Desde hace dos o tres días, tengo un incontenible deseo de comprarme un cacto. Lo quiero para ponerlo en mi escritorio. Incluso pensé que podría ser un bonsai, aprovechando la broma fácil que se hace con mi apodo. ¿Por qué lo quiero? He estado pensando en muchas razones: la más divertida es que me gustaría poseer un ser vivo, chiquito, calladito, que vive nomás sin preocuparse, y lo quiero dependiendo de mi. ¿Suena siniestro? Tal vez, pero eso es lo mejor de todo. Primero pensé en el cacto, y después en el bonsai. El bonsai sería mejor porque haría más poderosas mis capacidades reflexivas y meditabundas. Me convertiría en Jet, de Cowboy Bebop.
Respecto al cacto que quiero, ya me imagino platicando con él en las noches de desvelo. También me imagino, a medio día de los fines de semana, observándolo un rato, ignorando la mirada perpleja de un venezolano que se preguntará que estoy haciendo. Le diría, aunque no pregunte–: Estoy atonando con mi cacto. Por supuesto que el verbo no tiene nada que ver, pero suena bonito, suena lo suficientemente bien para que se vaya a ver televisión o bien, se jale una silla e intente “atonar” conmigo y con mi cacto.
Antes que el cacto, pensé que podría ser un pez, uno beta. Pero nah. Es demasiado desmadre y si se vuelve suicida, estar buscándolo entre los cables de la computadora no es algo que me gustaría hacer los fines de semana. Tal vez lo mejor del cacto o del pez, es la posibilidad de su existencia, imaginar que haría con él. Es como conseguirse un nuevo amigo para visitar los lugares a los que nunca vas los fines de semana. En este caso, mi nuevo amigo sería un cacto, o un pez, o… ¿por qué no se me había ocurrido antes? Compraré una tabla y le pintaré ojos y boca.
Le llamaré Bob (homenaje a Onetti, por supuesto… y eso será al cacto, al pez, o a la tabla. Lo que decida primero).
El propósito de la existencia de Bob, es demostrar la presión psicológica que sufro al no tener trabajo, ni dinero. Actuaré como si estuviera sufriendo delirios esquizoides (No sé de enfermedades psicológicas, y no importa, para mi todas son iguales y sirven al mismo efecto: un trastorno de la mente). Cuando haya casting, saldré con mi tablón, mi cacto, o mi pez, a pasear en la sala de espera y tomaré asiento, le contaré chistes y haré como si Bob me estuviera contando chistes. Cuando esté seguro que todos me estén observando de reojo, haré una pregunta en voz alta–: ¿A cuál dices que hay que matar, Bob?
Ayer, en el metro, vi a una chava con el mismo celular que el mío jugando el de la viborita traga-manzanas. Lo jugaba a velocidad alta. Ella estaba concentrada jugando, tanto que si perdía, solo apretaba un par de veces las teclas del celular y creaba un juego nuevo. Lo hacía todo mecánicamente. En otro asiento, una mujer de blusita al ombligo (color negro), pantalones a la cadera (color rosa), piercing en la lengua (color rosa) y maquillaje abundante (entre violeta y café, brillante, brillante), leía el manual de su nuevo celular. Se la pasaba jugando con la boca. Y luego la vibora tragando manzanas. Leía el manual y sacaba el piercing, se lo ponía entre los dientes, fruncía el ceño como si estuviera leyendo el manual de un reactor nuclear. Perdió y otra vez, nuevo juego. Finalmente llegó su estación, se levantó y se fue. Me decepcioné al verla de pie. Sentada, leyendo su manual, se veía más bonita. ¿Te das cuenta de la terrible deshumanización, Bob?
He aumentado mi consumo de café y de cigarrillos, debe ser el stress o la evasión, cualquiera de las dos es válida. Pero no te preocupes Bob, vendrán tiempos mejores.
Pienso que mi deseo de comprar un cacto, viene por el poema de Matthew Sweeney, después de todo… le extraño tanto y ella también vive en una tierra de calor. La diferencia es que ella vive en verdes, y en el poema se habla de cafés.