Debía escapar, la policía le estaba buscando y ya no podía seguir siendo padrote… así que se encerró en uno de los cuartos del hotel, se desnudó rápidamente y pensó en como evitarlos. Descubrió en sus genes una suerte camaleónica, porque pensó tina y BANG, en una tina se convirtió. Aparte, era una tina turca: gigantesca y con la capacidad de mantener el agua caliente durante horas. Afortunadamente el baño donde estaba era lo suficientemente grande y logró acomodarse a tiempo para ocupar la mitad del baño.

Después, el cuerpo se le hizo rígido y ya no pensaba en ser nada más que una tina. Cuando la policía entró al baño, ni siquiera los reconoció, puesto su cerebro estaba hecho de marmol y cerámica de la más costosa. Sus piernas, sus brazos, y su vientre, estaban tallados en piedra y no sentía más que el frío que representaba serlo. Había perdido la noción de la humanidad y sus ojos, estaban repartidos por todo el espacio que ocupaba. En verdad, siempre había querido ser una tina, y turca además.

Los policías inspeccionaron las ropas que aún quedaban, notaron el Armani, alzaron los zapatos, se anotaron unos Gucci, no podían dejar el reloj —evidencia— uno se guardó el Rolex, y cómo no, se llevaron la joyería. De haber sido humano, les hubiera dicho: “Hijos de puta…”, pero como eso ya no era, suspiró con un poco de vapor y se preguntó si alguno de ellos se tomaría algún baño en su espacio. Al ver la respuesta negativa e indeferente, se quedó triste y cuando le apagaron la luz, durmió.

Pasaron horas, días, meses, años. Quien sabe… las tinas no miden el tiempo como nosotros y ese cuarto de hotel, no fue utilizado en mucho tiempo; ni de tina, ni de humano.

Fue cuando llegó una dama, quien hablaba raro el español, al menos no como la tina estaba acostumbrado a escucharlo. La escuchó abrir la puerta con las llaves y hablaba ruidosamente, musicalmente. “¿Vos sabés?”, “¡¡No sabés!! ¡¡Ya llegué a Méjico querida!!”, “Tenés que mirar el cielo, tan gris como en fotos y ya ¡dejame colgar que me accidento!”. Fue cuando ella abrió la puerta del baño y la luz entró, la tina la miró como una sombra. Era una persona alta y muy bella, muy distinta a aquellos que había visto hacía tiempo. ¿Policías? ¿Qué es eso? Ahora sólo existía el presente, en la memoria de aquella tina, tan fugaz y tan olvidadiza. Recordaba que fue un humano en alguna ocasión y por eso podía entenderlos, podía captar sus palabras y trataba de pensar en su mismo idioma. Era difícil, pero no imposible.

Aunque el idioma de ella, le intrigaba. La musicalidad de las palabras. La voz de ella tenía mucho que ver y la silueta perfecta que miraba en aquella habitación, de contornos suaves y curvas mágicas. La tina jamás había visto algo más bello. Ella prendió la luz y jamás debió hacerlo, porque la tina se enamoró. Miró sus ojos azules y el cabello castaño claro, casi rubio, perfectamente lacio. La nariz ligeramente respingada y el rostro, no debía tener más de veintidós años, era la voz que le delataba los otros cinco. Se quitó una falda y la tina siguió el rastro de las piernas largas. Le observó sentarse en su vecina, la taza de baño quien nunca le platicaba como ninguno de los otros.

La tina sintió celos, hubiera gustado ser quien le diera la bienvenida y la mujer le respondió con la mirada y una sonrisa.

—En este hotel, la cerámica no vale nada, mirá la poceta tan fea ¿quién habrá sido el responsable?… pero la tina. Tengo que probar esa tina.

No sólo fue enamorarse, fue amor rendido e incondicional. La tina sonrió triunfal y le sacó la lengua a la “poceta”, quien no comprendió un carajo lo que estaba pasando. Para la tina, sin embargo, fue delicioso observarla desnudarse y que le sonriera, con los ojos azules y un poquito grises. Ella le permitió sentir el agua de nuevo y fue renacer, fue cumplir para lo que había nacido siempre. La tina se apresuró a entibiarle el agua, para que ella se metiera lo más pronto posible. Primero los pies, calando la temperatura del agua y después ella entera se rindió, pudo tocarle toda la piel.

—¿Sabés a qué vine? Sos una tarada —la tina se espantó de que le estuvieran hablando, pero no tardó en descubrir que era un monólogo y se tranquilizó. Después se decepcionó un poco—. Sos una verdadera tarada, pero desde que vi al pendejo, ¿sabés? me enamoré de él. Como una luz, sus palabras y sus manos me trajeron desde Argentina a este país tan gris, tan oscuro siempre. No te hagas la sota nena, lo querés. Es más, lo necesitás. Bien que te gustaria obviarlo. Por él vine, como una luz sus ojos y sus dientes, que aún tengo grabados en mis labios, en mi vientre cuando estábamos jugando. Vos dejá de hablar.

