Existe un analfabetismo tecnológico y eso es preocupante. La gente, cuando supera el miedo a la computadora, a su celular, a su horno de microondas y a su tostadora, sigue determinadas instrucciones para lograr algo y eso es todo. No poseen un espíritu creativo –no imaginan–, con la herramienta que tienen en la mano y por eso escriben artículos tecnofóbicos (usando la misma herramienta, o el que exagera en el miedo, una máquina de escribir) diciendo como la herramienta acaba poseyendo al hombre, en vez del hombre a la herramienta. Uno supone que los niños que ya estan más cerca de la herramienta, conforme vayan pasando las generaciones, se volverán más cercanos a ella, experimentarán, harán mejores cosas. Supongo que si. Los adultos, huevones, esperamos de nuestros hijos una mejor generación y en ellos depositamos “la esperanza”. ¿Cómo esperamos inculcarle a los niños la disciplina de dominar algo cuyas funciones no tienen un límite conocido por nosotros, los quesque pioneros inventores de la herramienta?
Presionamos a los niños, cada vez más, a no conocer sus límites. Y al mismo tiempo, los limitamos a que conozcan nuestro mayor alcance, para que conozcan cuál es “el limite”, que es lo que deben superar.
Hablaría de ello con Bob, si ya lo hubiera comprado, en vez de escribirlo en un blog.
Lo que me hace falta es que termine de bajar el episodio 16 de Naruto para ponerme a ver series anime. O bien, comprarme una botella de vino y pensar que es un amigo razonable. Abandonar la importancia de las cosas, lo hace una gente que tiene algo asegurado, sea el presente inmediato o la tranquilidad del alma. ¿Cómo compras la tranquilidad? Un fajo de dólares, de euros. Diez fajos de pesos. O poseyendo una religión. O tal vez, una consciencia científica. Yo sigo creyendo que la gente feliz, es la gente idiota, la que no tiene imaginación para desear. Y debe ser aún más feliz el que logra conjuntar esa idiotez con inteligencia. ¿No será el que toma las cosas con humor un pobre diablo? Se mofa, mofándose con una etiqueta autocrítica, mofándose de todos los demás que no son él. Debe sentirse solo.
Ayer platicaba con un cuate –Alexei–, antes de entrar a la clase de Historia Literaria II. Siempre me había caído bien. Se me hacía una persona agradable, con la cual me gustaría compartir un momento o una charla. Hasta ayer tuve la oportunidad de sentarme junto a él, antes de entrar a la clase, y platicar. No fue una agradable sorpresa, no encontré al mejor amigo que creí perdido, pero si una persona muy agradable. Empezamos a platicar un poco de la Historia de Inglaterra y de unos videos que consiguió (producidos por la BBC) en Tepito. Después, empezó a platicarme de un programa que vio, donde ya se descubrió que existen muchas dimensiones, muchos universos. El descubrimiento lo hizo un japonés. Según esto, dice Alexei –y dice el japonés–, que habrán pruebas de esos universos en seis años, donde ya tendremos la tecnología adecuada.
–Y yo preocupándome porque el petróleo se acabará en quince años.
–Es lo mismo que dijo este cuate, que en algún momento podríamos abrir un portal a otra dimensión y podríamos irnos a ella. ¿Sabes? En algún otro universo tu no existes, o yo no existo.
–¿En serio?
–Si.
–Fijate nomás. Que loco… ya lo decía Borges en su Aleph.
–Si. Dice el japonés que sólo hay que encontrar un cordón umbilical y con energía, podríamos abrirlo para llegar…
–Jaja, imagínate caer en uno de esos sin que te des cuenta, y descubras que tu casa no es tu casa, descubrir que no estás inscrito en la escuela, o que no te llamas igual.
–Algo así como que… ¿sus papeles? No joven, usted nunca ha estado inscrito aquí.
Sería liberador, Bob.