Nos quedamos otro rato, mirándonos las jetas, en lo que yo me tomaba mi café y él recogía lo mayor posible de los rayos de sol, que unas cortinas sucias apenas dejaban entrar. Como cadeneros de antro, sólo dejaban pasar a los más radiantes, a los más pudientes.
–Con este calor y tomando café –dijo Bob, pero su tono no fue de reproche, fue un tono más bien, incómodo, como alguien que intenta hacer conversación, a pesar de su timidez o de su presunción. Tal vez por eso Bob me agrada, porque en su exceso de honestidad lo intenta, de veras lo intenta. Tomé un sorbo de café y miré las cortinas sucias–. Ojalá yo pudiera tomar café, es como… romántico. Da una impresión de tranquilidad natural, la impresión del estrés evaporándose o disolviéndose, todo gracias a un café, calientito, con leche, y un pancito de dulce, el café de Veracruz o de Chiapas, o de Colombia o de Brazil. Me gusta el café nada más de mirarte tomarlo.
–Salud –le dije, medio sonriente–. Estoy leyendo un libro, otro más de tantos, y en este libro, el escritor escribe también de un escritor, y este escritor se siente ridículo e inseguro por ser escritor. Y entonces este escritor se burla de su vocación y bajo un seudónimo, empieza a cavar su propia tumba, por así decirlo. Genera un personaje, bajo el seudónimo, que será el primero en destrozar su propia obra, porque quiere escribir una obra… La Obra, pues, con mayúsculas. Odio ese recurso, odio tanto el recurso de escribir el acto de escribir en sí. A veces, odio que los escritores escriban de un escritor, porque ya lo he leído muchas veces y dentro de ese ego, que parece ser único… del escritor que escribe a un escritor y sus inseguridades, miedos, falta de madurez, etcétera, se forma el ego colectivo de los escritores que le temen al canon y a los nombres que venden. El miedo de que los escritores certificados por una culta humanidad, se los coma y les señale lo jóvenes que son, lo inútil que es el ego de un escritor, un recurso básico para continuar escribiendo la obra, pase lo que pase, porque los escritores sólo piensan en eso, al menos los jovencitos como nosotros, que es el acto de escribir.
–Debes estar muy aburrido como para hablarme del acto de escribir, Agustín –dijo Bob e hizo un ruido extraño, como aire pasando entre espigas de trigo, pero a mucho menor grado. Fue entonces que lo identifiqué como un suspiro, largo y prolongado–. ¿Y si un escritor no habla del acto de escribir, eventualmente, entonces de qué habla? ¿Del clima?
–De su cacto, tal vez.
–Ay mamita, eso me dolió.
–Estoy leyendo a su vez, otra novela, escrita por alguien que dobla la edad de este escritor. Esta novela es un premio Nobel, mientras que la otra, es solamente un premio. Uno debe leer esas cosas, mi querido Bob, para saber las diferencias, para darse cuenta que camino le falta a uno, si realmente piensa seguirlo. Uno debe darse cuenta de los párrafos, de las construcciones, de los recursos y donde lo usan unos y donde lo usan otros. Por supuesto, la edad marca la diferencia, el premio Nobel es rico en descripciones y no abusa de ellas, no abusa para nada. Y aunque habla de un escritor que escribe, ya no es un escritor que le tiene miedo al acto de escribir, que esta inseguro, que necesita crear un personaje para cavar su propia tumba –el cacto bufó y miró a la ventana–, es un escritor que escribe de su vida, de un tiempo perdido como Proust, es un escritor que va hilando, de una manera maravillosa, cada episodio y no deja escapar ningún detalle. Y para esconder el acto de escribir, la educación que recibió para tomar el papel y la pluma, habla de lo que ha leído, porque las lecturas son las que forman al escritor, no la práctica en el papel y lápiz, nah… sus lecturas son las que influyen en como van poniendo las palabritas y el estilo que usan. Habla de como las lecturas modificaron su percepción del mundo (y claro, también la música, la fotografía, el arte en sí, ya sabes) e influyeron su manera de observar la vida. Es un autodescubrimiento del escritor que se convierte en lector y eso, por supuesto, lo hace canon. Es un escritor pues que escribe y ya, no necesita crear un personaje que hable del acto de escribir y la inseguridad que esto le provoca. He descubierto que es un recurso de los chamaquitos, no importa cuán bien escrito esté, cuántos adjetivos y oraciones complejas posea, cuántas metáforas sublimes y sustanciales posea… es un recurso de chamaquitos, y ya.
El cacto se quedó mirando la ventana y después, dijo, resuelto y claro–: Casi me arrepiento de haberte hecho plática, pinche chamaquito.