–Buenas noches –dijo la figura sombría, de jeans y chamarra negra. Encendió un cigarrillo y los presentes miraron la calcomanía que decía claramente su nombre: MUERTE–. ¿Hay cupo para uno más?

Alrededor de quince hombres, de distintas ropas, estaturas, pieles y peinados, le ofrecieron una silla de latón en el viejo auditorio rara vez usado de una escuela secundaria. Habían mirado la calcomanía y algunos se irritaron por la broma, sin embargo, al sentir la proximidad de aquel que se les unía esa noche hasta el más escéptico daba por sentado que no mentía. Era la Muerte quien les acompañaba en su reunión esa noche y estaba tomando de su café, y se sentó a acompañarles y parecía muy dedicado en escuchar la historia de cada uno. No pudieron sentirse cómodos con la Muerte alrededor y confundían los hechos o tartamudeaban, pero continuaban por temor de hacer cualquier cosa que pudiera ofenderle.

En el transcurso de la noche empezó a llover. La lluvia se hizo más fuerte y daba señales de no ceder, justo en el momento que la Muerte se puso de pie y se presentó así mismo.

–Hola, soy la Muerte –dijo, señaló su calcomanía y sonrió detrás de la oscuridad de su capucha. Algunos respondieron débilmente: “Hola Muerte”. Satisfecho, continuó–: y se preguntarán que hago aquí en una reunión de hombres que necesitan apoyo por el maltrato femenino. Pues yo sufrí el abuso de la mía. Todo empezó cuando buscaba a un fumador quien necesitaba un justo descanso. La conocí en el cuarto de un hospital, era la mujer más blanca y más hermosa, jamás registrada en mi libro de almas. Ingenua y a la vez, en su interior se escondía una fiera. Un misterio, un enigma. Una dama que me enamoró tan sólo de verla.

Algunos espectadores, ya más en confianza, asintieron. Parecía que escuchaban su propia historia. La Muerte suspiró antes de poder continuar.


Y es que me enamoré tan sólo de mirarla, esa noche no me resistí y le invité un café. Primero tuve que conseguirle unas ropas decentes, ya que estaba vestida con el camisón de un enfermo. Encontré la maleta de otro hospedado en el hotel, digo, hospital con unos jeans y una blusa roja… ¡Había robado algo por primera vez! ¿Y es qué, qué no hacemos por las mujeres a las cuales queremos?

Le pregunté muy preocupado si estaba enferma de muerte –Imagínenme, yo… preocupado por la muerte–, o qué hacía en ese cuarto, ella rió dulcemente y me respondió que no recordaba porque estaba ahí, pero que le daba mucho gusto ver a un caballero de mi altura, de mi porte, de mi quien sabe cuántas pavadas más dijo. Y le daba más gusto, así dijo, que yo estuviera ahí para auxiliarla. Me dieron ganas de llorar, porque no es muy común que yo ayude… y más, que me llamen a mi, ¡A mi! ¡Me sentí el más afortunado de la Tierra! Pero la vida, –ironía incluida–, habría de jugarme la broma y eso se los contaré en el transcurso de la noche.

Parecía muy confundida cuando hablaba con su pasado y yo, francamente, estaba igual. Porque es menester decirles que La Muerte tiene un registro con la vida de todos sus niños y de ella, sólo poseía ese momento: el momento en que nos conocimos. Eso es algo muy preciado, pocas almas pueden lograrlo… pocas almas pueden borrar su pasado de modo que el inicio de su vida, su verdadera vida, empiece con tocar el alma de otra.

Cayó un rayo muy cerca, para dar un efecto dramático a lo que la muerte decía. Se iluminó el auditorio y el escéptico mamón, dio un saltito en su asiento.

Sin embargo, esa es mor-ti-so-lo-gí-a(huevo (intrusión obligatoria de su maese escritor, orgulloso de haberse inventado una mamada)) y no me corresponde enseñárselo a ustedes, simples mortales.

