–¿Recuerdas? Yo soy el joven –me susurró Bob [el cacto], en lo que salí a fumar un cigarrillo a la reja de siempre. El lobo {Kromg} tan sólo nos observaba, mientras mordía o afilaba sus dientes con la cadena.
–¿El joven?
–No soy el gordo, el del puro. Soy el joven. El gordo era mi padre –dijo Bob. Me encogí de un hombro, porque en el otro lo tenía descansando y era posible que lo tirara. No me acordaba de que me hablaba, tal vez algún sueño que tuvo–. En fin, he escuchado niños en este edificio. ¿Habrá algún chance de que me prestes tus llaves para salir a … este, pasear de vez en cuándo?
–¿Piensas comer niños?
–No, no, para nada, yo ya abandoné eso. Sólo quiero pasear y ver, si, el estacionamiento y los pocos arbolitos, si… eso, el estacionamiento y los arbolitos. Y escuchar las risas de los niños que juegan los fines de semana, seres humanos tan apreciables, tan queridos, tan hermosos, apenas creciendo, deseando ser doctores, abogados, policías o políticos porque esos si tienen varo. ¿Me crees capaz de regresar a esa horrible costumbre de frenar deseos, sueños, profesiones? ¡Incapaz! No es natural, hay que dejar a la vertiente de la naturaleza hacer lo suyo.
El lobo se rió entre dientes. Bob le miró, entrecerrando los ojos. Y yo, nada más los escuchaba, pretendía sentirlos, al par de animales mitológicos que de alguna manera, se habían formado lentamente en mi cabecita y se habían materializado, así de huevos, sin permiso alguno, tomando personalidades de gente o de animales mitológicos, ¿qué se yo? ¿No es un consciente colectivo quien los crea? ¿Quién los hace reales? ¿No es el consciente colectivo quien ha hecho al hombre de las nieves, un hombre peludo de patotas gigantes que camina entre la nieve? ¿No es el gran monstruo de Lago Ness un gran monstruo que vive en el lago Ness? Y yo soy yo y tú eres tú, mucho gusto, lo sé, pero es así de sencillo, no hay gran ciencia en ello. No hay gran ciencia en un cacto parlanchín y un lobo de pelaje rojo, que se enciende como el fuego.
Alguna vez salí a fumar y estaba lloviendo. Bob se quedó en la mesa, cerca de la computadora, mientras yo me ocupaba de alimentar la adicción. Miré a la derecha de la reja, en el espacio libre que hay entre departamento y departamento, y ahí estaba echado el lobo, durmiendo, protegido con su pelaje de fuego, su bermellón intenso, las gotas le caían y se evaporaban tan pronto le tocaban, su respiración pesada dejaba salir vapor. Observé al lobo durante diez minutos, más o menos, en lo que se consumía mi cigarro. Jugué a poner el tabaco incendiándose en dónde yo creí que debería haber uno de sus ojos. Tsurezuregusa. El lobo hablaba en sueños, si es que eso es posible–: Todos están jodidos. Tal vez el lobo era incapaz de mirar su cadena, o dentro de la cadena se encontraba su libertad. Él se sentía más libre que todos nosotros en su cadena. Eso, siempre y cuando, con jodidez se refiriera al nivel de libertad de cada individuo o su libertad particular. Puede que, si, el lobo pensaba que la jodidez radicara en la libertad y él estaba seguro con su cadena, con su pelaje de fuego que repelía las gotas de lluvia, con su coraza que no permitía que nadie pudiera tocarlo.
–¿Qué tanto me miras? –preguntó el lobo–, ¿crees que soy bonito?
–A tu manera retorcida, supongo que lo eres –respondió Bob.
–No te preguntaba a ti.
–No se mira a quien te refieres cuando preguntas.
–Le preguntaba a tu dueño.
–No es mi dueño, es al revés.
–¿Te crees gata?
–Dame permiso y lo madreo al hijo de puta. He comido perros más grandes que tú y aunque me dan indigestión, estoy seguro que tú serás el más dulce.
El lobo sonrió, nos dio la espalda y se volvió a echar.
–¿Quién es el lobo? –me preguntó Bob y yo me encogí de un solo hombro, tiré el cigarro y lo aplasté con mis ténis.