo la foto en el periódico de aquel “magno” acontecimiento. Cuando le comenté, al Hombre del Anillo pareció no importarle, me regaló una cálida sonrisa y me invitó una cerveza. Una cerveza que me bebí con su imagen en blanco y negro, de puntitos, donde estaba el reportero de lentes recargado en su asiento e iniciando la risa. Mientras él tenía los ojos muy abiertos y las palmas extendidas como un predicador, el redentor de cualquier vida gastada. El anillo estaba ahí, casi invisible. Me parecía que únicamente yo podía verlo.
Me bebí mi cerveza en silencio, con esa imagen fija, amarillenta y llena de gas.
Cuidado como sostiene el anillo, no es pretensión mía… si escucha la historia comprenderá y, también, sabrá la difícil carga que llevo conmigo. Ese anillo que trae usted en sus manos perteneció a Jumaahel. El segundo ángel expulsado del paraíso y como bien es sabido, se transformó en demonio. No ponga esa cara, la historia es verídica. Permítame contársela.
Jumaahel era un ángel vanidoso, igual que el primero. Sin embargo, a este le gustaban las joyas y miraba su reflejo en ellas. Se peinaba las cejas y se admiraba el rostro. Fue así, antes que Dios le expulsara, que se dedicó a construir la joya más hermosa de todas, ya que solo la más hermosa podría reflejar en toda su extensión, valga la redundancia, la propia hermosura del ángel. Durante cuarenta días y cuarenta noches, buscó la plata que habría de servirle y con artes de herrero, construyó lo que ahora tiene en sus manos.
Dios lo expulsó del Reino de los Cielos y le despojó de sus alas. A Jumaheel no le importó, porque aún tenía su joya. Sin embargo, al transcurrir de los días, ya no miraba su hermosura reflejada, sino toda la vanidad y el espanto que le esperaba en su transformación de todos los días. A Jumaheel no le importó, porque siguió mirándose hermoso. La vanidad le cegaba y así, su cuerpo asimiló el uso de magia oscura y pagana.
Fue en una batalla con el arcángel Gabriel, donde Jumaheel se dio cuenta de toda su fealdad. Porque el arcángel utilizó un espejo. El Espejo de la Verdad, donde se vio reflejado y gritó su desdicha. El arcángel aprovechó el momento de debilidad de aquel demonio y lo encerró en su propia creación. En ese anillo que ahora tiene en sus manos y, que por el destino, ha llegado a las mías. Si no me cree, acerque su rostro a la plata y mire… mire… en el reflejo, en su propio reflejo, verá detrás al demonio… sufriendo eternamente… ¿Lo mira?
Historias como esa contaba el Hombre del Anillo y tal vez unas tantas más. Pretendía aburrirme, pretendía odiarle. Cuando empezaba a hablar, entonces me era imposible y me sentaba a escucharle. Y miraba el anillo, y lo miraba, y lo miraba. Intenté tenerle lástima. Sí, eso intenté. Pensé que dependía del anillo para que la gente lo quisiera y lo escuchara. No había otra manera. Debía ser por ello.
Nunca se lo dije. No tuve el valor. Cada historia era tan distinta de la otra, que sentía que me faltaría algo si lo enemistaba conmigo. Un vacío aterrador. Ese hombre del anillo, tan distinto a los demás por todas las cosas que giraban en su entorno, también me tenía atrapado a mí. Sí, en algún momento pensé que debía callarme para siempre y seguirle. Prestarle absoluta atención a todo lo que decía. Nada más que eso.
Y el final, fue tan inesperado. Él conoció a una mujer a la cual le contó una cursi historia…
¿Por qué mi anillo? Esperaba esa pregunta de sus labios, desde el momento que te vi por primera vez. Te seré sincero: este anillo nació cuando te buscaba. Como una maldición, me empujó a recorrer caminos que no sabía existiesen en la mente, en el espíritu y en el concreto hecho por el humano. No te voy a mentir. Este anillo, tan feo y tan viejo, se convirtió en mi maldición y también, en mi esperanza. La esperanza que significaría encontrarte. Nací con este anillo, pero no moriré con él, gracias a ti.
¿Ves los diversos caminos que forman sus esquirlas de plata? Tuve que recorrerlos todos de una manera obsesiva, para darme la oportunidad de escucharte, para poder mirar tus ojos, para tocar tus manos con las mías. Porque es cierto, escúchame bien, que este anillo es un laberinto de dos soluciones. Mi muerte temprana y llegar a ti, y vivir para contarte esta última historia.
Ahora me has liberado, este anillo puede descansar ya que ha cumplido su cometido. Y las historias que cuente, serán solo tuyas y nada más para tus oídos y para tus ojos. Será otro anillo el que nos una, el aro que se forme con nuestras bocas cercanas. Ven y déjame besarte.
Y sucedió lo inesperado, el Hombre del Anillo me regaló el anillo y huyó con su chica. Lo tuve en mis manos y lo contemplé durante horas. Me lo puse, lo admiré en el espejo, me admiré a mi mismo en el espejo. Ahora yo tenía lo que ese hombre tuvo alguna vez. Ahora podía ser como él. ¡Y salí y grité a la calle que me admiraran! ¡Y me fui a mil reuniones, a mil fiestas, a mil lunadas! Admiraron el anillo, es cierto, me lo pidieron como él, también es cierto…
Ninguna historia me vino a la cabeza cuando me preguntaban por él. Solo podía contar la historia de aquel hombre al que amé y odié tanto. De aquel cabrón santo. De aquel manchado de belleza y mancillado de honor. El perfecto tiro por la culata y el anillo estaba ahí para recordármelo. Y cuando me morí, me aseguré de que me enterraran con él, porque ninguna historia habría jamás de ser escrita en su nombre.
Ninguna otra puta historia, más que la de aquel hombre que siempre admiró y odió al Hombre del Anillo.
Así contó la historia el Hombre del Anillo a su amigo de toda la vida. Se miraban ahora con una crudeza extraña, con un amargo sabor de boca.