Lo primero que hicimos, fue tomarnos un café en un restaurante de veinticuatro horas. Platicamos durante horas hasta que nos dio la madrugada, le brillaban los ojitos y se tomaba su café con una ternura que parecía inherente a su persona. Yo estaba francamente anonadado, había encontrado a la mujer con la que quería pasar el resto de mi eternidad. Se sentó a un lado de mi, y me dio de mimos, de cariñitos, pedimos el desayuno y me lo daba en mi boquita. Ella sonreía, hablaba poco de sí misma y de sus aspiraciones en la vida. Sin embargo, dijo esto que siempre recordaré: “Si pudiera pasar la vida contigo, no tendría ningún problema”.

Me saltó el corazoncito.

La Muerte dejó escapar una lagrimita de hielo.

En cuanto le dije que me parecía lo más adecuado, ella sonrió y decidí enseñarle mis terrenos etéreos para que conociera su nueva casa. Le enseñé el pasillo multidimensional, el jardín donde nace el árbol del bien y el mal, el campo de las almas segadas y también, el cuarto de los espejos donde yo descanso. ¡Estaba encantada y totalmente enamorada! O eso me hizo creer. Platicamos largas horas, ya habíamos decidido el número de hijos que queríamos tener, le había platicado de mis horarios los cuales son muy pesados, que coche queríamos para Caronte, si queríamos una cocina minimal o funcional, cositas así, ya saben.

Pues… al final ella hizo lo que quiso, cambió de un día para otro.

Se quedaba durante horas sentada sin hacer nada, vistió de rosa a mis sirvientes esqueléticos, al árbol del bien y el mal le arrancaba los frutos. No saben, esa desgraciada me hizo la vida imposible y si intentaba yo decirle algo, ¡me aventaba sus chanclas! ¡Si llegaba yo tarde a casa, entonces con el rodillo de la cocina me perseguía y me pegaba! Hasta mis cuervos le tenían miedo, no saben… pero es que la amaba, no podía dejarla. Sencillamente, no debía. La amaba tanto. Y le pedía disculpas todas las noches, y le abrazaba las rodillas todas las noches, y mojaba con mis lágrimas sus piecitos hermosos. Realmente, estaba cegado por el amor.

Los hombres asintieron, tantas veces habían escuchado esa historia.

Fue que me enteré, que ella me engañaba con Caronte, con mis guerreros esqueléticos. ¡Se encerraba durante largas horas en mis aposentos y cuando ella quería, abría las puertas! Más tarde, aprendí no a culpar a Caronte, ni a mis vicarios, sino a esa pérfida mujer. Y cuando yo estaba dispuesto a meter mi queja, ella me miraba con ojos mosos y me decía que me quería. Se me derretía el corazón, ¿qué puedo decirles? Estaba, totalmente… pendejo. Así pasaron las eternidades, es increíble lo mucho que puede resistir uno estando enamorado, ¿verdad?

Al final, quien se fué y se aburrió fue ella. Me dijo así, con palabras textuales: “Me voy, soy demasiado hermosa como para ti y tengo tanto por delante… he descubierto mi verdadera vocación”. Le pregunté cuál era, qué quién era para matar al amor así como así… ¿saben qué me respondió? ¡Qué ella podría ser Miss Universo si quisiera y no perdería más el tiempo conmigo! ¡Después de haberle dado mis años de muerte más queridos, decidió terminarlo así como así! ¡No es justo!

La Muerte rompió a llorar y se acercaron los hombres a abrazarle.


Se quedaron con La Muerte un rato, porque sus berridos eran como los de un niño y pues, al Señor de los Muertos se le merece respeto. Lloraba y pataleaba. Cuando terminó de llorar, los quince hombres maltratados suspiraron de alivio y decidieron irse. La lluvia estaba escampando.

–Esperen, una cosita más –dijo La Muerte. Los hombres le miraron atentamente.

No supieron ni que los mató cuando les cayó todo el concreto del viejo auditorio encima.

–A eso venía, nomás quería desahogarme con alguien –sonrió La Muerte, quien estaba sentado todavía, alrededor de la construcción caída yacían quince cuerpos destrozados–. Muchas gracias.