Todas las navidades solía haber manzanas, manzanas aquí y manzanas allá, por toda la cocina. Y también había piña en almíbar y pollo cocido. Y pasas y mayonesa, un bote gigantesco de mayonesa. Y no bastaba la mayonesa, no bastaba porque mi abuela la usaba toda. Cada gramo de ella.

La ensalada navideña empezaba desde un día anterior.

Agarraba pechugas de pollo gigantescas, que ella sabía muy bien escogía y las desmenuzaba, las desmenuzaba enteritas y las echaba a una cazuela lo bastante grande. Miraba caer las hebras del pollo, uno persiguiendo al otro. No había tiempo, la navidad ya se acercaba y la ensalada lista debía estar. Pechuga uno, pechuga dos, pechuga tres, pechuga cuatro. Mucho pollo. A mi nunca me gustaba el pollo y mi abuela muy bien lo sabía, pero esta era su ensalada navideña y así era como iba. Y es que la ensalada en ese tiempo era para catorce personas, luego fue para diez, luego para siete y finalmente para cinco. Y luego ya no quedó personita quien hiciera la ensalada, y los cuatro restantes olvidaron la ensalada, pero esa es otra historia.

Entonces sus manos llenas de arrugas y de tierra trabajo; y de vendedora trabajo; y de siete niños trabajo; agarraban las latas de trocitos de piña con almíbar y se ponía una mano en la cintura y miraba el abrelatas esperando. Nunca fue cursi y nunca dijo: “Paciencia y amor en la cocina”, de eso me daré yo el lujo. Así descansaba ella, mirando el abrelatas, mirando el carrusel de piña. Eran una lata, dos latas, tres latas y todas iban a la cazuela, retiraba el almíbar y dejaba los pedazos de fruta dorados y desnudos, junto al pollo. A veces hacía la trampa diabética y se comía uno, dos, tres pedacitos de piña. Pero no importaba, esta era su ensalada y como quería ella la hacía.

Quedaban las manzanas y las manzanas era lo más difícil. Agarraba a sus tres hijas y ¡órale! ¡A pelar kilos de manzana! Y yo veía a la manzana siendo desgarrada finamente, la cascara saliendo del cuchillo como un papel muy delgado y dulce. Casi siempre fue papel verde, a veces si quería hacerla más dulce, era papel rojo. Ahí iba, papiro tras papiro de fructuosa y dulcería, juntándose en la mesa de la cocina. Primero, solía juntar toda esa cáscara y la tiraba a la basura, harta ya estaba de las manzanas. Más tarde, descubrió como observaba yo las cáscaras y me acercaba y me las comía. Me comía todos los papeles rojos y verdes, me los comía hasta saciarme. Mi abuela alzó una ceja y comprendió, ya cada navidad me decía: “Agustín, te guardé las cascaras, son todos para ti y para tu hambrita”. Me comía las cascaras y miraba las manzanas en cuadritos, con el hábil cuchillo de la abuela volando con destellos plateados, tac tac tac era el ruido que hacía. Después acababan todos en la cazuela y poco faltaba, ya pronto ensalada habría.

Lo más fácil era la mayonesa. Habiendo los ingredientes básicos, le echaba toda la mayonesa. Uno, dos o tres botes. Dependiendo de cuanta gente comiera. Toda la mayonesa en las cazuelas. Entonces revolvía, revolvía. La ensalada blanca navideña de mi abuela. Daba giros y vueltas. Entonces dividía la ensalada en dos, porque faltaba el último ingrediente que a mi más me gustaba.

Había gente que no le gustaban las pasas. Dos de sus hijos. Entonces a ellos les guardaba un poco y a todos los demás, les echaba pasas. Pasas por aquí y pasas por allá y a revolver más. Las pasas riquísimas que le agregaban el sabor faltante a la ensalada. Yo me comía uno, dos, tres, cuatro, cinco, hasta seis platos. Y la abuela entonces hacía más ensalada con lo que restaba. Nadie comía tanto su ensalada como yo, lo siento, me encantaba.

La abuela murió y ya no hubiera quien hiciera ensalada. Así intenté hacerla yo, una navidad o un verano, ensalada navideña y algo me faltaba. La probaba y la probaba, algo siempre faltaba. No era el cariño de la abuela, puesto ella indudablemente estaba conmigo, observando a mis espaldas. Era otra cosa, tal vez, ¿qué era, mi querida abuela? ¿Puedes hacer trampa, traspasar el mundo de los muertos y decir? Así lo hizo, despacito acercó su boca a mi oreja, en la forma de una de sus hijas y me susurró el secreto: “A las pasas, en ron debes bañarlas y descansar dejarlas”.

Así lo hice y no quedó perfecta, pero quedó muy buena.

¡Ese era tú truco! ¡Ay abuela, borrachita y tramposa! ¡Ensalada navideña, llena de ron y pasas! ¡Salud por ti y por tu ensalada!