Se acercó su hermana y con un gesto sencillo, como no acostumbraba, le pidió las llaves de su coche. No del Tsuru, del cual estaba se estaba empezando a decidir su destino, para nada… le pidió las llaves del Stratus, el nuevo, el que había comprado hacía una semana precisamente… El Stratus no le costó tanto ahorro y esfuerzo, porque ahora para comprarse un coche y tenerlo en el garaje es muy fácil, pero sí le costaría un par de comidas y retrasos en pagar algunos servicios durante unos cinco años, porque en otros cinco había calculado que le subirían el suelo lo suficiente para pagarlo sin sufrir vejaciones y eso, siempre y cuando no lo corrieran de su trabajo. Había hecho planes ya con el coche, con quien sacarlo en lo que se acostumbraba a manejarlo y dejara de oler a nuevo. Lo manejaba perfectamente en la Ciudad de México, para no estrellarlo al menos en sus primeros seis meses. Pero no había contado que en el desayuno, su hermana llegaría con un gesto humilde, no acostumbrado en ella por supuesto, a pedírselo para ir a no sé donde, con quien sabe qué amigas, hasta qué horas de la noche.

–Llévate el Tsuru –le dijo, señaló con la mirada las llaves colgadas en la entrada de la casa y le sonrió lo más amablemente posible. Entonces, su hermana sonrió igual que él y lentamente, su cara empezó a descomponerse en una sonrisa hundida, como si su piel fuera papel arrugándose desde el centro en un remolino.

Ella juntó las manos y en un tono infantil, empezó a decirle–. Préstame tu coche… préstame tu coche… préstame tu coche –en un loop que el hermano empezó a creer infinito. Él conocía bien el resultado de esas discusiones: él podía salir a la terraza, a prender un cigarro, y su hermana estaría a dos pasos de él repitiendo su petición, aún si estuviera lloviendo. Entonces él haría una de dos cosas, dependiendo de su paciencia: terminaría su desayuno tranquilamente e iría a trabajar o terminaría su desayuno molesto, rogándole a su hermana que se callara e incluso sacudiéndola múltiples veces y se iría malhumorado a trabajar. Ya estando en el trabajo, recibiría una de dos cosas: mensajes de texto y emails de su hermana o bien, llamadas telefónicas al celular. En ambos casos, terminaría por ignorarlos, hasta que el día siguiente checara su buzón de voz o los emails urgentes del trabajo. Después, él regresaría a casa y pasaría una de dos cosas: ella le invitaría a sentarse a la mesa con un heladito y pastel de chocolate, y cuando él terminara, le diría sin gesto de papel arrugado y en un tono más relajado que le prestara el coche o bien, lo corretearía hasta su cama con ese gesto y con un tonito de “ay por fis, ándale”, trataría de dormir (al menos hasta la una de la mañana) escuchando–: Préstame tu coche, préstame tu coche, préstame tu coche.

En días malos pasaba todo.

Y es que los hermanos nunca incluyen en los cálculos, pues, a los hermanos. Su hermana hacía “la cara” no tan a menudo, solamente cuando de veras necesitaba algo o cuando se le ocurría encapricharse. Préstame tu coche, préstame tu coche, préstame tu coche y su cara, ¡su cara arrugada! A veces se preocupaba por ella, pensando que le podría dar algo (la chiripioca, por ejemplo) si continuaba con esa actitud. Suspiró resignado, buscó las llaves del coche nuevo y le dijo–: Una sola vez carnalita para que lo pruebes, me lo regresas tal como te lo entregué y una cosita…

–¿Si?

–Pobre del cabrón que se case contigo.

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Foto de Tucita.

Este cuento forma parte de los fotocuentos que escribí en este blog.

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