Ya no hablaba y sus manos hicieron el resto, la tina escuchó el nombre de Raúl, tantas veces le fue entregado y el nombre de Raúl, le enturbió el agua y la calentó más de lo debido. El agua, una extensión de sus ojos y sus sentidos, penetró profundo en el cuerpo de la mujer. Ya no sólo era amor, era servitud entera y siempre tendría el agua tibia para ella. La tina quería decirle tantas cosas, tocarle las piernas y la espalda, la cual estaba ligeramente alzada. La mujer hizo burbujas con sus labios, a veces hundidos en el agua y la tina sintió que estaban jugando al amor, a besarse aguas. Escondió en sus paredes de piedra los sonidos ahogados y se los guardó en la cerámica, ahí donde entraban un poco el agua por los poros microscópicos. Amó a la mujer y le pidió a gritos, entre vapor y humedad, que siempre que estuvieran juntos ella pensara en Raúl.

Después, ella salió del agua. Quitó el tapon y la tina pudo al fin, gritar las confesiones que quería hacerle. Ella le sonrió amorosamente, tomó la toalla y se secó el cabello. La tina le observó durante horas, ya la deseaba de nuevo, desde mirarla secarse el cabello hasta las muecas en el espejo. Al final, la mujer apagó la luz y le abandonó, otra vez, a la oscuridad. La tina entonces durmió y soñó con tenerla de nuevo en sus brazos.

La argentina repitió el rito lo que serían días, semanas, meses… la tina sólo contaba el tiempo del baño al siguiente y le escuchaba hablarse a ella. Le escuchaba hablar de Raúl y de la Argentina, la cual extrañaba al siguiente día.

—Buenos Aires es hermoso, más pequeño que Méjico pero más hermoso. Nunca había encontrado una tina tan hermosa como vos, sin embargo —y la tina se sintió orgullosa—, parecés mi gran amiga, mi confesora. Sos la que me escucha y guarda lo más preciado. Me hacés sentir que el mundo afuera no existe. Si Raúl estuviera aquí, le diría que te dedicara un poema. ¿Sabés que Raúl es poeta? Me escribió tantas veces, me amó otras tantas. Allá en Mar de Plata. Lo único malo es que Raúl es uruguayo, a mis padres no les gusta. Ese yarugua, mi piconino mío… si sabe cómo moverme el piso. En cuanto lo encuentre, lo traigo hasta acá, y listo. Un lugar perfecto para nosotros, para que nos confundamos dentro de este misma tina. Será como en Mardel, será como sus poemas y mis gemidos todo junto. Sé que será hermoso otra vez. ¡Si pudiera, también te llevo conmigo a Buenos Aires…!

La tina sintió desolación y tristeza. Ya no quería ser tina, quería ser argentino o uruguayo, al fin para la tina las dos cosas eran lo mismo. Al dormir, soñó con ello y sabía que lo lograría al siguiente día. Sería lo que ella quisiera que fuera y lo sería demasiado tarde. Sólo quedaría un recuerdo confuso, de aquellos ojos claros y aquel cabello rubio. Recuerdo que no tendría manera de ser comprobado y quedaría en todas sus vidas como un sueño difuso.

Como el argentino, leería una carta vaga, que no entendería y se sonreiría desnudo, al espejo, admirándose y diciéndose que siempre quiso ser argentino.


 

Raúl:

Te miré con ella y miré en tus ojos el brillo del poeta que alguna vez me dedicó sus escritos. Fuiste como luz y te convertiste en una oscuridad insultante. No sabés todo lo que pasé para llegar aquí, vine a buscarte a vos nada más, sólo a vos. Tenía tantas ganas de discutir contigo y escucharte decir que hiciéramos una nueva vida en este país tan extraño al mío. Te hubiera obedecido de inmediato, hubiera caído rendida a tus ojos y tus palabras se hubieran vuelto el aire.

Nunca leerás estas palabras, Raúl, nunca leerás los insultos que quiero decirte. Resultaste ser la cosa más nimia de mi vida. No valés nada. Ni siquiera gastarme en palabras obscenas con vos. No te merecés ni mi recuerdo.. Y yo, siempre achicándome a tus deseos, siempre deseando ser sólo tuya. Verte con ella me hizo sentir todo revuelto. Me enfermé de celos, de bronca, de ganas de matarte, de gritarte “¡¡Morite, Infeliz!!” como si eso pudiese de verdad enterrarte. Aún así, me quedará solamente tu recuerdo, para recordarme y perseguirme por ser tan tarada de quererte y buscarte hasta el otro extremo del mundo. ¿Y es qué… qué no me sabe a vos? El café, el cielo de esta ciudad, el belmont que fumo gracias a vos, el espejo donde existe esa persona: esta que era sólo para vos

¿Recordás cuándo me decías palabras tiernas, allá en Mar de Plata? ¿Recordás cuándo bailábamos en el mirador? ¿Recordás la polera que me diste, ese día que te había ido tan mal tan sólo por conseguirla? Aún conservo todo eso Raúl, y es lo único que me puedo llevar después de haberte visto con ella, de mirar que tus ojos podían ser de otra, de llorarte en silencio y querer apuñalarte con el aire que compartíamos, tan cercano y tan lejano, en ese instante.

Y estabas feliz.

Sonriéndole a esa, con tus ojos dorados, y felices, riendo…

Te dejo esta carta Raúl, esta carta que nunca leerás, esta carta que hace a Méjico el país más infeliz sobre la tierra en mis recuerdos, esta carta dónde termina Mar de Plata y mi desgracia. Se feliz Raúl, piconino mío, pendejo bello, amor… “.


 

Gracias a Sikanda quien mejoró el argentino en este texto.